Hamlet Fernández: Rafael Zarza: toda la corrida (artística)

Artes visuales | 12 de enero de 2024
©Zarza, ‘El rapto de Europa’, 1968

Cualquier mecanismo represivo en cualquier sociedad, que obliga al artista a trabajar con símbolos, dota a la pintura de un gran misterio. Ese es el terreno en que me gusta moverme y con los elementos repulsivos, grotescos, porque en el mundo hay guerras, miseria… Con la res puedo metaforizar sobre todo eso.
Rafael Zarza

I

La obra de Rafael Zarza (La Habana, 1944), tanto en grabado como en pintura, es una de las más peculiares, inquietantes y valiosas de las artes visuales cubanas de las últimas cinco décadas. A sus casi ochenta años, Zarza ha consumado un estatus difícil de obtener en cualquier contexto artístico: su obra es solitaria y debido a ello prácticamente inclasificable, no sólo con respecto a las tendencias más dominantes que se han ido sucediendo en el arte cubano contemporáneo, sino también con respecto a las modas estéticas internacionales.

Zarza es conocido como el pintor de las figuras taurinas. El toro bravo (de lidia) es el personaje central de la inmensa mayoría de su producción plástica. En casi todas las culturas los atributos físicos de ciertos animales se convierten en proyecciones simbólicas de las virtudes o demonios de los hombres. En la tradición hispánica, la virilidad, la fuerza, la ira, la elegancia, la nobleza, la indomabilidad y la majestuosidad del toro forman parte del ideal de masculinidad de un arquetipo histórico como lo es el caballero español. Y por herencia cultural, esos son atributos que también figuran en el imaginario cultural de Hispanoamérica, dónde también se cultivó y se continúa cultivando la tauromaquia.

El caso de Cuba es singular, porque después del largo periodo colonial español sobrevino medio siglo de fuerte influencia de la cultura norteamericana, y después varias décadas de sovietización, por lo que algunas prácticas de la cultura popular española, como las lidias de gallos y toros, no pudieron continuar con su normal desarrollo como sí ocurrió en México, Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador, que son hoy los principales países taurinos de América Latina.

Ya por ese solo motivo la obra de Rafael Zarza es tan importante. Él se ha dedicado durante toda su larga carrera artística a conservar viva en Cuba la tauromaquia. Esa gesta personal y solitaria de Zarza ha sido llevada a cabo en el terreno del arte, por eso su manera de mantener viva una matriz tan profunda de la herencia cultural española ha sido utilizarla como marco simbólico desde el cual analizar, comprender y discursar sobre la realidad cubana que le ha tocado vivir. Las metáforas visuales de Zarza tienen un horizonte de referencia en aquella tradición madre, pero su contenido histórico es cubano, profundamente enraizado en la realidad de la cual el artista es observador y cronista; una realidad sufrida, además, en carne propia.

Zarza es un creador de formación académica, estudió dibujo y pintura en la Academia de San Alejandro de La Habana de 1959 a 1963. Confesó, en una entrevista, que de sus obras de estudiante y primeros años de graduado no quedó nada, él mismo lo destruyó todo; eran pinturas académicas, en la línea de lo que se enseñaba en la escuela, y le parecieron tan malas que su ruptura con la figuración académica fue radical y “literal”.[1] Entonces, como todo joven con pretensiones de convertirse en un artista con un estilo propio, pasó por el angustioso proceso de encontrar su camino, y lo logró bastante rápido, porque, a la altura de 1966, Zarza ya estaba pintando reses y en 1968 gana el Premio Portinari de litografía de Casa de las Américas con el grabado El rapto de Europa, que tiene como protagonista a un gran toro en puros huesos y con un gran frasco en lugar del órgano sexual.

No hay que olvidar que estamos hablando de mediados de la década del sesenta. La política cultural no se había radicalizado en los extremos a que se llegó a partir de 1971, pero desde su constitución en 1961 el Consejo Nacional de Cultura ejercía una fuerte y explícita presión ideológica para que los artistas gravitaran hacia el realismo socialista. ¿Cómo es que llega un joven, formado ya en pleno proceso revolucionario, a un motivo iconográfico como el taurino? Piénsese en el contexto de adoctrinamiento ideológico, de imposición de criterios estéticos condicionados por la política, como el realismo complaciente, los temas afirmativos de la gesta socialista, el didactismo antimetafórico, la satanización de toda influencia del arte occidental capitalista, etc. Al parecer, a juzgar por lo que ha contado el propio Zarza, fue algo que afloró de manera bastante natural, porque “el mundo de los toros” formó parte de sus vivencias de la niñez, fue un imaginario de la cultura popular que absorbió en su entorno familiar:

