Roberto González Echevarría: Interviú a Emir Rodríguez Monegal

Archivo | Autores | 10 de agosto de 2024
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Como crítico y como académico, Emir Rodríguez Monegal siempre ha considerado la producción literaria de Hispanoamérica dentro del contexto más amplio de la literatura occidental. Esta perspectiva ha llevado a menudo a la controversia, ya que las reputaciones provincianas celosamente guardadas rara vez resisten la prueba de lecturas más ecuménicas, y el nacionalismo, la debilidad del continente, no tolera que un uruguayo juzgue los méritos literarios de un venezolano, un mexicano o un cubano. Pero este es sólo uno de los terrenos polémicos en los que ha tomado forma la obra de Rodríguez Monegal. El provincialismo y el chovinismo no son manifestaciones autogeneradas de una cultura, sino síntomas del subdesarrollo social y económico. Si bien la obra de Rodríguez Monegal ha sido una lucha contra estos elementos, intelectuales de diversas persuasiones y escritores de la última tendencia comprometida lo han atacado por su defensa de la literatura. En un continente donde incluso los estudios que tratan los clásicos pueden provocar polémicas muy contemporáneas, la obra de Rodríguez Monegal siempre ha estado en la palestra. Sus escritos sobre la literatura de Hispanoamérica no son sólo un comentario, sino una parte de esa literatura, incluso cuando adoptan la forma de una edición académica de Rodó o una disquisición erudita sobre Andrés Bello. Tal vez las condiciones peculiares de Hispanoamérica sirvan para acentuar un hecho que a menudo se olvida en los círculos académicos de los Estados Unidos: que la escritura académica nunca es neutral. En la entrevista que sigue, todavía se pueden escuchar ecos de esas escaramuzas. Pero de todas sus actividades como profesor, crítico y promotor cultural, Rodríguez Monegal será quizás más recordado por su asociación con Borges. Uno de los primeros críticos en descubrir la importancia del maestro argentino, Rodríguez Monegal defendió a Borges cuando se puso de moda considerar su obra como meramente escapista, y también fue uno de los primeros en descubrir que Borges no sólo ofrecía una estimulante práctica literaria sino también una teoría. Borges le ha rendido homenaje a su crítico convirtiéndolo en un personaje secundario –una alusión– en uno de sus cuentos (“La otra muerte”, en El Aleph), asimilando así a su comentarista a su mundo ficticio. Y así, apropiadamente (y sumándose a ese quizás excesivo juego de intertextualidad), Rodríguez Monegal está ahora trabajando en una biografía de Borges, casi como si Borges hubiera creado uno más de sus yo ficticios para producir otra versión de su vida ya ficticia. La entrevista que sigue sin duda alimentará tales sospechas, porque las confesiones irónicas de Rodríguez Monegal se parecen más a un cuento de Borges que al relato de un crítico y profesor convencional. Los viajes de Rodríguez Monegal por las bibliotecas, su nacimiento en un pueblo remoto de Uruguay (esa «tierra imaginada», como la llamó Wallace Stevens), su temprana fascinación por los libros, el toque oriental de su nombre novelesco, harán que el lector se pregunte si no se encuentra aquí ante otra de las invenciones estratégicas de Borges. Pero el lector puede estar seguro de que Rodríguez Monegal es real, y está vivo y bien, si no en Argentina o Uruguay, al menos en la Universidad de Yale, donde es profesor de literatura hispanoamericana y director del Departamento de Español.

Roberto González Echevarría: No quiero que esto suene a “¿Cómo se puede ser persa?”, pero ¿cómo se llega a ser crítico literario en Uruguay? Es decir, ¿cómo llegaste a ser crítico?

Emir Rodríguez Monegal: Bueno, yo diría que me convertí en crítico sin saberlo, por accidente. Nací en una familia de provincias, que vivía en Melo, un pueblo cercano a la frontera con Brasil. En casa a todos les gustaba leer y algunos incluso escribían. Mi abuelo Monegal era librero y dueño del periódico local. Al lado de la habitación donde nací estaba la librería, y una habitación más allá las oficinas del periódico y la imprenta. Así que se podría decir que nací oliendo tinta de imprenta y masticando papel. Para mí, leer siempre fue una actividad tan normal que me costó darme cuenta de que no todo el mundo se pasaba el día leyendo. Pasó incluso más tiempo antes de que comprendiera que hablar de libros, una de las actividades más comunes de mi juventud, era también una profesión. Mis padres se mudaron a Montevideo cuando yo tenía dos años, y allí también nos quedamos rodeados de libros. Mi tío Pepe regresó de España con relatos sobre poetas y revistas literarias, y trajo consigo un volumen de Las guerras del Peloponeso de Tucídides y los tres pequeños volúmenes de la traducción al español de las Conversaciones con Goethe de Eckermann. Yo tenía entonces unos diez o doce años, y como un avestruz diligente los devoraba. También leía los libros de una de mis tías, que era muy romántica. Mi madre prefería los escritos estrictamente de no ficción y de carácter social. Fue en un viaje a Río de Janeiro hacia 1934 (mi padre es de origen español pero nació en Brasil) cuando descubrí tanto a los nuevos novelistas brasileños (Amado, Lins do Rego, Graciliano Ramos) como a la novela europea contemporánea. Leí a Huxley y Silone al mismo tiempo que O Moleque Ricardo y Jubiaba.

