Reinaldo García Ramos: Un lunes extraño
Yo no me enteré de nada hasta la mañana del lunes, cuando compré el Granma y vi la escueta información que contenía el Editorial de ese día. A partir de ese momento, por diferentes vías me fueron llegando otras versiones parecidas, con más o menos detalles, y nuevos rumores que me sonaron increíbles, contradictorios. Más tarde pude hablar con algunas personas de confianza y todos tratamos de desentrañar el sentido oculto de aquel Editorial. Sabíamos que la prensa oficial siempre traía consigo un sentido oculto, pero como ninguna otra publicación ni ningún otro representante del gobierno había dicho nada más al respecto, el panorama seguía estando todavía muy oscuro. La mayoría de nosotros nos sentíamos confundidos, no sólo desconfiados, y pensábamos que lo mejor era esperar, a ver cómo se iban ordenando los acontecimientos. En definitiva, podía tratarse de una trampa de las autoridades para que los descontentos “se destaparan” y al final meternos a todos en la cárcel, junto con los refugiados de la embajada y cualquier otro individuo que se atreviera a salir de su sitio.
Sin embargo, la noticia de que una embajada en La Habana había sido tomada por tantas personas (luego supe que habían llegado a diez mil) y que esas personas permanecían en el lugar con la evidente intención de forzar a las autoridades para que se les permitiera abandonar el territorio nacional estremeció los fundamentos de la vida cotidiana y echó a rodar, abierta o veladamente, un sinfín de emociones de todo tipo. La ciudad se convirtió en un hervidero de murmuraciones, visiteos, conversaciones veladas por teléfono o comentarios en clave durante súbitos encuentros en la calle.
Empezaron a correr rumores sobre otras embajadas que podrían abrir sus puertas a los cubanos que desearan emigrar, y uno de mis amigos me anunció que esa misma tarde iba a conseguir los teléfonos de todas las misiones diplomáticas de países capitalistas de la capital y las iba a llamar para preguntar si estaban admitiendo refugiados. Esto puede sonar un poco delirante, pero correspondía al clima de desajuste y urgencia que se había apoderado de la ciudad y, a la larga, del país. Sin embargo, aún seguían vigentes casi todos los viejos fantasmas del miedo: ese mismo amigo mío me aclaró enseguida que haría esas llamadas desde un teléfono público, pues no quería usar el número de su casa ni la línea de ningún conocido, por temor a perjudicarlo.
Durante todo ese día me extrañó no haber tenido noticias de Andrés, un viejo amigo a quien veía a menudo y que me había revelado sus planes de irse del país. Cuando llamé a su casa esa mañana no me lo dijeron por lo claro, pero enseguida supe lo que había. Bastó el tono de cautela y recelo que uno de sus parientes usó al responderme:
—Ellos no están…
Cuando le dije mi nombre, le aseguré que era muy amigo de Andrés y le pedí más detalles, me dijo que era una prima de él que había venido del campo a cuidar la casa.
— ¿Y ha pasado algo, hay algún enfermo en la familia? —le pregunté enseguida— ¿No sabe cuándo regresan?
—Fueron a la boda de unos familiares en Oriente… —me dijo insegura, después de pensarlo un poco.
—¿Pero no sabe cuándo regresan? —insistí.
—No… ellos… creo que… se demoran bastante… —fue diciendo ella muy despacio, tras unos segundos de duda, y por fin murmuró con rapidez—: Creo que no regresan.
Estaba claro: Andrés y sus parientes se habían metido en la embajada. En Cuba era frecuente que por teléfono se hablara en monosílabos y frases indirectas, y muchos acordaban de antemano las “claves” que usarían en una futura conversación. Pero ese día no fue necesario recurrir a ningún subterfugio adicional: el “creo” era un eufemismo y lo que la prima me estaba diciendo era que sus parientes estaban en la embajada porque querían aprovechar aquella oportunidad de abandonar el país. Como había hablado en plural, me arriesgué aún a preguntarle por la esposa y la mamá de Andrés:
—¿Y Sonia y Aurelia, se fueron con él?
