Vicente Echerri: La negritud en Gastón Baquero

Archivo | Autores | 14 de junio de 2024
©Baquero en 1944 / RRSS

Continuamos nuestro Dosier ‘Gastón Baquero in memoriam’ con este excelente texto de Vicente Echerri sobre uno de los temas que más trató Gastón Baquero en algunos de sus ensayos. Tema que en el mundo cubano –de José Antonio Saco a la fecha– continúa siendo (por suerte y por desgracia) altamente polémico.
Disfruten 😉

«…el comunista sabe que si él está en el poder es porque Batista no quiso ser un soldado mulato, sino un caballero blanco, y porque la aristocracia cubana, la élite económica, blanca naturalmente, quería a toda costa salir de Batista, y no por razones políticas, ni ideológicas, ni morales, ni filosóficas. Esa aristocracia veía en Batista a un negro; lo vio desde el 4 de septiembre, y pese a que el propio Batista sentía esa actitud de los blancos hacia él como una afrenta, como una injusticia y como una calumnia».
G. Baquero, «El negro en Cuba»[1]

Esta aseveración que encabeza uno de los capítulos del deslumbrante ensayo de Gastón Baquero «El negro en Cuba» me parece autorreferencial. Lo que afirma que siente Batista frente al rechazo de la clase alta cubana, me atrevo a creer que es el sentimiento del propio Baquero frente al desdén y el escarnio de los que no le perdonaban su propio encumbramiento, al tiempo que —y paradójicamente— solían ponerlo de ejemplo de hasta donde el negro cubano podía haber superado los estigmas asociados a su raza. Gastón era la excepción que confirmaba la regla (el atraso que heredaba el pueblo que había padecido la esclavitud por más de tres siglos) y él se dolía de ese privilegio que, por otra parte, disfrutaba.

«El negro en Cuba» es un extenso acto de contrición con el que Baquero intenta encarar y justificar sus conflictos raciales y su propio acomodo en una sociedad con profundos complejos racistas exacerbados por el extenso mestizaje. Si blancos y negros hubieran estado tajantemente diferenciados por sus rasgos y su color (como sucedía en las antiguas colonias británicas) la discriminación habría sido más radical y obvia, pero los conflictos de identidad casi inexistentes. Lo conflictual en el caso de Cuba está dado en esa extensa zona poblacional mestiza que se empeña y pugna por alcanzar los timbres de la blanquitud. Estos gradientes de discriminación son fuente de encono y frustración mayores que los que atañen a negros y blancos «puros», que no tienen nada que argüir ni que disimular, inescapablemente atrapados en sus básicas definiciones.

Gastón Baquero nació en esa turbia zona indiferenciada de lo racial cubano: era mulato y, por tanto, coincidían en su ser los elementos idiosincráticos de ambos grupos raciales con sus prejuicios y sus taras. Es de suponer que, desde pequeño, desde que tuvo conciencia de sí, lo blanco y lo negro pujaran por adueñarse de su espíritu y que él habría de pasarse la vida conciliándolos como pudiera.

Con la mirada, sin duda inteligente, con que se asomó al mundo, y a partir de las lecturas precoces de infancia y adolescencia que habrían de echar las bases de una sólida formación intelectual, se fue haciendo heredero de una tradición y unos saberes que eran naturalmente blancos y europeos. Si la cultura consiste no tanto en un volumen de información cuanto en una bien organizada estantería mental donde almacenar lo aprendido para que germine y dé fruto, Baquero fue adquiriendo temprano una cultura orgánica que es también un modo de integrar un continuo aprendizaje y sacarle reluciente provecho. Los referentes de esa cultura —el orden epistemológico que la amparaba— eran congruentemente occidentales, es decir, blancos, apenas rozados por las «tradiciones» de la otra raza que en Cuba no trascendían el folclore de los cultos animistas, amén de algunas representaciones en la pintura, en la música y en la poesía.

