William Navarrete: Conversación con Anita Guerra / ‘Los objetos usurpados que se venden en Cuba tienen el olor de la muerte’
Como dice el refrán “Todos los caminos conducen a Roma”. Por diferentes razones no podía faltar en esta serie de entrevistas para CubaNet la de la artista cubano-americano-italiana Ana María Guerra Recio, conocida como Anita Guerra, quien vive en la Ciudad Eterna desde 1977.
Primero, porque una amiga en común, Andrea Herrera O’Reilly, nos había vinculado en cierta medida, a través de su libro Cuban Artists Across the Diaspora: Setting the Tent Against the House. Luego, el artista Leandro Soto y su esposa Grisel Pujala a través de su proyecto CAFÉ (sobre el que yo había escrito) la invitaron a participar también.
La tercera razón es que tras mi última visita a Roma, a principios de este año, el también artista José Grave de Peralta me recordó que “Anita”, como todos suelen llamarla todos, era una de las personas nacidas en Cuba antes de 1959 que había desarrollado una notable carrera fuera de la Isla y que valía la pena que me acercara a ella para que contara más detalles sobre su obra y su vida.
– Me gustaría nos contaras sobre tus orígenes familiares.
Mi padre, Juan Ignacio Guerra Aymé (La Habana, 1920 – Filadelfia, 2013), hijo a su vez de Juan Guerra Seguí y Julia Aymé Rodríguez Tabío, también cubanos, fue un arquitecto graduado de la universidad de la capital cubana. Mi abuelo paterno, Juan Guerra Seguí era ingeniero jefe de calles y parques de La Habana.
Mi madre, Josefina Recio Agüero (Camagüey, 1919-Filadelfia, 2012) también era arquitecta, y tras casarse con mi padre y tener siete hijos, ejerció muy poco con la empresa de su esposo en La Habana y después en el exilio, en Filadelfia.
Ella era hija del comandante Enrique Recio Agüero, quien había sido héroe de la guerra de independencia, senador de la República y cuatro veces gobernador de Camagüey. Como nació en el seno de una familia de patriotas, vio la luz en el puerto del Callao (Perú), pues allí se encontraban exiliados sus padres al final de la Guerra de los Diez Años (1868-1878).
Mi bisabuelo, Enrique Recio Agramonte, llamado “Papá Chino”, oriundo de Camagüey, y casado con doña Caridad Agüero Cisneros, luchó en la Guerra de los 10 años. Perseguido por las autoridades coloniales españolas, tuvo que exiliarse en Perú, donde nació mi abuelo materno de un parto gemelo del que solo sobrevivió él.
Después, durante una tregua, padre e hijo volvieron a Cuba para luchar en la guerra del 1895-1898 bajo las órdenes de Máximo Gómez. Mi abuela materna, Josefa Agüero Gómez, también era camagüeyana y prima de mi abuelo, como solía suceder muy a menudo en las viejas familias coloniales de Camagüey.
– ¿Dónde naciste y qué recuerdos tienes de tus primeros años de vida en Cuba?
Nací en La Habana, en 1955, en el reparto Biltmore, en una casa que mi propio padre había diseñado en la calle 214 entre 198 y 200. Ya él se había graduado en 1947 y se había asociado con Claudio Mendoza para crear la firma Guerra y Mendoza, sita en 3ra y Baños (en el barrio del Vedado).
Yo tenía apenas cuatro años en 1959, de modo que tengo recuerdos muy difusos de esa etapa. Como la mayoría de los cubanos, en casa se celebró con júbilo la caída de Fulgencio Batista, pero muy pronto mis padres se dieron cuenta de que las cosas tomaban un giro que no era el que Fidel Castro había prometido. Inmediatamente nuestros vecinos empezaron a abandonar el país y recuerdo perfectamente esa sensación de pérdida que se respiraba en el ambiente.
Un ejemplo de lo que se estaba viviendo lo experimenté en carne propia estando en casa de una vecina con mi prima Yolandita, en el Biltmore. Yo había ido a jugar con ellas y como su casa tenía piscina estábamos las dos al borde de ésta. No sé por qué razón habían colocado allí a uno de esos milicianos que después de enero de 1959 pululaban por todas partes. El miliciano me preguntó entonces si yo sabía nadar y le respondí que no. Enseguida me alzó en peso y me lanzó al agua. Por suerte, mi prima sabía nadar y pudo rescatarme. El miliciano ni se inmutó. Al principio no tenía miedo porque me fascinaban las manchas de colores a mi alrededor, pero cuando oí los gritos “¿dónde está Anita?” y a sentir que no podía respirar me asusté, pero por suerte, mi prima se lanzó agua y me sacó.