—Sí, todos, y el hermano de Sonia también…
Esto lo dijo con una leve caída en la voz hacia el final de la frase, que tomé como un suave tono de lamento, tal vez por no haberse sumado ella misma a los ausentes. No quise atormentarla más con mis preguntas y nos despedimos.
—Bueno, muchas gracias, si hablan con ellos dígales que yo llamé para saber…
Cosa absurda, porque bien se sabía que los refugiados de la embajada no tenían ningún modo de comunicarse en ese momento con el resto de la población.
Al principio me fue difícil aceptar que uno de mis mejores amigos no me hubiese avisado de lo que iba a hacer la noche del sábado, que no hubiese buscado un modo de convencerme para que lo siguiera. Yo no tenía teléfono en mi casa y ellos vivían bastante lejos de mí, pero aun así la noticia me dejó contrariado. Días después, el mismo Andrés me confesó que él y su grupo de parientes habían pasado cerca de mi casa esa noche, pues les habían avisado temprano de lo que estaba ocurriendo en la embajada, pero temieron perder tiempo y que la oportunidad se les escapara de las manos. Nadie sabía cuánto iba a durar aquello. También me dijo que nunca me creyó capaz de hacer nada semejante a lo que él y sus parientes iban a intentar. No sé si fue eso o si actuó por simple, comprensible egoísmo y afán práctico, pero lo cierto es que no me avisó.
Sus explicaciones eran, en cualquier caso, verosímiles. Hasta tal punto nos habían inoculado en la conciencia el miedo a las represalias políticas, y hasta tal punto todos trampeábamos al manifestar nuestras opiniones y deseos, que dos buenos amigos podían verse juntos ante una misma situación difícil sin que ninguno de ellos pudiera imaginarse con antelación cuáles iban a ser las reacciones del otro. Todo el país había aceptado como algo natural este sistema de ocultamientos y expresiones difusas desde muchos años atrás y el hábito de nunca revelar totalmente los pensamientos se practicaba de manera instintiva, como requisito tácito de la supervivencia.
Ante el estancamiento de las negociaciones sobre el destino final de los asilados, el gobierno cubano empezó a temer que la situación se le escapara de las manos por vías imprevistas, y no transcurrió una semana completa antes de que los sesudos “magos” del Palacio de la Revolución se sacaran de la manga una jugada dilatoria: anunciaron que comenzarían a entregar “salvoconductos” a aquellos refugiados que aceptaran abandonar los terrenos de la embajada y regresar a sus casas, bajo la promesa de que se gestionaría su salida hacia el extranjero y se les avisaría cuando esos trámites dieran resultado, una vez que el éxodo se organizase a nivel internacional. Una decisión que, obviamente, sería interpretada como un gesto humanitario y compasivo por la opinión pública en el extranjero.
Aunque al salir del perímetro de la embajada los que aceptaran el “salvoconducto” entraban en la jurisdicción cubana y perdían la inmunidad que la sede diplomática les había brindado hasta ese momento, la medida tuvo éxito: las condiciones de vida en que los refugiados se encontraban eran tales, tras días y días de hacinamiento, que una gran parte de ellos aceptó el ofrecimiento sin vacilaciones. Muchas de las familias refugiadas habían llevado consigo niños pequeños y ancianos, y la falta de higiene, alimentos y agua en esos días amenazaba con generar serios problemas de salud. Además, aunque el gobierno anunció en la prensa que había repartido agua potable en ocasiones y había dado cierta atención elemental a los “antisociales”, esos gestos propagandísticos habían sido insuficientes, y era obvio que, si la situación se prolongaba, la ansiedad y la incertidumbre engendrarían estallidos de violencia entre los propios refugiados o entre ellos y otras personas que estaban tratando de controlar la situación.