Para esta última, llamada poesía «negra» o «negrista» —que tiene su primer antecedente en el puertorriqueño Luis Palés Matos, y que, entre los cubanos, está principalmente representada por Nicolás Guillén, seguido con mucho menos acierto por Mariano Brull y Emilio Ballagas— Baquero sentía el más vivo desdén. En el prólogo a sus versiones de Poemas africanos, escritos muchos años después, en 1974, cuando lleva más de una década viviendo en Madrid, dice, refiriéndose a la traducción de Lydia Cabrera de Aimé Césaire con dibujos de Wifredo Lam, «ese gesto debió bastar para impedir que en Hispanoamérica se siguiese cometiendo la frivolidad de denominar ‘poesía negra’ a una cosa útil sola para ser estudiada por los sociólogos y analistas del racismo enmascarado».[2]

Esa poesía caricaturesca, que perpetuaba la condescendencia y la burla del negro, ya fuese analfabeto y torpe como educado y fino (el «negrito catedrático» que aguzaba la maldad de la plebe contra el infeliz que lograba dejar atrás los atavismos del barracón) estaba en las antípodas de la poesía que entibió el corazón de Baquero desde muy joven y que parecía encontrar modelos en un poeta torrencial y caudaloso como Whitman o en el que recurre coloquialmente a la historia como Cavafis.

Publica sus primeros poemas en 1942, un año después de Enemigo rumor, el primer poemario de José Lezama Lima. Sirve esta coincidencia para probar que Baquero le debe poco o nada a Lezama, de quien lo supongo amigo ya por algún tiempo. Si es cierto que Baquero nació tan temprano como en 1913 o 1914 (no en 1918 como dicen algunas de sus notas biográficas) es sólo tres o cuatro años más joven que Lezama y no creo que, contra lo que él mismo declaró, en estos primeros años se sienta demasiado impresionado por un «magisterio» que Lezama fue adquiriendo imperiosamente con el paso de los años.

No obstante, su amistad con Lezama y los otros poetas de Orígenes, grupo al cual se vincula o se le vincula, ya tiene solera. En la década del 90, pocos años antes de su muerte, publica El álamo rojo en la ventana[3], un poemario en el que recoge poemas de juventud, escritos entre 1935 y 1942 y de los cuales él no tenía registro. Habían sido conservados por sus amigos de Orígenes; Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina y Bella García Marruz, a los cuales, en su momento, se los había regalado con alguna cariñosa dedicatoria. También Lezama había conservado algunos que se publicaron en Cuba en 1994.

Aunque aquí y allá hay algún poema que puede recordar al Lezama de entonces, aún más cuando alude directamente en los «Sonetos de la muerte» (título que le usurpa a Gabriela Mistral) a los sonetos a la Virgen de Lezama con algunos de cuyos versos dialoga, la poesía de Gastón Baquero tiene ya una voz propia que no se rige por ninguna escuela, aunque puedan advertirse presencia de otras voces como siempre sucede. Estas últimas se incorporan en un decir particular que elude cualquier provincianismo para insertarse en la amplia tradición que Cuba hereda de Occidente y a la que él se empeña desde temprano en pertenecer por encima de cualquier tipicismo.

No es menester argüir que la negritud —que le parece un fraude— no toca su poesía. Es decir, una «tradición» inventada, que en el mejor de los casos es un folclore de pacotilla que perpetúa los estereotipos derivados del avasallamiento y de la servidumbre y, en el peor, un ejercicio de racismo destinado a afirmar —mediante el escarnio— la humillación de la raza sometida.

Al igual que Batista, Baquero se propuso ser blanco, acaso porque era esta la única manera de ser en una sociedad como la cubana que había surgido a la vida internacional como una suerte de república ateniense, pero en cuya hechura había intervenido gente de todas las razas y donde la contribución del negro —tal como en el resto de Hispanoamérica— había sido decisiva y cuya entidad republicana decenas de millares de afrodescendientes habían cimentado con su sangre. Aspiraba él —como Martí— a que «cubano fuese más que blanco y más que negro», que las guerras de independencia bastaran para integrar al negro —que provenía, sin duda, de una extracción inculta e incluso bárbara— en ese gigantesco crisol donde se confunden los intereses particulares en el concepto más amplio y profundo de patria.