Mi madre estaba aterrorizada con todo lo que estaba sucediendo y me había dicho que no abriera la puerta de la casa a nadie. Pero, cosa de muchachos, un día tocaron y la desobedecí. Eran los dichosos milicianos y venían a hacer un registro. Entraron como Pedro por su casa y lo revolvieron todo. Mi madre estaba en el cuarto y cuando salió se encontró con el espectáculo. En un closet hallaron una botella de champán que ella conservaba. Al parecer, aquellos milicianos nunca habían visto una botella de ese tipo, y la acusaron de esconder un coctel Molotov para hacer sabotajes contrarrevolucionarios. Por supuesto, era una simple botella y mi madre los encaró indignada diciéndoles que aquella botella con todas las firmas que exhibía en su etiqueta representaba la colecta de fondos que ella y unas amigas habían organizado meses antes para apoyar la lucha antibatistiana en la Sierra.
También recuerdo que una noche, tras la salida de mis hermanos más grandes para USA con Operación Peter Pan, empezaron a oírse explosiones muy cerca de nuestra casa en el Biltmore (hoy Siboney) y mami nos encerró en el baño al lado de mi cuarto. Yo tenía cinco años, mi hermanito Juansi cuatro y Teresita dos. Un rato después, mami pasó a buscarnos y no encontró a Juansi. Había salido del baño y estaba parado frente al gran ventanal de la sala, escuchando los aviones y entretenido con las luces y las explosiones de las bombas. Vivíamos cerca de la base militar Columbia, donde el 15 de abril del 1961 aviones B26 USA camuflados como aviones del ejército cubano, atacaron la base dos días antes de los sucesos de bahía de Cochinos.
Cuando regresé a la casa donde nací, 50 años después de mi salida, reconocí ese mismo baño tal y como lo dejamos, con sus losas originales de color amarillo claro.
Otra imagen que no olvido ocurrió en la casa enfrente de la nuestra, ya convertida en beca para estudiantes. En ese momento, julio de 1961, un mes antes de mi salida, visitaba el país un cosmonauta ruso y en los jardines de aquella residencia habían sembrado flores tanto en caracteres latinos como cirílicos: “Bienvenido Yuri Gagarin”. Yo pregunté por el significado de aquellas letras y me dijeron que era ruso.
– Tu padre, Juan Ignacio Guerra Aymé, fue uno de los arquitectos destacados de la nueva generación de cubanos en la década de 1950. ¿Puedes contarnos sobre su obra y carrera?
Mi padre cursó carrera porque él mismo se pagó los estudios. Su padre murió siendo él muy joven y, al parecer lo había perdido todo, de modo que, mi padre, su hermana Esther, y su madre fueron a vivir con familiares de modestos recursos que vivían en Quivicán. Mi padre hizo su carrera universitaria trabajando a la vez y por esa razón demoró más en graduarse.
Antes de obtener su título de arquitecto ya trabajaba con Claudio Mendoza en la firma que ambos crearon para construir viviendas por encargo en diferentes barrios de La Habana. Ambos se complementaban muy bien porque mi padre hacía los planos y su asociado, a quien llamaban “Sony”, se ocupaba de la parte técnica y, sobre todo, de buscar a la clientela, pues él pertenecía a una de las familias más pudientes del país.
Construyeron muchas casas con un diseño muy avant-garde, pero sin olvidar el toque de arquitectura cubana ya que mi padre había sido émulo de Eugenio Batista, un destacado arquitecto. Cuyo estilo integraba lo que se llamaba entonces “arquitectura vernácula de las 3 P” a los criterios del Modernismo.
Entre las residencias que construyeron estaban la Byron-Blanco (1957), en el Country Club y la Residencia de Luis de Luis (1958) en el mismo barrio; la Agüero-Grau (1949), en el reparto La Coronela (esta la busqué en el 2019 por un día entero sin lograr encontrarla) o la residencia Carbonell.
