James Valender: En torno a la estancia de Manuel Altolaguirre en Cuba
Siendo yo jefe de redacción de Cuadernos Hispanoamericanos en 1995, me llegó un artículo de mi amigo el hispanista residente en México James Valender sobre un libro de Gonzalo Santonja relativo a la estancia del poeta Manuel Altolaguirre en Cuba, al que se le había otorgado nada menos que el Premio Nacional de Ensayo (1995). Yo había leído el libro con cierta incredulidad ante algunas afirmaciones y conclusiones y el trabajo de Valender terminó de quitarme la venda. Sabiendo que podía ser polémico se lo pasé al director, Félix Grande, diciéndole que debíamos publicarlo. Tras leerlo me comunicó alarmado que no se podía publicar: “Juan, tú no conoces a los comunistas, nos perseguirán…”. Me opuse a sus llamémosle argumentos, pero insistió de modo determinante, y me pidió que le comunicara a Valender que la revista estaba abierta a sus sugerencias. Lo que hice fue escribirle diciéndole la verdad, es decir: que el director se oponía, por razones ajenas a su calidad crítica. Hace unas semanas, en una conversación con Alfonso Armada y Carlos García Santa Cecilia surgió el nombre de Gonzalo Santoja, que desde hace tiempo no está cerca del Partido Comunista o de Izquierda Unida sino del partido de extrema derecha Vox. Saqué a colación aquel affaire y Alfonso se mostró interesado en llevar a cabo una necesaria restauración crítica para la que James Valender no ha dudado en rescatar de sus archivos aquella pieza que debió de editarse en Cuadernos Hispanoamericanos y que ahora lo hace (29 años más tarde) en fronterad.
Juan Malpartida
Obligado, como tantos otros republicanos, a abandonar su país al final de la Guerra Civil, Manuel Altolaguirre salió de Burdeos, acompañado por su esposa y su hija Paloma, en marzo de 1939. Su destino original era México, pero durante la travesía del Atlántico, Paloma se enfermó de sarampión y, al hacer escala en Santiago de Cuba, tuvieron que abandonar el barco. A raíz de esta breve enfermedad de su hija, Altolaguirre terminó quedándose unos cuatro años en la isla, concretamente en La Habana, antes de retomar el viaje a México en marzo de 1943. Si bien estos cuatro años fueron uno de los tiempos mas difíciles en su vida, fueron también de los más fructíferos. Sobreponiéndose a las difíciles circunstancias del exilio, Altolaguirre logró retomar no solo su vida literaria sino también la actividad que tantas satisfacciones le había deparado a lo largo de su carrera: con la ayuda providencial de algunos amigos, compró una imprenta, “La Verónica”, y en ella, asistido como siempre por su esposa, la también poeta Concha Méndez, empezó a sacar una nueva serie de ediciones. Fruto de este esfuerzo fueron las revistas Nuestra España (el órgano oficial de los republicanos exiliados en Cuba, 1939-1941), los dos cuadernos de Atentamente (una revista unipersonal, junio y julio de 1940) y La Verónica (una diminuta publicación semanal en la que colaboraron figuras destacadas tanto del exilio como de la comunidad intelectual cubana, octubre-noviembre de 1942). En la imprenta “La Verónica” también se imprimieron varios números de Espuela de plata (1939-1941), una revista de Lezama Lima que, además de contar con colaboraciones de algunos de los exiliados (entre ellos del propio Altolaguirre), reunió por primera vez al grupo de poetas y artistas cubanos que más tarde se consagrarían bajo la bandera de la revista Orígenes. Fueron también importantes las distintas colecciones de libros y folletos editados por los Altolaguirre en La Habana. Según el testimonio de Ángel Lázaro, otro español que se encontraba entonces en La Habana, estas ediciones ascendieron a por lo menos unos 180 títulos; cifra altísima, sobre todo cuando se recuerda que cada uno de los libros tenía que componerse a mano. Aquí nuevamente se ven reunidos autores españoles y cubanos, figuras (en ambos casos) de las más diversas trayectorias literarias e ideológicas. Libros de ensayos, narrativa, arte, teatro, pero sobre todo de poesía, entre los cuales se destacan dos del propio Altolaguirre: Nube temporal (1939) y una nueva versión de La lenta libertad (1942).