A diferencia de los activistas que se nutren de los conflictos raciales, Baquero no veía —no podía verlo— al negro en Cuba como una entidad separada que exige contribuir con sus propios ingredientes a una nación que había sido concebida desde una perspectiva blanca y europea. Eso le habría parecido una dicotomía que escindía su propia persona, que desarticulaba su intimidad donde él sentía converger, de manera orgánica, las dos razas que en él se encarnaban sin posible ni discernible separación.

Aspiraba a la integración, y creía en ella como la única fórmula idónea para superar el conflicto racial que fragmentaba la integridad de Cuba. En el mosaico de lo cubano, la contribución negra debía ser inextricable de la blanca, aunque fuera proporcionalmente menor. Roma había asumido en su molde el amplio caudal griego y el más exiguo de Israel, pero ambas tradiciones eran ya inseparables del vasto continente que llamábamos civilización occidental y que las grandes naciones europeas trasladaron al «caldero de América», para decirlo con sus palabras, donde otras razas o etnias terminarían fundiéndose. Cualquier distingo iba en contra de esa amalgama fundacional y sólo serviría para resaltar las deficiencias de la raza subyugada, oprimida, esclavizada e «inferior». La redención no podría estar, pues, en la diferencia, sino en la asunción de todos los ingredientes en una única entidad social que superara los prejuicios de los siglos de servidumbre.

Gastón Baquero no quiso ser un poeta negro, sino un pensador blanco que, no obstante, asumía su mestizaje sin alardear de ello. En su propia encarnadura confluían las dos razas cuya convivencia había sido pugnaz desde las primeras migraciones forzadas de africanos hasta el tiempo que a él le tocó vivir en la República de Cuba donde, pese a la inmensa contribución de los negros a la causa de la independencia, estos seguían privados de la totalidad de oportunidades de que disfrutaban sus conciudadanos blancos. Los mestizos como Baquero, quedaban en una zona intermedia entre la exclusión y el no llegar. No en balde él cita la terrible cuarteta:

            Ser blanco es una carrera

            mulato, una maldición,

            negro, un saquito e’ carbón

            que se le vende a cualquiera.[4]

En mi natal Trinidad, esta cuarteta era mucho más grosera, pero, en el segundo verso decía: «ser mulato, una ilusión», que me parece más acorde con la realidad social que se vivía entonces: el mulato quedaba en un limbo ilusorio que mediaba entre el negro y el blanco. Baquero logró salvar, en su persona, ese limbo y convertirse en la ilustración o paradigma de la integración a la cual aspiraba cuando, bastante joven aún, se convierte en jefe de redacción del Diario de la Marina, el más antiguo y conservador de los periódicos de Cuba.

Esto podría leerse como un signo de contradicción, sobre todo tratándose de un cargo muy lucrativo por las muchas coimas que su titular recibía y a las que Baquero no fue remiso, como me contaba alguien que le fue muy cercano en esos años. Era la manera de operar y él no fue la excepción. Su puesto en La Marina era sin duda un privilegio que creía merecer y que le permitió costear algunos gustos caros, incluidos su quinta de recreo y los amantes ocasionales que se procuraba (blancos, rubios y, de ser posible, escandinavos).

En la Cuba que a él le toco vivir con excepcional fortuna, el color de su piel privaba al negro —y al mestizo— de un asiento en el banquete del poder, puesto al que, según Baquero, tenía derecho por la sola razón de estar ahí, de haber estado ahí desde el surgimiento de la nación cubana en el siglo XVI en esa olla podrida de aventureros, contrabandistas y africanos que la codicia no podría menos que fundir. El negro no podía ser devuelto a África, como bien demostró el fallido ensayo de Liberia, ni podría disolverse, al menos en el corto plazo, en un mestizaje general. El negro había venido para quedarse y aspiraba, con todo derecho, a ser considerado como cubano sin adjetivos que hicieran referencia al color de su piel. Gastón Baquero había logrado ese singular estamento, que era negado a tantos otros parecidos a él.