RGE: ¿Pero cuándo empezaste a estudiar literatura en serio?

ERM: Cuando entré al secundario me di cuenta de que había leído más que cualquiera de mis compañeros y que algunos de mis profesores. Esto me dio la idea de dedicarme a la docencia literaria. La crítica literaria como profesión prácticamente no existía en ese momento en Uruguay. Sólo la gente de mi edad se interesaba realmente por la crítica. Tenía un par de amigos periodistas que escribían críticas de cine o teatro para revistas, y empezaron a insistirme: «¿Pero por qué no escribís eso de lo que siempre estás hablando?». Pensé que querían callarme de una vez por todas, pero en realidad querían estimularme. Escribí entonces dos cosas para una revista que se dedicaba al cine y al teatro pero que tenía una sección de libros. La primera fue un largo artículo sobre Ciudadano Kane de Welles, que acababa de estrenarse en Montevideo y que había ido a ver tres veces en noches sucesivas. Hablé de Proust y la memoria, de Dos Passos y la simultaneidad, y creo que incluso inserté algo sobre Borges, porque ya había leído un artículo brillante sobre él en Sur a propósito de la película. La otra era una reseña de El jardín de senderos que se bifurcan, el primer libro de cuentos fantásticos de Borges. Pero no se publicó. En 1941 era difícil para alguien de Montevideo creer (como yo) que ése fuera el libro de ficción más importante del siglo. El semanario Marcha ya existía en Montevideo desde 1939, y durante un tiempo la sección de reseñas literarias estuvo en manos de la generación que entonces tenía treinta años o más. Hacia 1942 y 1943 entramos los más jóvenes. Empecé a aportar algunas notas, muy breves y compactas porque tenía muchas dificultades para escribir y también porque Borges era mi modelo.

RGE: ¿Entonces usted siguió a Borges desde el principio?

ERM: Sí, yo había descubierto a Borges de la misma manera, casualmente. La tía romántica de la gran imaginación estaba suscrita al semanario argentino El Hogar, una revista para la mujer y la familia. Naturalmente, yo siempre lo hojeaba, y un día, de repente, encontré una página que se llamaba “Libros y autores extranjeros”, firmada por un tal Jorge Luis Borges. Debía ser alrededor de 1936; yo tenía unos quince años. Por supuesto, no sabía quién era Borges. Pero como escribía sobre autores que estimulaban mi curiosidad, escritores que empezaban a ser traducidos al español, algunos por el propio Borges, inmediatamente me volví adicta a él. Hablaba de Kafka, de Joyce y de Faulkner. Empecé a coleccionar sus artículos. Poco después, rebuscando en las librerías, descubrí que Borges no sólo escribía la sección de libros de El Hogar, sino que era autor de volúmenes de crítica, como Inquisiciones (1925), que encontré en una librería de viejo, y que también escribía cuentos. En la misma librería encontré La historia universal de la infamia (1935) en un ejemplar virgen, sin cortes. No habían podido venderlo. Y descubrí también la revista argentina Sur, que había fundado Victoria Ocampo en 1931 y en la que Borges había colaborado con frecuencia. Al descubrir a Borges, ya tenía el mejor modelo posible para la crítica. Los primeros artículos que escribí para Marcha eran plagios de su formato y algo de su estilo. Pero pronto me di cuenta de que era inimitable.

RGE: Con el tiempo llegaste a editar la sección literaria de Marcha, ¿no?

ERM: Colaboré durante años en Marcha sin pasar nunca por la sala de redacción ni conocer al editor, un hombre formidable llamado Carlos Quijano. Tenía tan poco profesionalismo entonces que no tenía máquina de escribir y entregaba mis artículos a mano. Hasta que un día de 1945 acepté la dirección de la sección literaria de Marcha y decidí ir a la imprenta y corregir yo mismo las pruebas. Cuando entré en la sala, el olor de la tinta y el calor de las prensas me parecieron más deliciosos que el paraíso. Volví a engancharme: el olor de mi primera infancia se apoderó de mí. Desde ese momento fui religiosamente a la imprenta todos los jueves hasta fines de 1957.

RGE: ¿Qué metodología crítica estaba en boga entre los críticos de su época en aquella época?

