Jorge Brioso: Stásis-revolución-stásis: Schmitt y Koselleck ante el siglo XXI
Introducción. Dos relatos sobre la historia del porvenir: el futuro y el tiempo del después
Para escribir la historia del futuro no hay que remontarse demasiado lejos en el tiempo, afirmaba Niklas Luhmann en un artículo titulado “El futuro no puede empezar”. Mi historia del tiempo por venir alcanza su plenitud, su cenit, entre diciembre de 1851 y marzo de 1852, cuando Karl Marx publica en New York El 18 Brumario de Luis Bonaparte, en la revista Die Revolution. En este libro, Marx ensaya una nueva acepción del concepto revolución al proponer una crítica radical a la noción de repetición que se supone era constitutiva de este término. Allí afirmaba:
La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir [Die soziale Revolution des neunzehnten Jahrhunderts kann ihre Poesie nicht aus der Vergangenheit schöpfen, sondern nur aus der Zukunft]. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones habían tenido que remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos enterraran a los muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase [Dort ging die Phrase über den Inhalt, hier geht der Inhalt über die Phrase hinaus].
Si en las revoluciones anteriores la forma o frase –la sintaxis del orden estructurada por la tradición– terminaba imponiéndose respecto a la novedad del contenido; en las revoluciones proletarias su radical novedad, su contenido, romperá todos los moldes previamente concebidos: vivirá fuera del tipo de legibilidad que se considera plausible y, por ende, experienciable por un sujeto. Estas revoluciones escriben su melodía en versos que se salen de los quicios de lo que se puede expresar según la norma gramatical, lo considerado decible por una época determinada, cualidad que lleva a pensar que vienen del futuro. En las revoluciones que surgirán a partir del siglo XIX, las que afirman este concepto en su sentido fuerte y plenamente moderno, lo único que podrá ser repetido es aquello que nunca ha tenido lugar. Lo que será, para cuyo conocimiento solo tenemos las expectativas y la prognosis, no podrá ser reconocido a partir de lo que ya ha sido, lo que se aprende con el lenguaje de la experiencia. La historia ha dejado de ser maestra de vida y ha pasado a convertirse en un simple réquiem por los muertos. La experiencia y la esperanza empiezan a hablar en dos lenguajes que no son traducibles entre sí. El horizonte de expectativas humanas abre, al fin, de par en par sus puertas, lo que supone, de forma paralela, que la cuota de experiencia necesaria para definir el concepto de revolución se reduzca a sus mínimos.
Por primera vez, el presente ve delante de sí, en su total plenitud, al futuro. No habrá fin de los tiempos, desaparece la línea que separaba el más acá del más allá, tampoco habrá un regreso al origen, ni siquiera aquel que era anterior a la propia historia. El único juicio final, como diría bellamente Schiller, es la historia del mundo, la única justicia posible es la justicia inmanente a la propia historia (Die Weltgeschichte ist das Weltgericht). De lo que se trataba, para decirlo ahora con las palabras del propio Reinhart Koselleck: “era de acabar con el pasado tan pronto como fuera posible para que fuera puesto en libertad un nuevo futuro”. La verdadera historia humana se acaba de iniciar y para ella no hay cierre previsible.
Lo que no pudieron predecir Niklas Luhmann, en el artículo ya citado que fue escrito en 1976, ni Marx, es que el futuro, al menos ese que tenía las puertas abiertas de par en par, terminaría tan pronto. En 1980, el escritor Reinaldo Arenas que había salido por el puerto del Mariel de La Habana con otros 120 000 cubanos rumbo a Estados Unidos, afirmaba: “Vengo del futuro y traigo malas noticias”. Era mejor que se cerraran las puertas del porvenir pues los olores que venían del lado ignoto de la historia resultaban nauseabundos. El tiempo se había abierto a un futuro sin fin, con la condición de que se produjera, en un tiempo que podría ser lejano pero que tendría que ser visible, la promesa de la emancipación humana. Las malas nuevas que venían del tiempo del después se hicieron muy pronto virales, para usar una expresión cara a nuestro tiempo, cerrando las puertas que daban a un porvenir teñido de promesas de redención social.
