William Navarrete: Entrevista a Eduardo Zayas-Bazán Loret de Mola / ‘Girón no fue una victoria de Castro contra EE.UU., sino contra 1.500 cubanos exiliados’

DD.HH. | 23 de julio de 2024
©Zayas-Bazán Loret de Mola / Imagen de W. Navarrete

Conocí a Eduardo Zayas Bazán Loret de Mola a principios de este siglo en Miami junto a su esposa Lourdes Abascal. Acababa de instalarse unos años antes en el sur de Florida, después de una larga vida de académico en Tennessee. Ambos participaban activamente en la vida cultural de la ciudad y eran parte entusiasta de los proyectos animados por Herencia Cultural Cubana, una asociación dirigida por el Dr. Armando Cobelo en ese entonces. 

Con Eduardo siempre he tenido decenas de temas que abordar: Cuba, la vida del Camagüey de otros tiempos, todo lo que perdimos, nuestros lazos familiares a través de las ramas de los Loret de Mola, Batista, Varona, Betancourt y toda la genealogía, bastante endogámica, por cierto, de esta parte de Cuba extendida hasta Bayamo y Holguín. Parte de su vida y no pocos hechos históricos en relación con esta las ha contado en sus memorias, My Life, publicadas en 2021 con abundante material fotográfico.

Ahora, durante una visita a Miami, he tenido la suerte de poder entrevistarlo y de compartir este pedazo de Cuba implantado entre los frondosos árboles de South Miami, el barrio en que vive desde hace más de dos décadas.

―Evocar contigo la genealogía familiar es remontarse a una madeja de nombres ilustres del Camagüey de los tiempos coloniales. ¿Puedes contarnos algo de tus padres y abuelos?

―La familia era extensa y sigue siéndolo. Mi padre, Manuel Eduardo Zayas-Bazán Recio, era ganadero y político. Representante del Partido Liberal en Camagüey, a los 23 años de edad, llegó a ser gobernador de la provincia. Esa vena le llegaba por su padre, Rogerio Zayas-Bazán Ramírez, mi abuelo paterno, quien había sido comandante del Ejército Libertador, jefe del Partido Liberal en Camagüey, gobernador de esa provincia en 1922 y secretario de Gobernación del Gobierno de Gerardo Machado durante sus primeros tres años, hasta abril de 1928, en que renunció porque no estaba de acuerdo con la reelección de Machado. Fue mi abuelo Rogerio quien construyó el Presidio Modelo de la Isla de Pinos, en su época una prisión ejemplar, para cuya concepción viajó por Estados Unidos y se inspiró en los mejores y más modernos centros penitenciarios de ese país. Las ironías de la vida hicieron que su hijo, es decir, mi padre, fuera encarcelado por los castristas en esa misma prisión y permaneciera en ella hasta su cierre definitivo en 1968. A mi abuelo lo mata Modesto Maidique Venegas, el padre de quien fue rector de la Florida International University, pues ambos eran senadores liberales por la provincia de Camagüey, tuvieron un desacuerdo y se citaron para un duelo, frente al restaurante Kasalta, a la entrada del reparto Miramar, en julio de 1931. Los duelos eran muy corrientes en la época. Mi abuelo se dirigió a ese sitio y, apenas se bajó de su auto, lo balacearon. Esa fue la razón por la que Maidique se fue del país siete años, hasta que Fulgencio Batista lo indultó. Mi abuela paterna fue Isabel Recio Heymann, hija de un médico del hospital psiquiátrico de Mazorra llamado Tomás Recio Loynaz, quien también fue senador de Cuba en la recién estrenada República, en 1902.

En cuanto a mi madre, Aida Modesta Loret de Mola Betancourt, siempre vivió en Camagüey, pero falleció en 1972, en el exilio, en San Juan de Puerto Rico, en donde vivió después de salir de Cuba en 1964, a través de los Vuelos de la Libertad, el mismo año en que Fidel Castro encarceló a mi padre. Mi madre empezó a perder el juicio a partir de 1959, en cuanto comenzaron las primeras persecuciones políticas contra la familia. Es una víctima más del castrismo. Mi abuelo materno fue Luis Loret de Mola Bueno, también senador entre 1936 y 1940, ministro sin cartera de Fulgencio Batista en 1954. Cuando falleció en diciembre de 1959 ya le habían confiscado todas sus propiedades. Su esposa, María Luisa Betancourt, ya había fallecido en Cuba en 1954.