El colapso de la república en 1959 quiebra la crisálida donde Baquero se había instalado. No puede quedarse en Cuba donde irrumpe la canalla que él desprecia y se marcha al exilio —luego de despedirse de sus lectores— meses antes de que el castrismo expropie el diario al que le debe su predicamento. Se va a España —no a Estados Unidos, pese a que la cultura de ese país, sus poetas, sus narradores, le es familiar—, acaso porque se siente un hispanista y, sobre todo, un europeo. Pero España lo devuelve a su condición de negro o de mulato emigrado antes de cumplir 50 años, y él empieza a ganarse la vida como puede y como sabe —como periodista— en posición mucho menos lucrativa de la que disfrutaba en su país natal. La precaria manera de sustentarse lo lleva a refugiarse de nuevo en la poesía de la que su exitosa carrera periodística lo había distanciado mientras viviera en Cuba. Es así como publica, en 1960, Canciones de amor de Sancho a Teresa y, en 1966, Memorial de un testigo, encabezado por ese hermoso poema que le da nombre al libro y que, con razón, se tiene por uno de sus textos más destacados.

Los intelectuales españoles —en su mayoría procastristas y racistas en ese tiempo— no le perdonan a Gastón que sea un hombre de derechas y, al mismo tiempo, más culto, occidental y universal que ellos, y quieren imponerle su negritud como si fuera el albatros del Viejo Marinero. Gastón se resiste y tiene que sufrir varias décadas de ostracismo y ninguneo. Es una pena que España tardara tanto en reconocer la presencia de este poeta y que él haya tenido que sufrir el ultraje de algunos presuntos amigos, como es el caso de Francisco Umbral, que escribiendo en su columna de El Mundo en 1994, presenta así a Gastón:

Negro bembón, o no tan negro, sino mulato, quizá cuarterón, apareció por Madrid, Gastón Baquero, director que fuera del Diario de la Marina, de La Habana, a poco de la revolución de Fidel. Negro bembón, mi querido gigante negro y reaccionario, enorme poeta […] que ha sido todos los negros del mundo, desde Otelo a Antonio Machín […]. La ropa le colgaba por todas partes, los largos abrigos arrastraban de su estatura de mito oscuro «es que mira, Umbral, me visto de lo que me deja un marqués amigo mío, y el marqués es más grande que yo» […]. Gastón Baquero supongo que se sigue vistiendo de las sobras de algún marqués difunto, adecentándose de guardarropías muertas y su visión de La Habana, repentina, irreal, posible e imposible, le habita la mirada blanca y negra. [5]

No merece ninguna exégesis este odioso comentario motivado por la envidia, de quien quiere rebajar al gran hombre, y por la rabia ciega de quien no puede entender que este mulato antillano no sea otra versión de Nicolás Guillén, no responda a los estereotipos con que la izquierda internacional —ignorante e insensible— se propuso reescribir la historia de Cuba e incluso —osadía mayor— imponérnosla a las víctimas de una de las más atroces tiranías de la Historia.

Aunque demostró su aprecio por la herencia negra en esas hermosas versiones de sus Poemas africanos en que rescata el sentimiento y el decir de auténticos poetas de ese continente del que partieron millones de infelices encadenados para repoblar nuestra América, Baquero no se encadenó a esa visión. Lo negro en él quedaba subsumido en esa categoría más abarcadora que era lo cubano, lo americano, la prolongación de Occidente en esas tierras del «Nuevo Mundo» en las cuales el aporte de África era ya definitivo.


[1] G. Baquero, «El negro en Cuba», La Enciclopedia de Cuba, t. 5, Playor S.A., Madrid, 1975, p. 419.

[2] G. Baquero, «Poemas africanos», Poesía completa (1935-1994), Fundación Santander Central Hispano, D.L., Salamanca, 1995, p. 121.

[3] G. Baquero, op. cit., pp. 233-287.

[4] «El negro en Cuba», op. cit, p. 444.

[5] Francisco Umbral, El Mundo, Madrid, 13 de febrero de 1994.