También hizo la de Pérez-Fernández Roque (1949), en la calle 19 esquina 24, en el Vedado, así como la casa de Francisco Mestre Marcoleta y Anita Chadbourne (1949), en la calle Buenavista N° 1301, esquina a La Lisa, en el Biltmor. Así como estuvo a cargo de la de la familia del Dr. Tomás Gamba y Olga Ramos (1953), en la calle 200, esquina 21.
En el reparto Miramar existen todavía, pero en muy mal estado, los Apartamentos Residencial 88 (1952).
Un caso particular fue la casa de Nicolás Sierra Armendáriz y su esposa Gilda Rosa Álvarez (1951) con la cual ganaron la Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectura de 1952, y que se encontraba en la 7ma Avenida y la calle 12, del reparto Miramar, ocupada hoy en día por la embajada de México.
A la par de su labor en la firma también ejercía como docente en la Universidad Santo Tomás de Villanueva, en donde se había creado un claustro para impartir cursos de arquitectura del que también formaban parte Eugenio Batista, Mario Romañach Paniagua, Eduardo Monteliu, Emilio del Junco, Alberto Beale, Nicolás Quintana, Frank Martínez y Manuel Gutiérrez.
– ¿Qué sucede tras el triunfo del castrismo en 1959?
Es lógico que con tan exitosa carrera mi padre conservara la esperanza de que el gobierno castrista no iría muy lejos, tomando en cuenta sobre todo la cercanía de Estados Unidos. Mi madre insistía en que debíamos irnos del país cuanto antes, pero él se aferraba a la idea de que Fidel Castro no se saldría con la suya.
Mi madre intentó conseguir una visa para irse del país con nosotros, pero los americanos no daban visa a mujeres casadas sin la compañía del esposo. Así fue como envió a mis hermanos mayores a través de la Operación “Peter Pan”. Fue una odisea porque para que no los separaran tuvo que optar por un orfelinato en Filadelfia, St. Vincent´s Orphanage for Children, pues su padre había sido cónsul de Cuba en esa ciudad en 1927.
El 21 de enero de 1961, salieron de Cuba mis cuatro hermanos, María de Lourdes de 11 años, María Josefa, 10, Antonio Enrique 8, y Julia María, 6, y nos quedamos en La Habana mis padres y tres de sus hijos, entre los que me encontraba yo, porque para ser aceptado por la Operación Peter Pan había que tener más de seis años.
Por supuesto, la firma Guerra y Mendoza, de mi padre y su asociado, fue inmediatamente confiscada y, a través del Colegio de Arquitectos, Fidel Castro inventó, en febrero de 1959, el Instituto Nacional de la Vivienda. Este fue dirigido por Pastora Núñez González, la famosa “Pastorita”, encargada de regalar las casas de toda La Habana que dejaban las familias que partían al exilio.
También era la directora de los nuevos planes de viviendas en repartos de la periferia. A ese instituto tuvo que incorporarse mi padre como proyectista junto a otros arquitectos de la década de 1950 como Ana Vega, Modesto Campos, Antonio Rojo, Lorenzo Gómez Fantoli, José A. Vila, Hilda Fernández Vila, Alberto Beales, Ernesto Gómez Sampera, Gonzalo Dean, Carlos Alfonso Díaz, Basilio Piasecki, María Elena Cabarrocas, Manuel Gutiérrez, Roberto Carrazana, Humberto Santo Tomás, Margot del Pozo Seiglie, Heradia Hurtado Mendoza, Félix Pina Morgado, Mario González Cedeño, Selma Soto del Rey, Samuel Gutiérrez y Mercedes Díaz.
Guerra y Mendoza ganaron el Concurso para el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes en el Reparto Fontanar en el 1958 pero debido al triunfo de la Revolución, nunca se construyó. Era preciosa, en forma de estrella. Ganaron también el Concurso de Viviendas Económicas del Instituto Nacional de Ahorro y Viviendas del 1959, entre otros proyectos como el concurso del Ministerio de Obras Públicas Instituto de Segunda Enseñanza de Santa Clara (1959) y las Viviendas Económicas en Rancho Boyeros en 1960.
– ¿En qué momento logran salir del país y cómo?