Mis padres tuvieron seis hijos, tres hembras y dos varones. Yo soy el mayor de todos.

―¿Cómo fue tu infancia en Camagüey? ¿Tu escolarización?

―Tuve una infancia muy feliz. Nací en la casa de mi abuelo Luis Loret de Mola el 17 de noviembre de 1935. En esa época, sobre todo en las provincias, las mujeres daban a luz en las casas. Nuestra casa estaba en el N° 92 de la calle República y mis primeras clases de kínder las recibí en Las Teresianas, un colegio católico de Camagüey. Recuerdo las estancias en la finca El Tamarindo, propiedad de mi abuela paterna, a unos 40 kilómetros al este de Camagüey, en donde montaba caballo con mis primas Josefina y Silvia Rodríguez Zayas-Bazán y en donde mi abuela preparaba unas butifarras catalanas deliciosas. También iba mucho a San Serapio, la plantación cañera de mi abuelo Luis, a unos 30 kilómetros al noreste de Camagüey, en donde había un batey con tiendas y otros comercios. 

El primer y segundo grados los hice en Los Escolapios o escuelas pías de mi ciudad natal, y pasé luego a La Habana, al colegio Belén dos años como pupilo. De allí pasamos al colegio Baldor, de donde nos sacó nuestro padre en febrero de 1949 porque mi hermano Rogerio tiró una piedra ―una travesura de muchacho― y el director lo expulsó del colegio. Como aquella medida mortificó mucho a mi padre, me sacaron a mí también de la institución y a ambos nos mandaron a College Park, Georgia, por cuatro años, a estudiar a la Georgia Military Academy, el sitio donde mi padre también había cursado estudios de 1927 a 1929.

―¿Viviste el golpe de Estado de 1952 en Cuba?

―En ese momento yo estaba todavía estudiando en Georgia, en donde me gradué en agosto de 1953. Fue entonces que regresé a La Habana y entré a la Universidad de Villanueva a estudiar Derecho ese mismo año. Vivíamos al principio en el edificio América, en la Quinta Avenida y la calle 38 de Miramar, pero en 1951 mi padre construyó una casa en el Country Club de La Habana, terminada en 1952. De Villanueva pasé a la Universidad de La Habana al año siguiente y allí estuve hasta que por la inestabilidad política la cerraron, en 1956. Fue en septiembre de 1955 cuando me incorporé a la Agrupación Católica Universitaria, dirigida por un sacerdote joven jesuita llamado Amando Llorente, y en esa época compartía cuarto con Vicente Nonell, estudiante de Medicina. Para poder cerrar mi ciclo de estudio tuve que pasar exámenes en otras universidades, como la José Martí y la de Holguín, pero cuando Batista cayó el 31 de diciembre de 1958 yo estaba estudiando para el examen del Estado para poder ejercer como abogado. De todas formas, de poco hubiera valido, porque una de las medidas de Fidel Castro fue anular todos los títulos universitarios obtenidos después de 1956. El caso es que era abogado, pero no podía ejercer ni valía la pena hacerlo.

―¿En qué momento te das cuenta de que el triunfo de 1959 no iba a representar una salida para la situación política de Cuba?

―Al principio, como casi todos los cubanos, simpaticé con la idea de un cambio que acabara con la corrupción en la Isla y con la idea defendida por Castro de reintegrar la honestidad, así como la Constitución de 1940. Por supuesto, nadie de mi familia estuvo implicado en las luchas contra Batista, pues como dije, mi propio padre había sido Gobernador de Camagüey de 1954 a 1958 y formaba parte del Gobierno. 

El caso fue que, en marzo de 1959, cuando ocurrió el conocido juicio contra los pilotos, me di cuenta de que íbamos de cabeza hacia una dictadura. Los pilotos habían sido absueltos por el tribunal, pero Fidel Castro pidió un nuevo juicio y como es sabido nadie puede ser juzgado dos veces por un mismo delito. Castro pasó por encima de la declaración de inocencia de un juez y los pilotos fueron condenados a 20 y 30 años de prisión después de una revisión completamente ilegal. 