En relación con este interesante capítulo en la historia del exilio español, el profesor Gonzalo Santonja ha publicado una monografía titulada Un poeta español en Cuba: Manuel Altolaguirre. Sueños y realidades de primer impresor de exilio (prólogo de Rafael Alberti. Barcelona: Círculo de Lectores, 1994. Premio Nacional de Ensayo, 1995). Es tan poco lo que se ha escrito sobre Altolaguirre que el hecho de que se le ha dedicado ya no una nota o un ensayo sino un libro entero al estudio de esta estancia suya en La Habana, naturalmente despierta una curiosidad muy viva en el lector. Una curiosidad que, por desgracia, no resiste la prueba de la lectura. Porque sobre este episodio el profesor Santonja ha escrito un libro no sólo decepcionante, sino incluso molesto. Decepcionante, porque a fin de cuentas es muy poco lo que nos dice sobre la estancia de Altolaguirre en Cuba. Y molesto, porque lo poco que nos dice, en lugar de apoyarse en un esfuerzo de documentación más o menos fiel y cuidadoso, refleja la voluntad de enterrar la verdadera trayectoria del malagueño bajo un mito que apenas si tiene relación con la realidad de los hechos.
Ambos aspectos necesitan de mayor comentario, pero antes de seguir adelante, debo dejar constancia de otra peculiaridad de la obra. Y es que, en realidad, esta aloja en sus páginas no un libro, sino dos. Porque al margen de lo que nos dice sobre Altolaguirre y “La Verónica”, Santonja nos va ofreciendo una serie de observaciones sobre temas variados que no tienen ningún vínculo directo con el titulo anunciado: reflexiones sobre sus “heroicos” esfuerzos como investigador en la Biblioteca Nacional de La Habana; sobre la Revolución Cubana (apreciaciones a veces críticas, pero en general favorables); sobre lo que llama “el carnaval falso” de la democracia española actual; sobre su íntima amistad con Rafael Alberti; sobre las erratas (tema en que demuestra ser especialista); sobre sus propias experiencias (nuevamente “heroicas”) como editor de libros, experiencias que parecen culminar en una serie de reediciones “fraudulentas” y “piratas” (las palabras son suyas (196), de libros originalmente impresos por Altolaguirre, etc. No sé a qué tipo de lector van dirigidas estas apreciaciones. Por mi parte, sólo diré que no me resultan especialmente edificantes (mas bien, al contrario); en todo caso, están totalmente fuera de lugar en un libro supuestamente dedicado a reivindicar la trayectoria “olvidada”, no de Gonzalo Santonja, sino de Manuel Altolaguirre.
Volvamos ahora a las páginas que sí tienen algo que ver con el tema anunciado en el título del libro. Como ya indiqué, es sumamente insuficiente el perfil que nos ofrece el autor de las distintas actividades realizadas por Altolaguirre en La Habana. Resultan muy parciales, por ejemplo, los comentarios que nos brinda sobre las cuatro revistas impresas por el malagueño. Parciales, tanto en el sentido de “incompleto” como en el de “tendencioso”. A los dos cuadernos de Atentamente Santonja sí les presta atención (casi un capítulo entero); pero, como veremos mas adelante, una atención que desvirtúa por completo el significado del texto. A La Verónica le dedica bastante menos espacio, unas doce páginas, que apenas le alcanzan para glosar tres de los seis números que tuvo la revista; ante la importancia de dicha publicación, cualquiera se hubiera permitido el espacio necesario para hacer un análisis más detenido y más completo; pero no así Santonja, que al juzgar por lo que afirma, ni siquiera considera necesario decir lo poco que dice, porque según él: “La Verónica se explica sin necesidad de glosas desde su sencilla pero esencial presencia” (113); comentario que sin duda le va a agradecer muchísimo el lector que no haya tenido acceso a dicha publicación. Pero, finalmente, es a las otras dos revistas impresas por Altolaguirre a quienes les va peor. Nuestra España y Espuela de plata son dos publicaciones de interés fundamental para entender el mundo intelectual del exilio en el que Altolaguirre se movía, así como para entender la integración a la vida cultural cubana que él y otros exiliados iban logrando para sí. Sin embargo, sobre ellas Santonja no nos dice absolutamente nada. Son omisiones injustificables desde cualquier punto de vista; omisiones que resultan todavía más incomprensibles ante las numerosas páginas que el autor dedica, en cambio, a averiguar si es apócrifa o no una errata que se le atribuye a Altolaguirre como impresor, o a especular sobre el carácter que hubiera tenido una revista, El Mar y los Peces, que realidad nunca llegó a ser más que un vago proyecto, acariciado no ya en 1939-1943, sino durante un par de días en 1931.