ERM: La gente de mi edad pertenecía a lo que luego bauticé como “la generación del 45” en un estudio que ahora está incluido, en forma ampliada, en un libro llamado La literatura uruguaya del medio siglo (1966). Era una generación hipercrítica, precisamente porque no había habido una crítica actualizada en la generación anterior. Tuvimos que remontarnos al siglo XIX (a Bauzá, Zorrilla de San Martín) o a principios del XX (a Rodó y Zum Felde) para encontrar nuestros modelos. Hasta 1947 no había Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad, y tuvimos que buscar inspiración en los críticos extranjeros o en los pocos profesores de la enseñanza secundaria que se interesaban por la crítica. Afortunadamente, en Argentina, al otro lado del Río de la Plata, estaban activos personajes como el dominicano Pedro Henríquez Ureña, el gran maestro de la crítica histórica hispánica; y se había instalado en Buenos Aires el español Amado Alonso, traductor de Ferdinand de Saussure y Vossler y especialista en estilística romance. También Francisco Romero, el catedrático argentino de filosofía, que nos introdujo muy buenos textos contemporáneos en traducciones impecables. Leíamos también a Alfonso Reyes, el humanista mexicano, y al alucinante Martínez Estrada, que ya en los años treinta hacía análisis espectrales de la Pampa y de la monstruosa Buenos Aires en clave spengleriana. Pero sobre todo leíamos la nueva literatura. Nos atraía todo lo que se hacía en Europa y en los Estados Unidos desde principios de siglo: los surrealistas, Joyce, Kafka, Proust, Céline, Eliot, Pound. Leíamos bien el francés, pero el inglés con dificultad y con la ayuda de traducciones. Habíamos descubierto también algunos escritores hispanoamericanos clave, que nos permitían poner en perspectiva a los extranjeros. En poesía, estaban Huidobro, Vallejo y sobre todo el Neruda de Residencia en la Tierra (1935). Este trío nos abrió los ojos y nos permitió ver la poesía española, tan celebrada en este siglo, en un contexto amplio y polémico. Para nosotros, aquellos poetas no se oponían a Borges, sino que lo complementaban. Eran la vanguardia, la modernidad, los que aportaban a la poesía el mismo tipo de revolución que Borges aportaba a la prosa de ficción y a la crítica. Leíamos con un sentido de militancia. Además, teníamos un maestro local, Juan Carlos Onetti, que había sido el primer secretario del editor de Marcha y que entonces vivía y escribía novelas en Buenos Aires. También descubrimos, aunque algo más tarde, a un tal Octavio Paz entre las páginas de una excelente revista mexicana llamada El Hijo Pródigo. Pero los mejores libros de Paz no aparecieron hasta los años cincuenta.

RGE: ¿Qué influencias filosóficas recibiste durante tus años de formación?

ERM: En los dos últimos años de secundaria estudiábamos filosofía con profesores formados en Alemania o que habían estudiado textos alemanes. Cuando la liberación de Francia y la caída de Alemania desataron el existencialismo francés, ya estábamos preparados para el asalto. En primer lugar, porque en España la Revista de Occidente, fundada por Ortega y Gasset en 1923 y suspendida a causa de la Guerra Civil en 1936, llevaba trece años traduciendo y comentando a filósofos alemanes. Ortega había hablado y traducido o hecho traducir a Dilthey, Husserl, Spengler, Scheler, Heidegger. También en España había aparecido una traducción de las obras completas de Freud. En Argentina, Victoria Ocampo había hecho traducir a Jung, y la obra de Romero había ido paralela a la de Ortega; en México, tras la victoria de Franco, el Fondo de Cultura Económica continuó la labor de traducción y comentario con el mismo personal de la Revista de Occidente.

RGE: ¿Qué enseñanzas específicas extrajo de la crítica de Borges?