Ya yo me había casado en diciembre de 1959, con Elena Pedroso Pujals, mi primera esposa y con la que tuve dos hijos, de los cuales el primero nació en Estados Unidos, en noviembre de 1960. A mediados de 1959 empecé a conspirar contra el régimen desde Camagüey. En agosto de 1960 me enteré a través de un familiar de mis amigos que era oficial de la policía política de Castro que se conocían mis actividades contra el Gobierno. Entonces me fui para La Habana y de allí viajé a Miami, en vuelo directo y como turista, el 26 de septiembre de 1960.

―¿Qué hiciste al llegar al exilio?

―Lo primero que hice fue visitar la oficina del Frente Revolucionario Democrático, que dirigía Manuel Antonio (Tony) Varona, porque sabía que se estaba preparando una invasión a la Isla. Me enteré entonces de que estaban buscando hombres-rana para desembarcar en Cuba. Yo había sido durante todo el año 1959 y parte del 1960 entrenador de natación del Camagüey Tennis Club y estaba en muy buenas condiciones físicas. El caso es que en enero de 1961 me incorporé a un grupo de 12 hombres, entre los que estaban Andrés Pruna, Jorge Silva, Amado Cantillo, Octavio Soto, Carlos Fonts, entre otros, y salí con ellos por el río Miami en el Blagar, un barco rumbo a la isla de Vieques, cerca de Puerto Rico, para entrenar. De allí estuvimos luego en otra base naval al sur de Nueva Orleans con el grupo de Nino Díaz, antiguo comandante del Ejército Rebelde, hasta que salimos por el río Mississippi en abril de 1961 para Puerto Cabeza con el objetivo de reunirnos con todos los que íbamos a participar en el desembarco de Bahía de Cochinos.

―¿Sospechabas en ese momento de que la operación podía salir mal?

―En lo absoluto. Nosotros confiábamos ciegamente en el poderío de Estados Unidos y en su capacidad militar. Nadie podía imaginar entonces que, después de haber sido entrenados por el Gobierno estadounidense, pudiéramos ser traicionados. Recuerda que la memoria del desembarco de Normandía estaba aún fresca pues databa de menos de dos décadas. Para mí los estadounidenses eran superhéroes, capaces de vencer en todo lo que se propusieran. De hecho, en mi grupo, en el que éramos cinco hombres-rana, nos acompañaba Grayston Lynch, nuestro entrenador norteamericano, y la primera orden que recibimos tras pisar suelo cubano fue en inglés: “Fire!”.

―¿Cómo ocurren los hechos y en qué momento te das cuenta de que los habían dejado solos?

―Al segundo día de estar combatiendo en playa Girón, Jorge Suárez Rivas, un compañero, me dice: “Eddy, estamos embarcados, nos dejaron solos”. En ese momento comprendimos que el apoyo aéreo prometido por Kennedy no iba a ocurrir. A mí me hieren al tercer día, por eso que llamamos “fuego amigo”. Es decir, por una bala de los nuestros, ya que estábamos a unos 100 metros de la playa, en una trinchera, y vi que cuatro miembros de nuestra brigada entraron en un bohío que hacía de bar y llamaban el “bar de Blanco”. Me doy cuenta de que la aviación de Castro iba a tirotearlos, me levanté para avisarles y ellos me confundieron con el enemigo. Así fue como me hirieron en la rodilla. 

―¿Qué pasó después?

―Me capturaron y me llevaron herido para el central Australia. Me atendieron y me montaron con otro herido de los nuestros, Rolando Toll, en un Buick negro de 1956 para llevarme a la ciudad de Matanzas, en donde permanecimos en la estación de policía durante varias horas en que no cesaban de insultarnos. De allí, nos llevaron para La Habana, a la sede de la Seguridad del Estado en Miramar, en donde ni siquiera nos bajaron del auto. Luego, nos condujeron a la Ciudad Militar Columbia junto a un centenar de prisioneros y, al día siguiente, nos montaron en autobuses para devolvernos a Girón. Tengo la certeza de que nos estaban llevando al sitio del desembarco para fusilarnos, pero nunca nos bajaron de los autobuses y, de pronto, arrancaron de vuelta a La Habana. Creo que el hecho de que la prensa internacional ya estaba en Girón y de que éramos ya cientos de prisioneros fue un factor para que no nos fusilaran. En realidad, no sabían muy bien qué iban a hacer con todos nosotros.

El caso fue que nos llevaron para uno de los antiguos ministerios de la Plaza Cívica. Fue en este sitio en donde nos dieron la primera comida, un arroz frito con plátanos maduros que estaba delicioso. Como estábamos desmoralizados, a varios los entrevistaron por la televisión. Como yo estaba herido no me entrevistaron.