En cuanto a las ediciones de “La Verónica” el panorama ofrecido resulta, si cabe, todavía más estrecho. De los 180 o más libros editados por Altolaguirre, Santonja sólo se digna mencionar unos veinticinco títulos (o autores); y de estos veinticinco títulos, sólo siete son motivo de algún comentario: Aventuras del soldado desconocido cubano, de Pablo de la Torriente Brau; una segunda edición de Momento español, de Juan Marinello; Nube temporal, de Manuel Altolaguirre; Sabor eterno y una segunda edición de Júbilo y fuga de Emilio Ballagas; Proust desde el trópico, de Eva Fréjaville (“Frejaille”, según Santonja); y una primera edición en lengua española de los Cuentos negros de Cuba, de Lydia Cabrera. No voy a proponer algo tan absurdo como exigirle al autor que analice a fondo cada una de las ediciones, pero sí esperaba que ofreciera una imagen un poco más completa de la rica y variada labor realizada por “La Verónica”. Quien lea este libro difícilmente tendrá una idea de la importante participación en estas ediciones, por ejemplo, de exiliados de la talla de María Zambrano, José Rubia Barcia, Ángel Lázaro, Bernardo Clariana y… la propia Concha Méndez.
Finalmente, resulta lamentable la escasa atención prestada a los dos libros de poesía del propio Altolaguirre. Digo lamentable, porque por lo poco que nos comunica Santonja sobre estas dos ediciones, queda en evidencia que ni siquiera las ha visto. Si no, no nos diría que La lenta libertad, de 1942, es simplemente una segunda edición del libro del mismo título editado en 1936, cuando en realidad se trata de una antología totalmente distinta. Y si hubiera tenido en sus manos un ejemplar de Nube temporal, tampoco nos informaría que el tomo “consta de doce poemas, más un apéndice con unas elogiosas palabras de Jules Superville [sic]” (154), cuando en realidad son treinta y dos los poemas recogidos en el libro, y las elogiosas palabras de Supervielle, lejos de estar relegadas a un apéndice, encabezan el conjunto. El cotejo de variantes que pretende hacer de distintas versiones de uno de los poemas de Nube temporal –cotejo totalmente errado (156-59)– también confirma que el crítico nunca ha consultado un original del libro. Repito: resulta verdaderamente lamentable que alguien que dice admirar la poesía de Altolaguirre proceda con tanta ligereza.
Por desgracia, esta misma despreocupación por conocer efectivamente los textos que cita (y, por lo tanto, por citarlos bien), recorre todo el libro. Así, el poema “No olvides” de Altolaguirre no fue “muy probablemente escrito en Cuba”, como señala Santonja al reproducirlo en la página 42 de su libro; al contrario, tal y como el mismo Santonja señala al reproducirlo (nuevamente entero) en la página anterior, fue el último poema que Altolaguirre publicara antes de salir de España al exilio. La revista que editó Altolaguirre en París en 1931 fue Poesía y no Héroe, que se editó en Madrid, en 1932-33 (81). La última revista de Altolaguirre, su Antología de España en el recuerdo, no se publicó en 1944, como sugiere Santonja (110), sino dos años más tarde. La revista de Lezama se llamaba Espuela de plata y no Espuelas de plata, como escribe Santonja en su única referencia a ella (125). La primera versión de La lenta libertad fue editada en 1936, como ya se ha dicho, y no en 1935, como señala nuestro autor (142). El poema “Era mi dolor tan alto” no corresponde a la colección Ejemplo (1927) –que, a diferencia de lo que se nos dice (145), tampoco fue el “primer poemario” de Altolaguirre– sino a Soledades juntas (1931). Los comentarios, supuestamente sobre Altolaguirre, que en la página 159 se atribuyen a Emilio Prados, en realidad forman parte de los recuerdos del propio Altolaguirre sobre Prados. El poema “El sol bajaba entonces”, que Santonja atribuye a Las islas invitadas (1936), corresponde en realidad a una colección muy distinta, Las islas invitadas y otros poemas (1926). A diferencia de lo que se nos dice (207), Altolaguirre no editó el primer libro de Miguel Hernández, Perito en lunas (1933), sino el segundo, El rayo que no cesa (1936). El primer libro de Vicente Aleixandre, editado por Prados y Altolaguirre en la imprenta Sur, se titulaba Ámbito, y no Orillas de la luz, título este de un libro de otro poeta andaluz, José María Hinojosa (264)… En fin, por que seguir. Todos cometemos errores (y erratas) de vez en cuando. Pero en el caso del presente libro su número es abrumador. Aunque el propio Santonja se queja de tener que vivir y trabajar “en un medio como el nuestro, bastante reacio al rigor” (170), todo parece indicar que él mismo es el mejor ejemplo de los vicios que censura.