ERM: El tema es inmenso, sobre todo porque Borges no se limitó a recoger determinadas ideas en algunos de sus textos, sino que llenó su poesía, sus ensayos y sus cuentos de todo tipo de intuiciones y perspectivas. Por ejemplo, el mejor ejemplo de su poética de la lectura lo encontramos en el cuento Pierre Ménard, autor de Don Quijote. Creo que lo más importante para nosotros fue su concepción de la ficción como ficción. En tiempos en que la izquierda sólo hablaba de literatura realista y de compromiso literario con la política, Borges insistió en escribir ficción y demostró en su obra que el realismo era una convención literaria que se había desarrollado desde principios del siglo XVI y codificado artificialmente en el XIX. Que la novela psicológica se basaba en la arbitrariedad y no en el análisis profundo. Que el mensaje de un libro no está en lo que dice explícitamente, sino en cómo lo dice. Que el futuro de la novela depende de lo fantástico. Que la novela policial es el género más importante de la actualidad. Exagero sus opiniones, pero en esencia así lo sentía. Hay obras antiguas de Borges que me orientaron hacia una nueva poética de la narrativa: “La fruición literaria” (1927); “El arte narrativo y la magia” (1932); “Elementos de preceptiva” (1933). La segunda fue traducida al francés y publicada en Tel Quel en los años 60 y desencadenó toda una serie de reacciones críticas. Pero es, sobre todo, en el prólogo de La invención de Morel (1940), la extraordinaria novela de Adolfo Bioy Casares, donde Borges entra en contradicción con críticos como Ortega y Gasset, quien en La deshumanización del arte y de las ideas de la novela había negado la posibilidad de seguir componiendo obras con argumentos interesantes y originales y se declaraba partidario de la novela psicológica. Aprovechando los excesos y arbitrariedades psicológicas de Dostoievski y Proust y elogiando la imaginación de James y Kafka, Borges defiende un tipo de ficción en la que la causalidad es mágica y la propia escritura predice su propio desarrollo. Muy pocos estudiaron este texto, que permanece enterrado en el libro de Bioy, ya que Borges no se molestó en incluirlo en Otras inquisiciones. Pero en Montevideo, hacia 1940, ya aplicábamos lo que Borges había dicho en esos ensayos y en sus brillantes ficciones. Por eso, cuando irrumpió el existencialismo francés, nuestra reacción fue doble: una sensación de déjà vu por lo que ese movimiento contenía del existencialismo alemán, muy familiar para nosotros; y una convicción de que, en la crítica literaria, el existencialismo significaba una reacción a las lecturas sociológicas del siglo XIX (Borges, en cambio, proponía una lectura textual que anticipaba lo mejor del estructuralismo).

RGE: ¿Eso significa que su grupo estaba en conflicto con aquellos que seguían el existencialismo o la literatura comprometida?

ERM: Sí y no. A decir verdad, también nos interesaba el existencialismo. Tomábamos prestado su lado filosófico (por ejemplo, el Sartre de L’Imaginaire en lugar de las solemnes trivialidades de Quest-ce que la littérature?); y en cuanto al compromiso político, lo practicábamos en el ámbito personal, evitando cuidadosamente toda complicidad con el Estado, atacando la cultura oficial y viviendo modestamente del salario de nuestros profesores. Con un grupo de personas que pensaban como yo, fundé la revista Número en 1949 para completar de manera más académica la tarea de difusión crítica realizada por Marcha. Pero, a pesar de todo, por el ambiente que reinaba en Montevideo en ese momento, se nos consideraba existencialistas a la francesa. Sin embargo, éramos anteriores a Sartre o Beauvoir; y estábamos más cerca de Céline, Faulkner y Onetti que de Camus; Heidegger y Husserl nos interesaban más que Merleau-Ponty. En la literatura francesa, el viejo surrealismo, así como algunos escritores relativamente nuevos como Raymond Queneau, nos atrajeron más que las enormes e indigestas novelas del Café des Deux Magots. Eso no quiere decir que no aprobáramos algunos textos existencialistas canónicos. Por ejemplo, me interesó mucho Baudelaire de Sartre porque mejoraba el psicoanálisis literal del estudio casi demente de Poe de Marie Bonaparte. Es evidente que Sartre quería que Baudelaire encajara en la camisa de fuerza de su existencialismo, y el poeta se le escapó; pero su libro me dirigió hacia un tipo de análisis que completaba lo que ya había visto en Freud y Jung. Saint Genêt también me interesó mucho; fue uno de los pocos libros que compré durante una primera y breve visita a París en 1951. Me aburrió, ciertamente, y tuve que leerlo a trozos, pero confirmó una sospecha despertada por su Baudelaire: era posible un nuevo tipo de biografía literaria. Pero como Sartre es una especie de «Dr. Jekyll y Mr. Hyde» en literatura, la aprobación de un libro, o de una parte de él, no se extiende a la obra entera. En suma, ciertas cosas del existencialismo francés nos interesaron, pero no pudimos avalarlo totalmente, como hicieron tantos en América Latina y sobre todo en la mimética Buenos Aires.

RGE: ¿Cómo se reflejó eso en la actitud política del grupo?

ERM: Siempre nos mantuvimos en la izquierda, con una postura que era a la vez antiimperialista y socialista. Colaborar en Marcha significaba quedar automáticamente excluido de todas las empresas oficiales, lo que en un país tan pequeño como Uruguay lo dejaba a uno fuera de juego. Se podría repetir lo que dijo un mexicano famoso: “Estar fuera del presupuesto del Estado es cometer un error”. Siempre cometimos ese error, y nos costó caro. Por otra parte, lo que nos distinguía de los comunistas locales de los existencialistas franceses era nuestro rechazo a leer literatura exclusivamente en términos sociológicos o políticos. Insisto en la palabra exclusivamente, porque no nos negábamos a leer literatura como documento de una época. En Número publicamos en 1949 lo que creo que fue la primera traducción de Lukács al español: un segmento de su libro sobre Goethe. Pero cuando hacíamos crítica social, éramos conscientes de que no estábamos leyendo las obras como textos literarios.