Después estuve junto a Felipe Silva, otro de los hombres-rana que había sido herido en un codo, una semana en el hospital militar del cuartel Columbia, en donde me ponen un yeso en la pierna. La semana siguiente nos trasladaron al Palacio de los Deportes, en donde empezaron los interrogatorios minuciosos sobre nuestros orígenes y un sinfín de detalles y, luego, dos semanas más tarde, al Hospital Naval de La Habana del Este que todavía no estaba terminado. Fue allí que los 12 hombres-rana, detenidos en una misma habitación, recibimos la primera visita de nuestros familiares, en mi caso de mi padre, de mi abuela Isabel Recio y de una prima.

―¿En qué momento les celebraron el juicio?

―Del Hospital Naval fuimos conducidos al Castillo del Príncipe. El juicio lo suspendieron al cuarto día porque no lograban obtener de nosotros las confesiones que querían para transmitirlas, pues todos nos habíamos puesto de acuerdo para no decir nada en contra de los americanos, ya que Fidel Castro pretendía montar un circo en el que se esperaba que todos los de la brigada nos retractáramos. Al día siguiente por la madrugada, a las 2:00 a.m., se apareció en la galera 13, en la que estaba mi grupo, el propio Fidel Castro en persona con la sentencia en la mano. Estuvo dos horas con nosotros, muy amigable, y como si fuera íntimo de todos, aunque en realidad lo era de algunos como de Ulises Carbó, con quien había estado en la lucha contra Batista, pero que se había se había revelado contra él. 

Castro nos dijo: “Tengo una buena noticia y una mala. La buena es que no vamos a fusilarlos; la mala es que los condenaremos a penas de hasta 30 años o pediremos un rescate muy alto por cada uno de ustedes”. 

―¿En qué condiciones y cuándo ocurrió la liberación de todos ustedes?

―Bueno, de todos no, porque hubo ocho que permanecieron presos y Fidel Castro mandó a fusilar a otros cinco. En realidad, nos dividieron en grupos según el rescate que pedían. Por los cabecillas, por ejemplo, es decir, por Erneido Oliva, José San Román y Manuel Artime pedían 500.000 dólares. Yo caí en el grupo por el que pedían 100.000 dólares por cada uno, y a todos en ese grupo los llevaron para Isla de Pinos, pero como yo formaba parte de unos 60 heridos que requerían una atención médica especial, entonces Fidel Castro permitió que saliéramos para Miami el 14 de abril de 1962 para que nos curaran. Cuando llegamos a Miami, unos 20.000 exiliados nos esperaban en el aeropuerto. Nuestra única preocupación entonces era rescatar a los más de 1.100 miembros de la Brigada 2506 que habían quedado prisioneros en Cuba. 

―¿Más de seis décadas después qué piensas de todo esto?

―La traición de Kennedy fue el detonante para que sucediera prácticamente todo lo que vino después. Primero, el hecho de que se afianzara un gobierno dictatorial y comunista en las propias narices de Washington y, como consecuencia, todo lo que Fidel Castro hizo en contra de Estados Unidos y de la democracia en el mundo, es decir, los movimientos marxistas, las guerrillas, la descolonización y decenas de otros acontecimientos que han cambiado el curso de la humanidad.

Creo que Kennedy era alguien frívolo, con poca experiencia, y estaba muy mal aconsejado, incluso por el propio jefe de la CIA, que nunca le habló claro ni le dijo que sin el bombardeo estadounidense no teníamos ninguna posibilidad de derrocar al ejército cubano. En realidad, Girón no fue una victoria de Castro contra Estados Unidos, sino contra 1.500 cubanos exiliados; una guerrita civil en la que prácticamente los americanos brillaron por su ausencia y que el régimen ganó contra un grupito. Mi experiencia relativa a la invasión la conté en El pez volador, un libro que publiqué primero en español con Ediciones Universal en 2007 y después en inglés en 2009, con el título de The Flying Fish, con Trafford Publishing.

Después de la Crisis de Octubre de 1962, Kennedy debe haberse sentido culpable pues, cuando salieron los prisioneros, se reunió con todo el exilio cubano en el estadio Orange Bowl. La crisis fue el momento oportuno para negociar la salida de los prisioneros. Fue entonces que junto a su hermano Robert decidió emprender las negociaciones para esto, algo que ocurrió en diciembre de 1962. Al final, fueron canjeados por 53 millones de dólares en medicamentos y comida para bebés.