[…] viví mucho tiempo en casa de mis abuelos. Allí, llegó esa imagen del toro a mi intelecto, porque en esa casa se hablaba de corridas de toros, toreros y había adoración por el mundo de los toros. Manolete y Silverio Pérez eran los toreros del momento. Manolete muere en 1947, yo tenía tres años de edad. Silverio lidia un poco más de tiempo, pero ambos estuvieron en La Habana. Manolete de paso por otro país de América y Silverio, junto a Armillita, lidiaron en la última corrida que se efectuó en La Habana, en el stadium del Cerro en 1947.[2]

Este testimonio nos sirve para intuir que por mucha presión que se ejerza desde los aparatos ideológicos del Estado, ese barniz superficial de adoctrinamiento jamás tendrá la fuerza y las raíces de las experiencias más profundas que constituyen la psiquis de un sujeto, porque esas son únicas e irrepetibles en la historia individual de cada cual. Por ejemplo, hay otras vivencias del niño Zarza que nos dan pistas sobre el origen de la vertiente escatológica que hay en su obra desde el comienzo, me refiero a todo lo que tiene que ver con los esqueletos taurinos, los órganos, los cráneos, los animales desollados. Zarza nació en el reparto Almendares, en Marianao, y recuerda que frente a su casa había una carnicería. Ha contado que de niño se sentaba a mirar cómo descargaban en aquel local las grandes bandas de carne ensangrentada, y que todo eso llamaba su atención y le impresionaba.[3]

De manera que Zarza encontró un terreno fértil con el cual trabajar y construir una visualidad propia. Partió de experiencias personales que le hicieron desembocar en la gran tradición española que permea toda la cultura cubana, y que tan maltratada había sido desde la fundación de la República en 1902. En las primeras décadas del siglo XX todo lo referente a España comenzó a ser asociado al pasado colonial, bárbaro y atrasado, mientras que la isla aspiraba a convertirse en una nación moderna. Pero el ethos de los pueblos es muy resiliente, son corrientes subterráneas de costumbres y comportamientos que el pathos de los proyectos políticos apenas consigue desviar de su rumbo. Es tan resiliente nuestro ethos que logró sobrevivir, incluso, a la colonización soviética. Es así como, en plena construcción del socialismo, con el marxismo-leninismo de manual erigido en la “única” concepción científica de la realidad, Zarza encuentra en la figura del toro bravo español un potencial simbólico que le permite desarrollar un concepto fundamental.

Fue así que comencé a trabajar con la res, que para mí era el símbolo de la libertad, porque es un animal que muere luchando, que muere en el ruedo. Entonces, también Cuba es como un gran ruedo, sobre todo esta ciudad. Y hay que saber morir luchando, ¿no? Además, creo que el cubano es un poco así, que le gusta caer batallando.

Por eso es que uso este símbolo hasta hoy. Porque en mi obra el embrión es la libertad. Ese es el concepto, el toro que se mueve, que puede caer, que puede morir luchando, es muy interesante.[4]

Como vemos, su concepto es la libertad. Entonces, la pregunta que se impone es: ¿por qué un joven, en aquel contexto de mediados de los sesenta, en el que existía una especie de embriaguez colectiva por la conquista de “la independencia definitiva”, “la soberanía nacional”, el pueblo “dueño de su destino” empeñado en “la construcción del socialismo”, del “futuro luminoso”, etc., tendría la necesidad de hablar sobre la libertad?

Una mirada rápida al arte de Zarza basta para saber que su discurso siempre estuvo en las antípodas de la propaganda ideológica. Una de sus frases célebres es: “si yo pinto, pinto como me gusta, no por decreto”.[5] Por tanto, su noción de libertad nada tiene que ver con la del metarrelato político, la del país que se cierra en unidad monolítica ante las agresiones externas. La libertad que le preocupa al artista, su leitmotiv, es la que hay que conquistar dentro del ruedo, eso es, la isla, el cerco interno como dimensión agonal. La de Zarza es una reflexión existencial: la libertad que debe pelear el individuo en su propia praxis vital, en el drama de la tensión constante que se produce entre su alteridad subjetiva y la escala de valores hegemónicos que se intenta imponer desde todas las instancias de poder. Es en este sentido que la propuesta de Rafael Zarza conecta con la fibra emocional, expresionista y existencial de artistas como Antonia Eiriz, Santiago Armada (Chago), Umberto Peña, Humberto Solás, Tomás Gutiérrez Alea, Edmundo Desnoes, Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Heberto Padilla, que bien temprano en los sesenta lograron captar con maestría el drama humano en un contexto tan violento como el que genera una revolución.

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