RGE: ¿Cuál fue tu primer libro?

ERM: Una edición comentada del Diario de un viaje a París de Horacio Quiroga, viaje realizado precisamente en 1900, y una colección de ensayos sobre el principal pensador uruguayo de la época, José Enrique Rodó en el Novecientos (1950). Ambos libros fueron fruto de mi trabajo en el Instituto de Investigaciones y Archivos Literarios, que tenía su sede en la Biblioteca Nacional, donde pasé dos años ordenando los papeles de Horacio Quiroga y reclasificando los de Herrera y Reissig. Aproveché el tiempo para leer lo más que pude de esos archivos, y también dediqué un número especial de Número a la literatura uruguaya de 1900, es decir, al período modernista.

RGE: ¿Fue el trabajo sobre Rodó lo que le llevó a escribir biografías literarias?

ERM: Sí. Siempre he tenido pasión por la historia y, sobre todo, por la biografía. De joven leí todas esas biografías irónicas de Strachey y de André Maurois, también las pseudoanalíticas de Zweig y las de fuerte componente novelesca de Emil Ludwig. Luego, en 1949, gané una beca del British Council para estudiar un año en Cambridge. Uno de los escritores más importantes del siglo pasado, el venezolano Andrés Bello, vivió durante casi veinte años en la Inglaterra romántica de 1810 a 1829. Bello me interesó mucho; parecía ser el primer hispanoamericano que se dio cuenta de que la cultura hispanoamericana no derivaba exclusivamente de la española. Tampoco la consideraba una derivación de la cultura francesa (como muchos creían y siguen creyendo durante los tiempos románticos y modernistas), sino una cultura en la que lo español, lo francés, lo inglés y lo clásico se entretejen con las cepas nativas. Leyendo su obra, tan olvidada entonces, me pregunté: ¿cómo llegó aquel hombre a concebir semejante síntesis? ¿En qué momento de su vida? La respuesta obvia era: en Inglaterra. Porque la Inglaterra de entonces era la primera nación moderna, una nación que con la Revolución Industrial había dado un salto increíble hacia el futuro, y Bello era el primer viajero hispánico que había experimentado esa modernidad. Cuando me ofrecieron una beca para realizar el proyecto sobre Bello, pedí ir a Cambridge, donde entonces enseñaba FR Leavis. Había leído algunos de sus libros y sabía que estaba muy dedicado al estudio de la novela inglesa de los siglos XIX y XX.

RGE: ¿Qué pasó con Leavis?

ERM: Bueno, eso es lo mejor. Leavis estaba en la cima de su reputación como crítico y como profesor. Su influencia en los Estados Unidos ya era bastante grande. En Inglaterra, y especialmente en Cambridge, tuvo mucha oposición. Tal vez sus actitudes arrogantes e insolentes contribuyeron a esa polémica. Era extremadamente agresivo con todo el mundo y libró una guerra a muerte contra el establishment, es decir (según él), la TLS, la BBC y, por último, pero no menos importante, el British Council. Me salvé de ser incluido entre sus enemigos porque venía del lejano Sur, y también porque me había recomendado uno de sus discípulos, el Dr. Derek Traversi, un especialista en Shakespeare. Antes de llegar a Cambridge, había leído su último libro, La gran tradición. Un estudio extravagante y polémico sobre la novela inglesa. Lo que más me interesó de Leavis fue su valor para definir lo que era realmente importante en una literatura específica. El dogmatismo con el que escribía y juzgaba se compensaba en parte con esa audacia crítica. Cuando pude verlo en persona, descubrí que tenía otras virtudes. Era un profesor extraordinario: despótico, arbitrario, pero con la fascinación que tiene un gran actor. La imaginación crítica que ponía en sus clases era sobresaliente, y me parecía un modelo inalcanzable. Cualquier conferencia suya era un espectáculo. Tomé varios cursos con él: uno sobre análisis literario, otro sobre poesía inglesa y un tercero sobre Lawrence como novelista. En este curso, recuerdo, se enfureció contra Eliot (Mr. Eliot, como siempre decía) por sus ataques a Lawrence. Leavis no sólo tenía un sentimiento de solidaridad literaria con Lawrence, sino también de clase, y pensaba que los críticos sofisticados (como Eliot y Bertrand Russell) no habían comprendido a Lawrence aunque pretendieran simpatizar con él. El contexto social y moral de la literatura era muy importante para Leavis. Era un puritano proletario. Aunque mucho menos sistemático que Lukács o Goldmann, había estudiado de cerca la realidad inglesa y conocía a Marx. Los excesos de Leavis no necesitan siquiera ser mencionados, pero les contaré una anécdota. Al final de una clase muy moralista sobre Lawrence, una vez vencí mi timidez y me atreví a detener a Leavis en la puerta por un momento para preguntarle: «¿Y qué pasa con Proust?» Antes de responder (era pequeño, su pelo ralo y despeinado volaba en todas direcciones), me fulminó con sus grandes ojos desesperados, y luego dijo una palabra: «¡Insalubre!». Me quedé callado porque (a pesar de Borges) adoraba a Proust. Cuando finalmente reaccioné, Leavis ya había desaparecido en el torbellino negro de su toga académica. Pero si la personalidad de Leavis era tan extraordinaria, no menos extraordinarias fueron las numerosas pistas de crítica que sus clases me dieron. Me puso en contacto con la obra de Arnold y de Richards, y también con la de Empson.