Nuestra relación con el Tiempo-del-después –¿vale la pena seguirle llamando futuro?– es otra. De él solo esperamos una gran catástrofe ecológica. No tiene sentido, por tanto, acelerar el tiempo, sino más bien ralentizarlo lo más que se pueda para evitar que llegue su fin. Nuestras esperanzas se vierten en la espera de un nuevo katechon que permita retrasar el fin de los tiempos.
Vale la pena hacer un breve paréntesis etimológico para discernir las dos formas de conceptualizar el porvenir que analizo en este texto. La palabra futuro proviene de futurum, la forma neutra de un participio del verbo latino sum, esse. Para entender el significado que tendría esta forma del participio en nuestra lengua se le puede contrastar al participio de perfecto (el recipiente de una acción) y al participio de presente (quien ejecuta la acción). El participio de futuro, en su forma activa, indica la inminencia o la necesidad de la acción. Lo que será es lo que debe ser. El juicio sobre la historia, como señalaba la frase de Schiller que ya citamos, radica en la propia historia y viene de ese tiempo ilimitado y redentor que la modernidad le había abierto a la humanidad: donde lo que acontecerá y el deber ser se funden.
La palabra después es un vocablo compuesto que también viene del latín, está formada por el prefijo de- (que indica dirección de arriba abajo) y post (posterioridad). Según esta acepción, la forma de porvenir que viene después del futuro moderno es la de un post, aquello que acontece con posterioridad a lo que se dirige hacia abajo, aquello que acontece después que algo declina o languidece.
I. La historia conceptual como un proyecto que intenta pensar las condiciones de posibilidad de la Historia a partir del contrapunto entre futuro-pasado
Espero que se haya notado que he relatado mi historia del futuro, con su apertura, su momento de plenitud, y su cierre, en clave Koselleck. Para el historiador de los conceptos, el tiempo histórico se mide por la dialéctica entre experiencia y expectativa, el juego que se establece entre los pasados del futuro y los futuros del pasado. El título de la colección de ensayos que Koselleck publica en 1979, Futuro pasado, comporta una réplica rotunda a la aspiración marxista de imaginar un concepto de revolución que prescinda de la repetición.
Es cierto que, en la modernidad, la expectativa de un tiempo siempre nuevo tiene como resultado “que el reto del futuro se haya hecho cada vez mayor”. A diferencia de los antiguos, que englobaban el presente y el pasado en un horizonte histórico común, el concepto moderno de historia, en tanto consecuencia de la reflexión ilustrada, provoca que las condiciones que hacen posible la experiencia se sustraigan progresivamente a esta. Vale la pena recordar que la histórica, concepto con el que Koselleck define su noción de la historicidad, lo que intenta pensar no es la historia fáctica, sino las condiciones de posibilidad de todo acontecimiento. Lo que hace posible una historia es que se asuman las marcas de finitud que configuran el marco de lo posible histórico, que nos hagamos cargo de las cuotas de experiencia ineludibles que todo anclaje en el tiempo exige. No obstante, el principal concepto moderno, revolución, parece responder a otra lógica, al menos en el sentido fuerte en que lo enuncia Marx.
La variante moderna de la revolución aspira a crear una forma de novedad ex nihilo que ambiciona redefinir, incluso, las propias condiciones de posibilidad que la generaron: “un futuro anhelado pero sustraído por completo a la experiencia correspondiente del presente”. Esta vocación de tabula rasa de la revolución la lleva a ignorar las cuotas de finitud que hicieron posible su propia existencia. Pongo un par de ejemplos, la distinción entre dentro-fuera, amigo-enemigo y amo-esclavo, que deberían marcar el horizonte de posibilidad de cualquier historia, incluida la revolucionaria, aspiran a ser abolidas por un ideario que imagina una sociedad sin clases, un mundo sin fronteras, de un radical carácter cosmopolita, y una forma de convivencia que sustituya el gobierno sobre los hombres por la administración de las cosas. Es a esto a lo que Koselleck llama utopía: la borradura de los marcadores de finitud que permiten que toda historia sea y que termina generando una permanente guerra civil de carácter mundial.