Salí de Cuba con mi madre y mis otros dos hermanos el 2 de agosto de 1961. Llegamos primero a Miami, pero allí mi madre no consiguió trabajo y la situación era muy difícil. A esto se sumaba el problema de que mi hermana mayor iba a cumplir 13 años y el orfelinato St. Vincent´s de Filadelfia en que estaba internada era solo hasta los 12. Para poder irse para Filadelfia mi madre pidió un préstamo. A mi hermano Juansi tuvo que dejarlo en St. Vincent´s. Entonces a mi hermana más pequeña, Teresita, a mi hermana Lourdes y a mí nos puso en el orfelinato Mother Cabrini, la primera santa norteamericana, nacida en Lombardía, patrona de los inmigrantes y fundadora de las misionarias del Sagrado Corazón. Mi madre dormía en la enfermería de ese sitio.
Entre tanto, gracias a Carlos Alvaré, consiguió un trabajo como dibujante pues el título cubano de arquitecta no era reconocido en Estados Unidos. Mi padre logró salir de Cuba en noviembre de 1961. Al final, como familia, no pudimos reunirnos todos bajo un mismo techo hasta enero de 1962 porque los orfelinatos no entregaban a los niños hasta tanto los padres no tuvieran un trabajo y un hogar.
Nosotros debemos mucho a la familia Alvaré O’Reilly, de origen cubano e irlandés. María Teresa Alvaré Cabello, cubana y fallecida en 2021 en Devon, Pensilvania, era la esposa de Hubert O. O’Reilly, irlandés. Sus padres fueron Nemesio Alvaré y Andrea del Carmen Cabello. La familia vivía con sus hijos cerca de Filadelfia. Fueron ellos quienes nos encontraron la primera casa, en Wayne, en donde nos vivimos tres años hasta que la dueña quiso recuperarla. Después de la casa en Wayne, en 1964, vivimos en una casa alquilada en Villanova hasta el 1973. Entonces mis padres, con la ayuda de los Alvaré O´Reilly que nos dieron la entrada, decidieron comprar una casa en Strafford, Pennsylvania.
– ¿Qué estudios realizaste entonces?
Hasta 1973 estudié en Filadelfia, en escuelas católicas, hasta que terminé el bachillerato y quise independizarme de la familia. Había transitado durante mi adolescencia la época convulsa de los movimientos Peace and Love, la guerra de Vietnam, etcétera, y mis padres estaban aterrorizados de que nos alcanzara, también en Estados Unidos, otra revolución como la cubana.
Entonces comencé lo que llamo mi “autoexilio”, pues apenas cumplidos los 18 años me fui a estudiar Bellas Artes a Sevilla (Andalucía), a la Real Academia Santa Isabel de Hungría. Era muy rebelde y, en seis meses de estudios en esa institución me di cuenta de que no era lo que esperaba pues el franquismo y su censura estaban todavía en vigor. Imagínate que no nos permitían dibujar desnudos hasta el tercer año de carrera y la enseñanza era muy anticuada. Entonces decidí regresar a Filadelfia en donde matriculé, en 1974, en Tyler School of Art, en Elkins Park, que era parte de la Temple University.
– Pero tengo entendido que eres, por así decirlo, ciudadana romana desde hace 45 años. ¿Cómo apareció Italia en tu vida, al punto de adquirir la nacionalidad de ese país?
En 1977, estando en tercer año de Pintura, vine a Roma a estudiar y me enamoré de la Ciudad Eterna. Me costeé mis estudios, obtuve becas, conseguí un puesto de profesora de inglés e incluso me casé, en el mismísimo Vaticano, con un iraquí, en 1980. Descubrí entonces que me gustaba enseñar, pero que no quería quedarme como profesora de inglés, de modo que volví a estudiar en Temple University para obtener un máster de Bellas Artes y me permitieron hacer los dos últimos años en Roma, en donde me gradué en 1984.
Entonces empecé a trabajar en universidades norteamericanas como University of Dallas y Loyola University, ambas de Roma, hasta que en 1986 empecé como profesora de acuarela en Temple University de Roma en donde enseño todavía.
– ¿Cómo ha podido llevar en paralelo la vida docente y la de artista?
Siempre digo que se complementan. En Roma tengo mi taller en mi propia casa, en el barrio Aurelio, cuyo nombre se debe a la antigua Vía Aurelia que lo atraviesa, colindante con el Vaticano, razón por la cual veo desde mi terraza la cúpula de la basílica de San Pedro.
