Lino Novás Calvo: Hombres sin mujer
Hacía años que yo no leía un libro.
Un día tuve que dejar los libros y leer en la acción y en las personas. Todo el mundo aprisionado, toda la sociedad encarcelada por sus leyes y sus intereses, sus pasiones y sus crueldades retenidas, dejó de existir. Allí, al menos, teníamos nuestro campo, nuestro cielo y nuestra libertad por qué pensar.
Ahora empiezo de nuevo a leer, con ojos nuevos. De pronto caímos en este otro mundo de la paz, para pensar: Todo sigue igual. Las mismas tristezas y alegrías, la misma resignación, los mismos vicios, las mismas cárceles que no vemos por dentro, que sólo conocemos por lo que otros nos dicen. Aquí no vemos nada, porque la vida está cruzada de barreras y muros y las cosas se gobiernan desde la sombra, por hilos ocultos.
Y sin embargo, todos creemos conocerlas. Con poco nos conformamos. Si no nos atañe, apenas nos interesa. Somos egoístas, tenemos el alma poblada de cobardías, jugamos sin juicio y desdeñamos sin consideración. Surge un escritor -allá él, peor para él. Que sea bueno o malo, poco nos importa; que su obra nos descubra abismos tenebrosos o maravillas siderales; si no nos deslumbra, si su brillo no nos alcanza… allá él.
Bien. También contra esto hay que luchar. Aquí hay un escritor que nos descubre algo terrible. Lo terrible, como lo ameno, forma parte del mundo que está en nuestro poder remodelar y rehacer. Hay, por ejemplo, una prisión; nosotros la hemos levantado; todos pusimos una piedra para sus muros.
Una prisión es un lugar donde van los hombres a quienes hemos enseñado aquel camino y aquellos que cayeron en ella por accidente. Montenegro cayó en ella por accidente. A los doce años resurgió a la luz de la calle y de la libertad como el único indemne de una batalla. Como el «uno para contarlo».
La prisión es nuestra obra, pero no la conocemos. Montenegro nos la muestra; su arte nos la hace vivir. Ya conocemos nuestra obra: ahí está, torcida, sangrante, bestializada, deforme, una humanidad de la que somos parte. Aquellos eran hombres como nosotros; la prisión los ha triturado, abatido y vuelto a conformar. Ya no son hombres como nosotros. Todos sus más torpes instintos, las más quebradas inclinaciones de su naturaleza se han ido sometiendo a ellas, prostituyéndose a ellas. Ninguna resistencia virtuosa ha sido válida: la prisión manda con la bestialidad de la bestia ciega.
La prisión tiene varias carátulas. Todas han dejado huellas en la gelatina del espíritu. Pero ahí comienza la selección artística. El escritor quiere ver claro. Comienza por deslindar los campos y clava, a través del recuerdo, la mirada penetrante en el asunto -aquel que se muestra común a la mayoría, que cobra personalidad y se impone por su trascendencia. Es el personaje de la novela; es un vacío, una necesidad torturante. No es un hombre; es común a muchos hombres.
Montenegro elige entre sus experiencias un tema y le da vida literaria. El asunto, los personajes, el escenario, están ahí: procede, luego, llevarlos hasta sus máximas posibilidades. Es así como se hacen las grandes obras, en todos los órdenes del pensamiento y de la acción. Una pasión llevada al extremo por todas las posibilidades del genio: he ahí la obra de arte por excelencia.
Montenegro ha sabido dar cumplimiento a este principio. Existen en el mundo millones de hombres sin mujeres. Él conoció, en el recinto de un presidio, este personaje de fuego que es la falta de mujer. En torno a él se mueven sus víctimas y sus esclavos. Él los domina y maneja como un dios cruel y corrompido: en ellos se refleja, por boca de ellos habla y escupe. Él es quien, a través del libro, se va revelando, agrandándole, haciéndose alma y figura monstruosa del presidio.
Nunca, en ningún idioma que yo sepa, se ha llevado tan magistralmente a la imprenta este personaje terrible que es la falta de mujer en un presidio tropical. Más aún, quizás nadie ha trazado con tan firme pulso y maestría literaria un cuadro de presidio.
Ahora, la pintura surge del conjunto emocional. El novelista crea emociones; no dibuja estampas. El de Montenegro es un realismo emocional, una sinfonía de realidades ardientes, de pasiones contenidas y desbocadas, de violencia física y torturas mentales. El lenguaje expresa y recrea sus propios sujetos. Es un lenguaje que nació en presidio y se ha purificado y dignificado en la calle. Si su color es negro, es porque allí lo tostó el sol; si sus músculos son poderosos, es porque se han ejercitado en la lucha a brazo partido con la vida. Pero es un lenguaje que sale limpio de la entraña del pueblo. A fuerza de rozar realidades crudas y violentas, pasiones aberradas y vicios inconfesables, ha aprendido a defenderse protegiéndose con símiles, figuras y alusiones populares. Es un lenguaje rico de vida popular y poética, vitalizado por la intención que, en nuestros oídos, ha dejado las mismas palabras pronunciadas cuando las empuja el dolor o la burla, el deseo o la cólera, la perversión o la crueldad.
Hombres sin Mujer es un libro brutal. Es la brutalidad de una vida que el autor no ha inventado, que solo ha dado forma literaria. Pero no es, en ninguna página, un libro repugnante, por mucho que lo sean los hechos que revela. Es un libro que cura, que cauteriza; no un libro que enferma.
Para mí ha sido Hombres sin Mujer una llamarada violenta. Conocía El Relevo y otros cuentos. Lo leí, cuando también yo empezaba a escribir cuentos. Admiraba profundamente aquellas narraciones vigorosas de un presidiario que había aprendido de la prisión más que de la calle. Pero este nuevo libro ha dado el salto supremo. Con una obra así se salva el arte literario de toda una generación en cualquier país.
Es preciso decirlo. También en la valoración de nuestros escritores hay que poner coraje y valentía. En un país de más vastos horizontes –Francia, Estados Unidos, Inglaterra– Montenegro estaría en millares de manos y bibliotecas.
Y esto demuestra también que el género vive. Los estilos pueden cambiar; los géneros desaparecer o reencarnar; pero la novela bajo cualquier técnica (y la de Hombres sin Mujer es también una técnica original) no muere, porque en ella se pueden expresar hechos y pasiones del pueblo, porque en ella se reflejan ideas y sentimientos de las gentes que nos rodean.
¿Que las de este libro son gentes desviadas, relajadas o abyectas? Vuélvase la mirada entonces a los factores que las han formado o deformado así. El autor bastante ha hecho: les ha dado su arte, su comprensión, el calor humanitario de su talento.
[El Mundo, 2 de mayo, 1939]
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