―¿Mantienes contactos con antiguos miembros de la Brigada 2506 en el exilio?

―Por supuesto. Aún viven más de 300 de nosotros. Nos reunimos con frecuencia y tenemos una asociación de la que fui su secretario desde 2018 y, a partir de 2022, su vicepresidente. Estamos construyendo un museo, por 5 millones de dólares, en la calle 9 y la avenida 19 del SW. No podemos olvidar a los 1.500 miembros de la brigada, entre los que murieron 105 compañeros cubanos y cuatro estadounidenses, ni lo que representó todo esto para la historia de la Isla y su exilio.

―Después del chasco de bahía de Cochinos muchos exiliados de la primera oleada me han dicho que, en ese momento, entendieron que el comunismo en Cuba iba para largo y empezaron a preparar el terreno para echar raíces en Estados Unidos. ¿Fue tu caso?

―En efecto. Empecé a trabajar el 5 de noviembre de 1962 en el U.S. Cuban Refugee Assistance Program pues hablaba inglés perfectamente. El supervisor era Emilio Bonich, la secretaria Elena Zaldo y en el equipo estaban Orestes Zayas-Bazán, Álvaro Álvarez Fuentes, Jorge Fernández Mascaró, entre otros. En mayo de 1963 me uní a la Representación Cubana en el Exilio dirigida por Erneido Oliva, Ernesto Freyre, Jorge Mas Canosa, Vicente Rubiera y Tulio Díaz Rivera.

Poco después hice un cursillo en el Barry College de Miami de Metodología de la Enseñanza del Español y recibí una beca para convertirme en profesor de español en Kansas State Teachers College (KSTC), en Emporia (Kansas), a donde me fui en febrero de 1964 y permanecí seis meses para certificarme y conseguir un puesto en el instituto de bachillerato de Plattsmouth, un pueblito de Nebraska, mientras intentaba obtener el nivel de máster para poder enseñar en el ámbito universitario hasta que lo logré en junio de 1966. Fue entonces que empecé a trabajar en Appalachian State University (ASU), en Boone, un pueblo de Carolina del Norte, en donde me quedé dos años y, luego, 31 años en East Tennessee State University, en donde terminé como jefe del Departamento de Idiomas durante unos 20 años y viviendo en Johnson City. En esa universidad dirigí 14 programas de verano en España, Costa Rica, Ecuador y México.

Tuve una carrera muy bonita hasta que me jubilé en mayo de 1999 y me mudé a Miami. Durante toda mi vida de académico publiqué varios libros de texto para los estudiantes de Español que siguen siendo una referencia y han sido reeditados. Uno de ellos, titulado ¡Arriba!, va por la séptima edición. Además de darme gran satisfacción, me ha permitido ganar bastante dinero en materia de derechos de autor.

―También eres fundador de NACAE. ¿Puedes hablarme de esto?

―NACAE son las siglas de la National Association of Cuban-American Educators y la fundé en 1990 junto con el Dr. Gastón Fernández de Cárdenas y el Dr. José Antonio Madrigal, también educadores cubanoamericanos. NACAE ha desplegado y sigue haciéndolo una intensa labor de presentaciones mensuales, organización de eventos, reuniones, charlas, etc. También formo parte del consejo de diferentes asociaciones culturales, políticas y comunitarias, como del Municipio de Camagüey en el Exilio, que presidí durante dos años a partir del 2000. Además, soy editor del periódico El camagüeyano libre, pertenezco al board de Cuban Cultural Heritage y participo en la Unión Liberal Cubana, a la que me incorporé cuando me mudé para Miami. Me he mantenido siempre muy activo.

―¿Y Cuba en todo esto?

―A Cuba nunca volví desde que salí de la prisión en 1962. Mi padre cumplió cárcel hasta 1971, año en que salió al exilio, en donde falleció en 1991. En las condiciones de la dictadura ni pensar en volver, sin contar que creo que no me dejarían entrar. Por supuesto, siempre he pensado en el regreso, pues Cuba es una obsesión para mí. Me encantaría poder participar o aportar algo a la reconstrucción de mi país, y aunque no pierdo las esperanzas, no es menos cierto que, vista mi edad, creo que el cambio debería ser lo más rápido posible, pues de lo contrario no podré verlo.

Publicación fuente ‘Cubanet’