He enseñado Bellas Artes, Diseño, Escultura, y Pintura en muchas instituciones como el Instituto Gualandi para Sordomudos de Roma, la St. Stephen´s School, la St. John´s University, entre otras, todas en la capital italiana. Al mismo tiempo he continuado mi trabajo creativo que expongo con frecuencia en diferentes ciudades. Mi primera exposición importante, “Women About Woman”, la hice en la Noël Butcher Gallery de Filadelfia en 1985, seguida de otras muestras, personales o colectivas, ya sea en la misma Roma como en otras partes de Italia (Populonia, Celano, Perugia, Fiumicino) e, incluso, en Washington, Filadelfia, Miami, Colorado, Phoenix, Nueva York o la isla de Barbados. También fui parte, gracias a Andrea Herrera O’Reilly, hija de los Alvaré-O´Reilly de Filadelfia, del proyecto CAFÉ, fundado por los artistas cubanos Leandro Soto, Yovani Bauta e Israel León. Con Leandro hice la curaduría de la VIII edición de CAFÉ en el 2008, en la Temple University Gallery en Roma donde soy profesora.
Hay obras mías en varias colecciones de museos como el Castello Piccolomino (Celano, L’Aquila), el Centro de estudios San Luis de Francia (en Roma), la Pricewaterhouse Cooper (en Nueva York) o el Museo Caproni (en Trento).
¿Qué proyecto estás realizando ahora?
Acabo de terminar un libro de memorias ilustrado. Lo llamé primero “Tres Patrias” como la exposición del mismo nombre que hice en Roma en el 2020, pero ahora lo he titulado “Juan Ignacio y Josefina”, nombres de mis padres. Ha sido una obra muy intensa de amor hacia mis padres, mi familia, mis antepasados, y un legado que dejo, no solo a mi hijo y a mis sobrinos, sino a todos los cubanos dentro la isla y en el exilio. Porque, como me confesó una custodia en el Museo de la Obra Pía durante mi exposición en La Habana Vieja: “Tu historia es nuestra historia”.
Todas las familias cubanas tienen alguien en el exilio. Escribí el libro en inglés porque muchos de mis familiares han perdido nuestra lengua materna. Dibujé retratos de mis hermanos y parientes en esos primeros años de exilio sobre hojas de periódicos que compré en La Habana cuando murió Fidel Castro. Por supuesto, solo había tres periódicos en toda la isla y todos eran portavoces del régimen: Granma, Tribuna de la Habana, y Juventud Rebelde. Quise contrarrestar las caras tristes de mis seres queridos que sufrieron tanto por culpa de Fidel Castro con artículos elogiosos en las ediciones conmemorativas después de su muerte.
Había programado dos exposiciones sobre mis cuadros, dibujos e investigaciones para este libro en marzo y mayo del 2020, la primera en Roma y la segunda en Filadelfia (en la Tyler School of Art and Architecture de la Temple University). Debido al COVID-19, se pospuso la de Roma y la hice de forma virtual en noviembre del 2020. La de Filadelfia la cancelaron y por eso proyecto realizarla en 2024. Filadelfia es una ciudad muy importante para mi familia durante los primeros años de exilio y verdaderamente nos mostró su divisa: “The City of Brotherly Love” (la ciudad del amor fraterno).
He tenido muchas exposiciones estimulantes últimamente, como la colectiva “Remanso” (2022) en la ExPapeleria en la Vía Appia Antica, donde todos los artistas experimentamos con textiles. Hice un tríptico kinésico con un bastidor que rodeaba otro cuadro al óleo del río Almone, afluente del Tíber, y fijado en la pared. Bordé la pieza con hilo blanco sobre un fondo semi-transparente. Narra las historias mitológicas de la diosa Cibeles, invocada para salvar los romanos de Aníbal. Otra mujer heroica, Claudia Quinta, rescata del lodo del Tíber el barco con la diosa Cibeles y salva de este modo al pueblo romano.
Participé a ArtePorto Fuori Confine (2021) en el antiguo puerto de los Emperadores Trajano y Claudio, en Ostia Antigua, a 10 minutos del aeropuerto Leonardo da Vinci en Roma. Hice una instalación site-specific al aire libre con aros de hierro bordados sobre tela de mosquiteros colorados. Mi obra habla del puerto antiguo como núcleo de intercambio cultural, tema muy actual, especialmente en Fiumicino, ese sitio por donde pasan tantos aviones hacia todas las partes del mundo.
– ¿Has vuelto a Cuba?
