Roberto Brodsky: Ubú en Miraflores
“¡Merdre!, exclama el Padre Ubú haciendo su entrada en la primera escena de Ubú Rey, el clásico de los clásicos del grotesco escrito por Alfred Jarry, y representada por primera vez en diciembre de 1896 en París. “¡Mierdra!”, con la erre incrustada entre medio de la última sílaba, es la contraseña del personaje central de la obra, un capitán de dragones a quien su mujer, la Madre Ubú, convence para matar al rey Wenceslao de Polonia y hacerse del poder total. El plan se lleva a cabo con la ayuda del capitán Bordure, quien ha prometido cortar al monarca en pedazos “de la cabeza a la cola”, cuestión que ocurre efectivamente durante un desfile oficial. El plan es magníficamente ejecutado y el reino de Polonia, que es como decir América Latina sin fronteras, es gobernado ahora por Ubú Rey con la ayuda de la Madre Ubú, una especie de matriarca ambiciosa quien junto al capitán Bordure persuade al nuevo monarca de ser generoso, distribuyendo comida y dinero a los súbditos del reino para asegurar la lealtad del pueblo al nuevo régimen. Acto seguido, la corrupción invade a la corte: el Padre Ubú amenaza con matar a todos los que se le opongan, esquilma a los campesinos con nuevos impuestos, encarcela a Bordure por conspirar, y crea su propia guardia personal para amedrentar a los opositores. Pero Bordure escapa y parte al exilio, donde organiza un ejército invasor en Rusia que tiene su campo de batalla decisiva en Ucrania, donde Ubú espera enfrentar a las tropas comandadas por Brougelas, el hijo sobreviviente de la masacre familiar contra Wenceslao y eventual heredero al trono. Todo es intriga, confusión, nepotismo, traiciones de pasillo, insultos y caos al cuadrado.
Ha nacido la estética del ridículo en el retrato del poder y la política contemporánea. Y lo ha hecho con una obra maestra (“la cosa más extraordinaria de todas las que han sido vistas en el teatro durante mucho tiempo”, escribió André Gide en su momento) que la realidad copiará hasta la náusea tras el escándalo provocado en el Théâtre de L’Oeuvre donde Jarry estrenó su pieza “de ninguna parte”, como describió a la Polonia donde suceden los hechos. Y es que la claridad lúdica de Ubú enceguece al punto de ser involuntariamente imitada por hombres y mujeres de cualquier latitud cada vez que un nuevo redentor agrega variantes novedosas a los rasgos centrales del personaje, ese idiota entrañable que ocupa el ciclo de las cuatro obras escritas por Jarry en su patafísica del poder. La más reciente aportación a esta saga, qué duda cabe, proviene del Palacio de Miraflores en Caracas, sede del Gobierno venezolano donde Nicolás Maduro decidió ser reelecto para un tercer mandato consecutivo, dejando en claro que no está dispuesto a representar papeles secundarios en esta nueva puesta en escena de Ubú Rey.
Resultaría más cómico que trágico reproducir las apariciones de Maduro desde la noche del 28 de julio declarando su victoria y amenazando con una pelea a cachetazo limpio en la plaza Bolívar a quien no quiera reconocerlo como presidente electo. Maduro no hace teatro, sino que va de la realidad del teatro al teatro de la realidad sin modificar en lo más mínimo su planteamiento dramático ante las cámaras y el estrado oficial. Todo lo cual da paso a la caricatura y la deformidad “sin tiempo, sin lugar, y sin vergüenza alguna por mostrar lo que se trata de ocultar”, como dejó dicho Jarry de su criatura Ubú. Es el libreto que ha utilizado Maduro. Sus gruñidos patéticos, sus acusaciones desaforadas, su retórica vacía y vaciada de todo contenido identificable, su tenaz negación de la realidad que lo circunda, los muchos disfraces que adopta vestido de bandera venezolana, hombre de campo, traje de noche, terno de oficinista, veraneante con guayabera, líder combativo con boina calzada y puño en alto, son los signos visibles de la derrota de un hombre agobiado y sin salida en su lucha por encarnar el poder que se le escurre de las manos. Lo suyo es un acto contracultural que implosiona de principio a fin, en el revés de la política. Así se entiende que rompa relaciones con la mitad de los países que conforman la actual Polonia latinoamericana, decretando con ello el exilio automático de más de seis millones de venezolanos que han emigrado por razones políticas o económicas hacia los países que han dudado de su sorpresivo triunfo electoral. Un gesto patafísico donde los haya, porque la inutilidad y el absurdo se conjugan armoniosamente con sus anuncios de prohibir las redes sociales, las fotos burlonas en su contra, las protestas en las calles al grito del pueblo unido que, se supone, es su base de apoyo.
Maduro en el rol de Ubú es todo lo fantástico que cabe imaginar en un histrión. No se puede pedir más, en verdad. Y sin embargo, ocurre. Inopinadamente, Ubú no está solo en su representación de la victoria. Lo acompaña un séquito de observadores contratados por la Madre Ubú para declarar la limpieza de los resultados que lo designan Rey por un nuevo mandato de seis años al frente de los asuntos de Polonia. Y luego también está la izquierda, o una parte de la izquierda, que dice estar con Ubú ¡La izquierda latinoamericana, la que ha sufrido lo inimaginable bajo las dictaduras de derecha y la mano negra del autoritarismo se muestra reacia a tomar distancia del fraude! Apenas se puede creer viniendo de Lula, un poco más de AMLO, bastante verosímil en relación a Petro. Pero así están las cosas en esta parte del territorio bolivariano, pensamiento Maduro. El grotesco domina los corazones, para provecho de la derecha y la memoria del Rey Wenceslao que renace de las cenizas, todo hay que decirlo. A menos que el triángulo de las Bermudas creado por Lula, AMLO y Petro sea un intermedio en busca de la brecha por donde transitar hacia un reconocimiento del voto popular. Misterios de la política, donde la retirada digna de Ubú para compartir el poder no debiera descartarse. Esto fue, a fin de cuentas, lo que pasó en Chile con Pinochet cuando este perdió el plebiscito de 1988 que lo inmortalizaba como presidente vitalicio. Ya que no se puede ganar en votos, se gana en impunidad.
El fraude en Miraflores y su parcial reconocimiento dice muchas cosas. Algunas son feas de pronunciar en voz alta y otras dan para una reflexión seria sobre la izquierda patafísica del siglo XXI. Yolanda Díaz, actual ministra del trabajo de España y vicepresidenta del Gobierno socialista, dijo por ejemplo que “lo primero es reconocer los resultados electorales […] Es lo que hacemos los demócratas en el mundo”, una línea de diálogo que haría palidecer de envidia a la Madre Ubú. Pero ¿quién podría salvarse de esta charada cuando las tropas de Wenceslao arrasan Ucrania y Maduro acusa al sionismo internacional de estar detrás de un golpe de Estado en su contra, con el chileno Gabriel Boric dirigiendo la asonada en una conspiración à la capitán Bordure? El abuso, el delirio discursivo, la fanfarronada a voz en cuello, y sobre todo las ansias verbales de mostrarse a la altura de su mentor, Hugo Chávez, es lo que hace de Maduro un Ubú ultraparódico, como una especie de acontecimiento antropológico donde descubrimos algo que no sabíamos que éramos.
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