Ricardo Alberto Pérez: Ernesto Briel, el espectáculo de los sentidos y la ambición de la mente
Este tiempo que ahora vivimos, convulso y drástico, nos ofrece una oportunidad muy singular de releer cualquier tipo de evento o acontecimiento; y específicamente cuando se trata de la obra de un artista, esta aventura adquiere un acentuado matiz de riesgo y contiene dentro de su ejecución una energía que, en el mejor de los casos, se puede transformar en agente de rescate y actualización de todo aquello legado por el artista. Algo así experimento al enfrentarme en estos comienzos del 2024 al trabajo de Ernesto Briel (1943-1992), treinta y dos años después de su muerte.
La obra de Briel, desarrollada entre los inicios de los setenta y 1992, constituye un capítulo bastante poco explorado dentro del arte cubano de la segunda mitad del siglo XX. Briel nos obsequia un territorio visual signado por las constantes emociones que afloran producto de su sorprendente capacidad de mutar en el camino de la búsqueda, detalle que lo impulsa en una espiral ascendente a la que arrastra a los espectadores y donde lo intangible adquiere un valor descomunal, ya que constituye elemento decisivo para descubrir una singular fuerza creativa.
Su trabajo ligado al arte óptico desde un inicio estuvo marcado por visibles influencias, que iban de los latinoamericanos Jesús Soto, Julio Le Parc y Hugo De Marco, hasta los vanguardistas europeos Víctor Vasarely, Braque, Kandinsky, Mondrian y, especialmente, Malevich. Briel se vio enriquecido por un sismo interior capaz de destrozar límites y abrir puertas inimaginables. En ese sentido, sus inquietudes fueron capaces de crear el lenguaje preciso para empastar casi a la perfección las técnicas aprendidas en la academia con las libertades expresivas de ruptura que le aportó el teatro (específicamente el teatro Guiñol de la Habana, el cual estuvo abierto a las expresiones de vanguardia, y donde se desempeñó durante algunos años como actor).
En su caso, lo que se presenta como contradictorio le permite avanzar y le aporta a cada una de sus piezas una libertad muy particular, me atrevería a decir que una especie de ligereza capaz de ubicar su poética fuera de cualquier encarcelamiento formal. La progresión de su obra, que evoluciona de lo más visual a contenidos y conceptos ligados a la realidad objetiva, lo iría confirmando.
Algunas de sus creaciones de los sesenta transmiten la sensación de llevar implícito un instinto de rebelión, atmosfera o energía que se percibe con facilidad; en lo particular me detengo ante La ruptura del círculo (1969), esta me deja asombrado por la manera en que la distorsión de la figura se vuelve coherente y útil, es un llamado de atención, una voz que indica el instante de la fractura como el nacimiento de otros caminos. Aquí de alguna manera se transgrede a lo geométrico, parece colocarse en un punto que resulta imprescindible a la creación genuina, donde se vuelve protagónico el afán de problematizar.
Las propias circunstancias que marcan la vida de Briel nos conducen a dividir su obra en dos etapas, la primera que incluye todo lo realizado dentro la isla entre los inicios de los sesenta y el ochenta, y la segunda que transcurre en el exilio, a partir de ese año, cuando abandona Cuba por el puerto del Mariel hasta 1992, fecha en que muere en Nueva York.
El Ernesto Briel de los ochenta y noventa alcanza un rostro muy propio, matizado por la madurez, y por el brillo de la ciudad que lo adopta y le exige. Su pintura logra una creible proyección simbólica que se expresa a partir de la introducción de nuevos colores, más bien tonalidades, texturas que casi se reciben como estados de ánimo (esas texturas yo las definiría como ásperas maneras de disponer la mente); y además una notable metamorfosis en lo referente a lo abstracto y lo geométrico: porque ahora lo acentuadamente cinético de una etapa anterior le cede paso a un juego de ensambles entre figuras donde estas expresan un discurso que va a estar marcado por su disposición en el espacio y su relación con las otras que le complementan el sentido, entrando también, de manera casi mágica, en el juego de las dualidades (día y noche, muerte e inmortalidad, eclipse de sol, eclipse de Luna, entre otras).
Lo cierto es que su producción, tanto de una etapa como de la otra, lo confirman como un artista perceptivo que se tragaba la realidad para después devolverla a la manera de imágenes, pasando todo esto por una seductora digestión en la cual nos detendremos más adelante, por lo que cada una de las cosas que le rodeaban le fueron dejando un aliento que plasmó a través de casi todo el trecho recorrido.
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