En el capítulo “Preliminar” de su libro, Santonja intenta anticiparse a algunas de las críticas que acabamos de hacerle. En cuanto a los descuidos en la documentación, el autor nos adelanta que se trata de un libro “deliberadamente alejado del tono erudito, lo cual no significa, ni muchísimo menos, que cuanto a lo largo del mismo se afirma carezca de apoyo documental; al contrario, como enseguida advertirán quienes sepan leer entre líneas” (26). Como acabamos de ver, el lector no tiene que leer entre líneas para darse cuenta de que no es así. En cuanto al carácter incompleto del panorama que ofrece, Santonja insiste que no fue su propósito levantar un repertorio exhaustivo de las ediciones de “La Verónica”: “catálogos ya he levantado los suficientes –se queja, refiriéndose a anteriores trabajos suyos– y temo que con escaso aprovechamiento”. Al estudiar la obra cubana de Altolaguirre, nos sigue explicando, su propósito fue muy distinto: buscar “las señales profundas de su influencia en la cultura de la isla y a través de ella –una de las veintitantas provincias de nuestra común lengua– en la de todo el extenso mundo literario del idioma castellano” (26). El lector (si supera su indignación ante la condescendencia implícita en tratar a las sociedades latinoamericanas como “provincias” de la lengua española, cuya metrópolis, se entiende, sería España) bien podría preguntarse cómo piensa el autor lograr este propósito sin antes ofrecernos un perfil medianamente completo de la obra cuyas huellas dice buscar. Y, efectivamente, resulta muy poco lo que en realidad nos llega a decir sobre el tema. Sobre la proyección de la obra cubana de Altolaguirre en los demás países de lengua española, no nos dice absolutamente nada. Sobre la proyección dentro de la isla, el autor sí ofrece algunos comentarios, pero estos, además de muy breves, tienden a dar una interpretación de la misma que es totalmente falsa.
Porque apoyándose en unas declaraciones altamente “políticas” de Nicolás Guillén y Gabriel García Márquez, Santonja defiende la absurda tesis de que el exilio español representó “una segunda conquista de América” y de que fue Manuel Altolaguirre quien, como una especie de conquistador espiritual, trajo la cultura a una sociedad cubana casi exenta de ella. “En aquellos tiempos, en que prácticamente no se hacía nada”, afirma Santonja, citando palabras de Ángel Augier (“intelectual de absoluta solvencia, Premio Nacional de Literatura de Cuba, 1992”), “Manolo representó la innovación total” (217). ¿Y Nicolás Guillén?, podríamos preguntar. ¿Y Alejo Carpentier? ¿Y Dulce María Loynaz? ¿Y Jorge Mañach? ¿Y Lino Novas Calvo? ¿Y Eugenio Florit? ¿Y Mariano Brull? ¿Y Emilio Ballagas? ¿Y Lydia Cabrera? ¿Y Lezama Lima? ¿Y Ángel Gaztelu? ¿Y Virgilio Piñera? ¿Y Gastón Baquero? ¿Y las revistas Grafos, Bohemia, Mediodía, Verbum, Espuela de plata, Clavileño y Nadie parecía? ¿Y los pintores Portocarrero, Mariano, Arche, David, Víctor Manuel, Amelia Peláez, Cundo Bermúdez, Carlos Enríquez y Mario Carreño? ¿Y el compositor José Ardevol? ¿Y los críticos José Gómez Sicre y Guy Pérez Cisneros? Para el español Santonja todo esto le resulta poca cosa. Tan poca cosa que casi lo único que, según él, valdría la pena destacar en “la débil sociedad literaria de La Habana” (113), sería “la histórica Institución Hispano Cubana de Cultura (1926), asociación decisiva en el panorama cultural de la isla y fundamental punto de apoyo para la difusión del pensamiento y el arte español hacia toda Latinoamérica” (92). (Ningún portavoz del hispanismo franquista hubiera podido expresarse mejor…).