RGE: ¿Y el estudio sobre Bello?

ERM: Eso también pasó por varias etapas. Al llegar de nuevo a Montevideo en 1951, me demoré en organizar todas las fichas. Entonces me di cuenta de que sería necesario pasar algún tiempo en Chile, adonde había ido Bello después de salir de Inglaterra, y donde había completado, en treinta y cinco años de intenso trabajo, su obra enciclopédica. Así que obtuve una beca para visitar Chile durante unos meses en 1954, y con el material reunido allí esbocé una biografía literaria. Como no me interesaba hablar de las muchas actividades no literarias de Bello, decidí que la biografía sería un estudio de su evolución intelectual como crítico y como poeta, una biografía en la que habría un diálogo de textos, que involucraría no sólo cada una de las obras de Bello, sino también las de sus contemporáneos. Las lecturas de Bello me parecieron tan importantes como sus propios libros. Creo que fui el primero en estudiar en detalle los catálogos de las bibliotecas a las que Bello tuvo acceso, desde el Museo Británico y la espléndida biblioteca privada de Miranda en Londres hasta las bibliotecas de Santiago de Chile, y en particular las de sus amigos ricos. Mi modelo lejano fue la biografía clásica de Johnson escrita por Boswell. Pero como no tuve la oportunidad de conversar con Bello, como Boswell hizo con su protagonista, tuve que hacer hablar a los textos. El libro estuvo listo en 1956, pero continué revisándolo e hice otro viaje a Inglaterra (1957-60) para reunir más material. El libro se publicó en 1968 con el título El otro Andrés Bello.

RGE: ¿Qué método estás siguiendo en el caso de Borges?

ERM: Antes de responder, déjeme decirle que entre las biografías de Bello y Borges escribí dos más. La de Horacio Quiroga fue relativamente sencilla. Quiroga, como Poe, tuvo una vida tan trágica que la tarea principal fue evitar el melodrama e infundir cierto sentido crítico en la lectura de sus textos simbólicamente autobiográficos. La segunda biografía que intenté fue completamente diferente. Había prometido escribir un libro sobre la poesía de Pablo Neruda y, mientras lo preparaba, descubrí que primero tenía que reconstruir su vida, ya que la poesía de Neruda es descaradamente autobiográfica. A diferencia de Rodó, Bello y Quiroga, cuya correspondencia privada pude utilizar pero a quienes nunca conocí personalmente, Pablo Neruda no sólo era amigo mío (lo conocía desde 1952), sino que también había guardado celosamente sus papeles íntimos. Entre ellas se encontraba una extraordinaria colección de cartas, escritas mientras vivía en Oriente, que yo había leído íntegramente, pero que técnicamente estaba fuera de mi alcance: sólo podía citar aquellos pasajes que habían sido incluidos en una biografía anterior. La parte biográfica del libro habría resultado muy árida si no se me hubiera ocurrido aplicar a esta obra el concepto de persona que Ezra Pound había explicado tan brillantemente y que Hugh Kenner comenta en su primer libro sobre el poeta. Mi tesis era que Neruda había creado una persona, no sólo una obra. La violenta hostilidad que el niño encuentra en el seno de la familia lleva al escritor a publicar bajo un seudónimo, y ese seudónimo, Pablo Neruda, que oculta a Ricardo Neftalí Eliécer Reyes, es su primera creación: la persona. A partir de ahí, en la segunda parte de mi libro estudio las metamorfosis de la personalidad autoconstruida del poeta: su obsesión por contar su vida tanto en verso como en prosa, su celoso cuidado por reescribir pasajes enteros de su vida chocan con el esfuerzo de sus diligentes enemigos por corregir a Neruda. Y así es que la parte biográfica de El viajero inmóvil (1966) es como un diálogo de las diferentes versiones de la biografía de Neruda, versiones que terminan armoniosamente en la síntesis barroca que es el personaje, Pablo Neruda. Al final sentí que no escribía la vida de un hombre concreto sino la biografía de un personaje imaginario que firma poesía real.