Sí, 54 años después de mi salida. En 2015, por mi propia voluntad. Con mis padres ya fallecidos, empecé un proyecto de memoria familiar para el que obtuve el premio “Temple University Presidential Humanities and Arts Award” para volver a Cuba, pintar y hacer investigaciones para mi libro de memorias.
Además, recibí el Edward Carter Award de la escuela St. Stephen’s, una subvención con un año sabático de investigación. Entonces decidí ir a Cuba por primera vez.
En ese viaje se unieron tres de mis hermanos – María Josefa (Fefita), Tony, y Teresita. Y como un viaje lleva a otro, estando en La Habana, conocí a una persona que trabajaba para la embajada italiana que me propuso volver en 2016, esta vez como artista italiana, para participar en la XIX Semana de la Cultura Italiana con una exposición titulada “Mi Cuba, la Mia Italia”. La exposición tuvo lugar en la Casa de la Obra Pía, sita en La Habana Vieja. Mi hijo mayor, Nuri, que vive en San Sebastián en España, vino para apoyarme en la exposición y para conocer esa parte de sus raíces.
– ¿Puedes contarnos las impresiones de ese primer viaje?
Fueron impresiones muy contrastantes. Por una parte, nada tenía que ver con el país de mis primeros seis años de vida y a la vez todo estaba como congelado en el tiempo. Los sitios turísticos muy restaurados y el resto cayéndose a pedazos. La gente tratando de sobrevivir a cualquier precio y, lo peor, los profesionales trabajando como choferes y en otras cosas por tal de estar en contacto con los turistas como fuente de ingreso.
En el primer viaje, gracias a Graziella de Luis Ponce, que llamaban “Gachi”, una importante intérprete de Naciones Unidas y del Vaticano que trabajaba para la FAO en Roma, y cuyo padre, Luis de Luis era de una eminente familia cubana (para el que mi padre construyó su residencia en el reparto Country Club) y su madre yucateca, pude alquilar un penthouse del Vedado que ocupaba una funcionaria cubana, primera esposa del general fusilado Arnaldo Ochoa. La cual estuvo casada luego con un comandante del Gobierno. Esta señora vivía como funcionaria de la FAO en Roma, razón por la cual “Gachi”, quien por cierto falleció en 2019 en un accidente aéreo cuando viajaba a Etiopía, la conocía.
Por supuesto, yo estaba aterrorizada con la idea de ir a la isla, y por eso me dije que lo mejor era que me quedara como “inquilina” de alguien del Gobierno, pues estando esta señora tan vinculada con el régimen por formar parte de éste, pensé, ilusamente, que no podían tocarla y, por consiguiente, a mí tampoco. Lo que queda claro es que viajaba con mucho miedo y desconfianza.
La sensación que tuve quedándome allí, así como en la casa particular de un médico que alquilé después, en el mismo Vedado, fue que todos esos nuevos propietarios eran impostores que sabían muy bien que esas propiedades no les pertenecían.
Una sensación bastante desagradable que sentí también visitando mi propia casa en el Biltmore (ahora Siboney) que ocupan hoy en día tres familias. Mi casa la dividieron de manera anárquica e, incluso, añadieron casetas en los jardines traseros para alojar a familiares. Así y todo, pude ver que las losetas, los detalles de la estantería de la cocina, mi cuarto y un sinfín de cosas estaban en el mismo lugar que 55 años atrás. Y los nuevos ocupantes –entre los que estaba una señora que la vivía desde que nosotros partimos al exilio– me dejaron entrar cuando dije que aquella era mi casa natal y que la que había construido mi padre. Tuve la impresión que para ellos era normal que entrara, como si me hubieran estado esperando de toda la vida.
Pude ir a Camagüey, ciudad de mis ancestros patriotas, los Recio Agüero. En general, me dio la impresión de que Cuba era como un gran Mercado de las Pulgas, en donde todos los objetos usurpados que se venden tienen el olor de la muerte por haber pertenecido a personas que tuvieron que desprenderse de ellos, y que ahora proponen al mejor postor quienes buscan sobrevivir a toda costa en medio de un gran naufragio. Es la mejor prueba de que otro país existió un día.
Publicación fuente ‘Cubanet’
Muy emotivo leer las experiencias de esta señora. Me hace revivir esos años y esos espacios que perdimos. Navarrete como siempre, hace un trabajo impecable.