En cuanto los asilados empezaron a aceptar el “salvoconducto” y a salir de la embajada, el Partido Comunista y otras organizaciones de control y coerción se ocuparon de movilizar a grupos de individuos, muchos de ellos adolescentes de las escuelas de nivel secundario, y los colocaron en las calles aledañas a la embajada, por donde debían salir a pie los refugiados hacia sus respectivas casas. Esos grupos recibieron la misión de agredir verbal y físicamente a los que fueran saliendo de la sede diplomática. En un santiamén, surgieron de la nada decenas de carteles insultantes que los organizadores entregaron a los manifestantes y que estos esgrimieron con sumiso placer.
Y eso fue sólo el principio. Después vendrían los agitadores (cuidadosamente enlistados y controlados por centros de trabajo o de estudio y por los “comités de defensa”) que serían movilizados ante las casas de los “apestados” para realizar mítines de condena a los que se querían marchar del país. Esos fueron los llamados “actos de repudio”, que tanto darían que hablar en las semanas siguientes, durante los cuales los manifestantes gritaban improperios, cantaban consignas y embadurnaban las fachadas y las puertas de las residencias de los repudiados con letreros injuriosos o lanzaban piedras contra el edificio, o incluso huevos o tomates (artículos que, para acentuar el carácter absurdo de la maniobra, no abundaban en la mesa de casi nadie).
La presión del gobierno para que la gente se definiera políticamente ante la crisis de la embajada fue aumentando a medida que pasaban los días. Muchas personas que hubieran querido permanecer indiferentes en sus casas y esperar a que pasara la tormenta, se vieron obligadas a hacer acto de presencia en tales “actos de repudio” por miedo a perder el favor de los dirigentes en el trabajo o “señalarse” en el barrio. En los centros de trabajo, los activistas políticos y los miembros del Partido Comunista tenían listas de los empleados y verificaban cuáles de ellos no habían asistido a los correspondientes actos de repudio que se hubieran convocado. Actos dirigidos contra una persona que hasta unos días antes había sido un colega como los demás y ahora estaba inmóvil en su casa, con el “salvoconducto” en sus manos, esperando que las gestiones de emigración dieran resultado. Así, muchos que no estaban en condiciones de aspirar a un exilio, por las razones que fueran, entendieron que negarse a participar en aquellos actos equivalía a quedar marcado, y asistían a regañadientes, pero asistían, aunque trataban de hacerlo con cierta pasividad y de que fueran otros los que dieran los golpes o lanzaran los tomates o las piedras.
También hubo muchos que, cegados quizás por esa conformidad que engendra la falta de canales de expresión libremente elegidos, se dejaban dominar por el delirio colectivo y representaban en público un personaje que no correspondía en lo absoluto con los sentimientos que habitualmente manifestaban en privado. Uno los había oído la noche anterior renegando en confianza contra el gobierno, y a la mañana siguiente nos enterábamos con perplejidad de que se habían levantado con una extraña expresión en el rostro y se habían ido a vociferar frases de odio a la vuelta de la esquina, frente a las ventanas de un desconocido.
Se podía incluso llegar a pensar que al menos una parte de las personas que se entregaban a aquella catarsis destructiva, especie de aquelarres medievales, sólo estaban manifestando una rara forma de abulia, de cansancio, o tal vez un desgaste de la capacidad para ejercer control sobre su propia conducta. Era como si, ante la desaparición de otras posibilidades de actuar con mínimas garantías contra las represalias oficiales, se optase al menos, con cierta veleidad o indiferencia, por embriagar las capas irracionales de la conciencia con un frenesí de anónima energía, con un repudio casi trivial.