RGE: Es una especie de meta-vida.

ERM: Sí, creo que sí, aunque yo no utilizaría ese lenguaje. La decisión de escribir la biografía de la persona o personae de Neruda me ayudó en mi siguiente trabajo. En el caso de Borges me encontré con una situación aún más difícil. En primer lugar, conozco personalmente a Borges desde 1945; conozco a toda su familia y especialmente a Leonorcita, su madre. En segundo lugar, no hay correspondencia privada accesible, o la que hay es tan fragmentaria que es de poca utilidad. En tercer lugar, hay mucho material íntimo, pero no se puede utilizar sin perturbar a mucha gente. Además, Borges no ha sido tan directamente autobiográfico como Neruda, de modo que no se puede citar su obra para ilustrar su vida sin hacer antes todo tipo de transposiciones. Un ejemplo: de joven dedica un poema de amor a cierta joven cuyo nombre real oculta con iniciales; años después, al reeditar el poema, cambia las iniciales. Por otra parte, no existe una biografía oficial de Borges (la de Alicia Jurado es la más conocida, pero tiene poco interés). En una autobiografía publicada originalmente en The New Yorker en inglés (Borges aún no ha autorizado la versión en español) se cuentan muchos episodios de su vida, pero de tal manera que su importancia se reduce sistemáticamente a la trivialidad o se socava deliberadamente su veracidad. En las entrevistas Borges también ofrece mucho material biográfico, pero de manera discontinua y no dramatizada o en forma de alusiones tentadoras. Por lo tanto, una vida de Borges en la línea de la de Neruda era imposible. Por otra parte, Borges ya había anticipado esa imposibilidad al sostener que nunca tuvo una vida y que sus lecturas son más importantes que su obra. Ha ido aún más lejos: ha insistido en que es imposible que una persona escriba la vida de otra. Y lo ha dicho al comienzo de su biografía de Evaristo Carriego (1930), un poeta argentino. Este libro, de estructura irónica, es una demostración práctica de la imposibilidad de cualquier biografía. En un prólogo que escribí para la traducción francesa del libro, insistí en que antes de Borges, Carriego era una persona real, autor de libros conocidos, pero que ahora es sólo otro personaje de Borges.

RGE: Entonces, ¿cómo habéis solucionado el problema?

ERM: Agarrando el toro por los cuernos. En su vida, Borges (como Edmond Teste) ha tratado de “matar al títere”: eliminar al hombre real que respira, camina y duerme, para dejar sólo el intratextual: el que existe en sus palabras. Por eso era necesario evitar la tentación de novelizar su vida, y era necesario defenderse de la tentación de una biografía académica en la que cada uno de los libros de Borges sirviera de pilar de un capítulo: una biografía del tipo “Vida y obra”. Había que encontrar algo más. Lo intenté de varias maneras a lo largo de los años porque me he estado preparando para escribir este libro desde 1949, por lo menos. Incluso escribí un largo texto en 1955 en el que deliberadamente mezclé vida y obra, pero siempre desde el punto de vista de la evolución literaria. Ese mismo año escribí un libro de título melodramático en el que utilizaba a Borges como punto focal para un estudio sobre la relación entre la joven generación literaria argentina y sus maestros (El juicio de los parricidas). Los textos de Borges y sus contemporáneos y los de sus jóvenes críticos se ponían en contrapunto con una realidad que atravesaba una aguda crisis política, moral y cultural. Pero la fórmula de ese libro no era viable para un estudio en toda regla. Si sólo cinco años de vida cultural argentina me hubieran llevado doscientas páginas, ¿cuántos volúmenes habría necesitado para contar la «vida y la época» de Borges? Prefiero no pensar en ello. Así que descarté la idea y seguí buscando. Hasta que un día di con una solución: en lugar de la vida de Borges, había que escribir su biografía. Sólo conocía unas pocas cosas de su vida, y la mitad de ellas no eran publicables. En cambio, sabía mucho más de la biografía de Borges, y todo ya estaba publicado y era publicable. Es decir, yo sabía lo que él y otros habían contado de su vida; conocía los textos de su vida: eso es lo que yo llamaba la biografía. Lo que había que hacer era sistematizar y correlacionar esos textos de tal manera que fueran a la vez intertextuales e intratextuales. En el libro Borges, que escribí en 1969, me di cuenta de que no podía hacer más que una exposición crítica de los textos de Borges, sino de dos términos que tanto le gustan a nuestro amigo Severo Sarduy. Era necesario revelar a través de las lecturas y de la confrontación de textos el sistema explícito o implícito que constituye los textos de la vida de Borges. La primera idea surgió al organizar en 1969 el material para el pequeño libro que publiqué con Seuil, Borgès par lui-même (1970). Pero como la colección se ceñía a un formato compacto, tuve que limitarme a una presentación de los textos de Borges más crítica que biográfica. Hace dos años, cuando me enfrenté a la tarea de la biografía completa de Borges que Dutton me había pedido, me di cuenta de que tenía que empezar no por los padres o los abuelos, sino por un hecho básico del escritor en que se convertiría Borges: Borges aprendió a leer inglés antes que español. Esa es la primera frase del libro, y con ella entretejo mi texto con el texto de la biografía de Borges: entrevistas, su autobiografía, textos literarios del propio Borges que establecen una especie de diálogo entre sí, notas, prólogos, epílogos, rectificaciones, omisiones, citas espurias, todo el material intra e intertextual que constituye el texto único y general de la obra de Borges, citado una y otra vez en cada capítulo de mi biografía, para construir un laberinto textual en cuyo centro está la palabra Borges. Es decir que pude escribir la biografía de Borges sólo a partir del momento en que me di cuenta de que lo que me interesaba no era su vida sino la escritura de su biografía. Dejo en claro que en este sentido el acento debe estar en la grafía.