El diagnóstico que hace Koselleck sobre el mundo moderno y el carácter utópico de su política se remonta al principio de su carrera de investigador con su tesis de habilitación, Crítica y crisis, que publica en 1954. La crisis moderna se retrotrae, según esta monografía, a la escisión que provocó el Estado absolutista entre lo político y la moral al hacer que la conciencia –para tratar de evitar nuevas guerras civiles religiosas, en las que la convicción interior fue el principal detonador de conflictos– quedara fuera de la zona controlada y legislada por el Estado. Cuando este reino de la opinión, que vive fuera de las razones del Estado y que se percibe a sí mismo como su antítesis, adquiere un carácter público y se erige en un poder indirecto cuya lógica no responde a la figura soberana; se imagina una política alterna, utópica, basada solo en razones tejidas en el fuero de la conciencia y luego en espacios como salones, logias que generaban formas de convivencia y pensamiento paralelas e independientes de los foros políticos. Las aspiraciones emancipadoras forjadas en estos espacios se perciben a sí mismas desde una lente estrictamente moral sin tener en cuenta las limitaciones que lo real político impone. Fruto de ello, todavía según el pensador alemán, son las guerras civiles que a partir de la Revolución francesa dominan el espacio europeo. La crítica, de un profundo carácter utópico, que se genera en los espacios descritos es responsable de la crisis que se ha vivido en Europa desde el advenimiento de la Revolución francesa y que, en el siglo XX, se ha traducido en dos guerras civiles mundiales y en la Guerra Fría que marcaba el tiempo en que se publicó el texto que comentamos ahora.
II. Koselleck como teórico de la revolución
No creo que exagero si afirmo que el concepto central en el proyecto intelectual de Koselleck es el de revolución. Sus obras principales: Critica y crisis, Prusia entre la Reforma y la revolución, Futuro pasado y la obra colectiva que dirigió junto a Werner Conze y Otto Brunner, el Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en la lengua alemana, tienen como eje central el concepto de revolución. En la introducción que hizo para este diccionario, define el objetivo de este en los siguientes términos:
Evolución detallada en nuestro ámbito lingüístico de conceptos-guía de la época prerrevolucionaria a través de los acontecimientos revolucionarios y de las transformaciones producidas por estos […]. El objeto principal de la investigación es la disolución del mundo antiguo y el surgimiento del moderno a través de la historia de su aprehensión conceptual […] solo se analizarán los conceptos que registran el proceso de transformación social como consecuencia de la revolución política e industrial, es decir, que se han visto afectados, transformados, expulsados o provocados por este proceso.
Es la revolución la que le otorga unidad a la época moderna al revelar la conexión interna entre todos los acontecimientos históricos y la solución inmanente, intrahistórica, que se le da a estos. Esta unidad se produjo a partir de cuatro elementos. Democratización del lenguaje político: la política deja de estar reducida a un único estamento y se difumina por todo el cuerpo social. Temporalización de los significados categoriales: se dota a los principales topoi que organizaban la tradición de un horizonte de expectativas, de una futuridad de la que carecían antes. Ideologización: conceptos que respondían a sentidos e historias plurales se les dota de un nivel de abstracción y unidad de las que carecían en el antiguo régimen, se les transforma en singulares colectivos –las libertades se transforman en la Libertad, las justicias en la justicia única, se pasa de las historias concretas a la Historia en sí, de las revoluciones se pasa a la Revolución–. Politización de los conceptos: aumentan exponencialmente los términos polémicos-antagónicos –burgués vs. proletario, revolucionario vs. contrarrevolucionario, etc.
Responder