O tal vez no, tal vez lo hacían por simple tristeza, por todo lo que les habían mutilado durante años, por las ensoñaciones que les habían prohibido, por los gestos que les habían anulado. Sus vidas, que se habían reducido a un contorno meticulosamente trazado de ademanes previstos, cobraron de golpe en esos días una apariencia de impune rebeldía, o de embriaguez colectiva, como en un carnaval. El golpe, el grito, la imprecación que lanzaban contra los que se iban, nacían de una necesidad justificada de revancha; pero esa revancha, muchos incluso lo sospechaban, no podía estar dirigida contra los verdaderos adversarios, es decir, contra quienes detentaban ferozmente el poder.
Ayer por la mañana salieron del puerto de Mariel hacia Estados Unidos
dos embarcaciones que procedentes de la Florida recogieron 48 elementos antisociales.
Hoy saldrán 11 embarcaciones de la misma procedencia que trasladarán a ese país más de trescientos. ¡Un buen ritmo!
“Noticias del Mariel”, Diario Granma, La Habana, martes 22 de abril de 1980, primera plana.
Y entonces fue que se formó el desbarajuste. Las “Noticias del Mariel” que habían salido en el diario oficial el martes 22 provocaron en todo el país un sacudimiento general, como si toda la isla hubiera sido víctima de un terremoto mental y, de inmediato, físico, a nivel de los individuos y de la situación cotidiana. La gente fue tomada por sorpresa, nadie se esperaba una cosa así. Todo el mundo sabía que Granma era la voz del gobierno y que ese tipo de textos se usaba para enviar señales exploratorias a la opinión pública, pero esta vez el entrenamiento previo no sirvió de mucho: el país en pleno estaba aturdido por la novedad. Las señales emitidas por aquel pequeño recuadro en primera plana podían ser tanto abrumadoras como deslumbrantes.
Y toda la población, no sólo los que se querían ir sino también los que no lo habían pensado aún, se dio de inmediato a la tarea de descifrar lo que aquel parrafito quería decir en realidad.
Porque instintivamente todos sabían que ahí no estaba dicho todo, que el gobierno nunca hablaba con claridad, que cuando se formulaban esos avisos había que leer entre líneas y tratar de adivinar lo que se escondía detrás de lo explícito. ¿Cómo había que acoger aquello? ¿Qué intenciones tenía ese anuncio? ¿Se había iniciado un nuevo Camarioca, aquel puente de yates privados que a fines de los años 60 se había llevado hacia Estados Unidos a miles de personas durante las pocas semanas en que las autoridades de Cuba permitieron que estuviera vigente? Y en ese caso, ¿cuáles eran los requisitos para entrar en el juego, ya que el anuncio daba a entender que los refugiados de la embajada no eran los únicos “antisociales” que podían irse de la isla? ¿O se trataba de una nueva provocación internacional, una jugarreta del “mandamás” para forzar a las autoridades de Washington a entrar en negociaciones y, llegado el caso, hacer determinadas concesiones?
De nuevo, como cuando habían anunciado, un poco más de dos semanas antes, la entrada en la embajada del Perú de los primeros refugiados, las familias o los grupos de amigos se entregaron a conciliábulos y suposiciones, para conocer sin pérdida de tiempo qué significaba aquello y qué les convenía hacer. El que más y el que menos releyó aquel día muchas veces el anuncio, esperando descubrir la clave que encerraba. Desde luego, los que deseábamos irnos del país queríamos determinar, sobre todo, si por fin aquello constituía una oportunidad para salir hacia los Estados Unidos. Aquel ajetreo podía reducirse a una trampa para que la gente manifestara sus deseos de irse y así tenerlas mejor “fichadas” de ahí en lo adelante.
Porque costaba mucho trabajo imaginarse en esas primeras horas que aquello se iba a convertir en un éxodo masivo y casi descontrolado, que duraría meses y que permitiría a unas 125,000 personas lanzarse al mar en embarcaciones de todo tipo, desde naves de pesca hasta yates privados, muchos de ellos inseguros. Nadie podía suponer en ese momento que hasta fines de septiembre de ese año saldrían a diario del puerto de Mariel decenas y decenas de esas embarcaciones, ni que éstas partirían atestadas de emigrantes, corriendo el peligro de zozobrar en alta mar a consecuencia del excesivo peso, bajo presión de las autoridades cubanas.