RGE: ¿Qué les diría a los críticos académicos que afirman que lo que usted hace en su rol de promotor cultural es “pantomima”?

ERM: En primer lugar, permítame decir que como crítico he escrito y publicado libros tan complicados, si no más, que los de la mayoría de mis colegas en este campo hispanoamericano, y que mis libros académicos son monumentos al aburrimiento académico y pasto de las polillas. Ahora bien, en cuanto al trabajo de promotor cultural, eso es otra cosa. Me parece perfectamente legítimo que un crítico académico que se respeta a sí mismo y está protegido por siglos de universidades, museos, índices bibliográficos y publicaciones académicas tenga derecho a ignorar mi trabajo de promotor cultural. Una persona así, seguramente, no se interesaría por nada publicado después de 1895, y tal vez incluso esa fecha sea algo reciente. Escribir sobre escritores nuevos e incluso muy nuevos es siempre correr un riesgo muy grande.

RGE: Ahora que llevas varios años en Yale, ¿cuál es tu opinión de la crítica angloamericana que estudia la literatura hispanoamericana en las universidades de ese país?

ERM: Es muy conservadora por regla general. Se sigue hablando de modernismo, de vanguardia de los años veinte, de «realismo mágico» y otras aberraciones por el estilo. Aunque de vez en cuando se cita algo de Paz o Borges y se hace leer a García Márquez y hasta a Manuel Puig, los fundamentos de su crítica se remontan a Amado Alonso en el mejor de los casos y a Menéndez Pelayo en el peor. Sólo los críticos más jóvenes han empezado a estudiar las nuevas corrientes europeas, y no me refiero exclusivamente al estructuralismo francés, sino también al formalismo ruso y al italiano, inglés y la más reciente crítica norteamericana. Esto no sólo se nota en los círculos académicos, sino también en las reseñas periodísticas de las traducciones de autores hispanoamericanos. Los libros de Paz y Cortázar son sistemáticamente malinterpretados por señores de muy buena voluntad y profunda ignorancia. El caso de Borges es el más singular. En este país se han publicado algunos estudios periodísticos muy buenos sobre sus obras, como el de John Updike en The New Yorker o, en tono más académico, el de Paul De Man en The New York Review of Books. Pero no hace mucho, The New York Times Book Review publicó una reseña de una obra de García Márquez en la que el crítico, de pasada, comparaba a Borges con Washington Irving (no diré su nombre porque es una persona muy encantadora). Me quedé estupefacto. ¿Había leído en serio ese crítico a Irving y a Borges? Recientemente, Updike atacó a Cabrera Infante en una reseña analfabeta para The New Yorker en la que demostraba que no había logrado entender la trama misma de Tres tristes tigres. Lo peor es que dijo banalidades que no se hubiera atrevido a pronunciar sobre un libro de Robbe-Grillet o Carlo Emilio Gadda o incluso Heinrich Böll. Y estoy seguro de que Cabrera Infante es un escritor tan importante como cualquiera de estos tres. Es un problema enorme. Los críticos de la literatura hispanoamericana traducida son o profesores de literatura como nosotros, de los que naturalmente se sospecha de parcialidad, o excelentes críticos de otras literaturas que, cuando escriben sobre la nuestra, sienten que están un poco en la ruina. Esos mismos críticos no se atreverían a improvisar sobre Kafka o Pasternak los solos de bañera que dedican a Cortázar o Guimarães Rosa. Pero, en cualquier caso, ya se percibe un cierto cambio. Hay críticos (como Ronald Christ y Anna Balakian) que escriben sin condescendencia y con sólida documentación sobre nuestra literatura. Pronto habrá más, espero.

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Traducido por Isabel C. Gómez / Publicación fuente ‘Diacritics’ (v-4, n-2, 1974).