Pues nadie podía suponer en esos momentos que las autoridades obligarían a los capitanes de esas naves para que aceptaran en cada caso un número riesgoso de refugiados (so pena de que esos barcos no pudieran llevarse a las personas que sí habían venido a buscar, las cuales eran familiares de los dueños de la embarcación correspondiente o de las personas que habían pagado en Estados Unidos a esos capitanes para que sacaran de Cuba a sus parientes). Nadie podía prever que aquello se iba a convertir en un gigantesco éxodo de miles y miles de personas dispuestas a lanzarse al mar, incluso en esas condiciones, sin otro equipaje que la ropa que tenían puesta, con la única esperanza de escapar de la realidad cubana de entonces y llegar a otro país.
Lo que vino después es posible que ni siquiera los altos jerarcas del poder lo hayan previsto. Sin embargo, a pesar de la confusión general y los temores, al cabo de algunas horas de relectura del anuncio, una cosa comenzó a quedar en claro: el gobierno quería convencer a la gente de que una embarcación privada de Estados Unidos podía llegar a Mariel, un puerto ubicado al norte de la costa occidental del país, a buscar personas residentes en Cuba que desearan emigrar. Tras anunciar que ya habían llegado a ese puerto las dos primeras naves y que éstas habían regresado a la Florida con 48 personas, las sibilinas palabras del anuncio precisaban que “estas embarcaciones vinieron por su propia cuenta y fueron recibidas con toda cortesía”, lo cual en la jerga del poder quería decir: “¡vengan, los recibiremos bien, y se podrán llevar a las personas que pidan!”… ¡Qué autoridades tan amables y corteses!
Unas líneas más abajo venía algo aún más revelador: “Sus tripulantes solicitaron llevar un grupo de los que fueron huéspedes de la embajada de Perú y a algunos familiares de residentes en Estados Unidos. Fueron plenamente complacidos.” Cabía sorprenderse de lo complacientes que se mostraban en esa circunstancia los funcionarios cubanos de aduana y de inmigración, pero el detalle definitorio era que en esas dos embarcaciones iniciales ya se habían mezclado dos grupos de refugiados: los que habían estado en la embajada hasta recibir el “salvoconducto” para regresar a sus respectivos hogares y seguir esperando allí a que la situación se resolviera, y otras personas que no habían entrado en la embajada y que serían autorizados a partir si eran “familiares de residentes en Estados Unidos” y éstos venían a buscarlos en sus propios yates o si pagaban a alguien para que viajara a Mariel a buscar a esas personas. Ahí estaban todas las claves: desde ese primer aviso, la intención del gobierno de Cuba fue provocar un éxodo masivo hacia la Florida que pusiera a Washington en la obligación de aceptar, no sólo a los refugiados de la embajada, sino a todo aquel que las autoridades de La Habana quisieran poner a bordo de las embarcaciones del Mariel.
(…)
Miami, 29-30-31/03/2010.
_________________
Nota del editor: Entre los años 2006 y 2015 el blog Penúltimos Días publicó colaboraciones de 87 escritores, en su mayoría cubanos, establecidos en una docena de países. Uno de sus temas más recurrentes fue la experiencia del exilio, entendida como una pieza clave para explicar el “tema Cuba”, que fue su preocupación fundamental. Escojo aquí apenas diez de esas contribuciones (de autores de diferentes generaciones, lugares, visiones y experiencias) porque creo que su relectura puede arrojar luz sobre la manera en que hemos vivido y sentido las últimas seis décadas el hecho de quedarnos sin un país que, sin embargo, se prolonga en la memoria. (Ernesto Hernández Busto).
Publicación fuente ‘Hypermedia Magazine’
Responder