No es necesario denigrar la vida cultural cubana (que en todo caso experimentaba en ese momento el inicio de una efervescencia pocas veces vista en su historia) para valorar en su justa medida la obra (importante, pero de ninguna manera única ni decisiva) de los Altolaguirre. Quiero decir que no sería necesario, si el autor tuviera un mínimo conocimiento de esa cultura antillana. Despachar la literatura cubana de principios de los 40, como lo hace Santonja, como “en buena medida aún apegada a lo más decadente y residual del modernismo tópico” (68), es simplemente dejar en evidencia su ignorancia. Y es seguramente ignorancia lo que le impide cumplir con su propósito de trazar las repercusiones de “La Verónica” en los demás países de América Latina. Al poeta mexicano José Gorostiza (“Goroztiza” según la ortografía castiza de Santonja), el autor dice conocerlo; incluso lo identifica como “personalidad señera del fundamental grupo de ‘Los Contemporáneos’” (114). Pero ¿qué tan bien conocerá Santonja a este “fundamental grupo” si en la misma página confiesa no tener idea de quien es Gilberto Owen, que colabora junto con Gorostiza en La Verónica? Si el crítico hubiera leído bien la revista, tal vez hubiera aprendido algo al respecto, porque en el número 3, en una nota firmada por el propio Altolaguirre, se lee lo siguiente: “Gilberto Owen, original y hondo poeta, hizo inolvidable su nombre en Contemporáneos, la gran revista mexicana”. Es decir, una vez más, la ignorancia y la indolencia del investigador se dan la mano.
Ahora bien, si no quiso levantar un repertorio completo de las ediciones de “La Verónica” y si, a pesar de lo que anuncia, tampoco procedió a medir la influencia de dichas ediciones en “el extenso mundo literario del idioma castellano” (26), ¿a qué propósito oculto corresponde finalmente el libro? La respuesta no es fácil, porque el libro avanza mediante un zigzagueo exasperante de saltos y digresiones. Pero en la medida en que el texto tiene alguna orientación general, esta consistiría en un afán por mitificar, no sólo la estancia de Altolaguirre en La Habana, sino toda su trayectoria como poeta e impresor, desde sus inicios en 1923 hasta su salida de Cuba veinte años más tarde. De acuerdo con este proceso de mitificación, la trayectoria de Altolaguirre durante el exilio sería una simple prolongación de la postura de compromiso político y social asumida por él en los primeros meses de la Guerra Civil, así como la obra realizada en los años anteriores a la guerra sería un mero anticipo de la misma actitud. Basándose en esta presuposición, Santonja llega, por ejemplo, a ver en revistas tan distintas como Litoral (1926-29), Caballo verde para la poesía (1935-36) y La Verónica (1942), un mismo proyecto cultural, “una muy trabajada y constante conjunción de entregas con proyección social y una definida orientación política (no politiquera)” (248); entelequia que, desde luego, no existe fuera de la imaginación del propio Santonja. Huelga decir que cada revista corresponde a un momento y una ideología específicos, cuyo perfil le toca al estudioso definir. Pero a nuestro crítico no le interesa, por lo vista, la historia, sino (tal vez por más fácil y más maleable) el discurso atemporal del mito.
En lo que respecta a la etapa cubana de Altolaguirre, que es el supuesto tema del libro, el lector se ve víctima de un escamoteo permanente: cada vez que se anuncia el estudio en detalle de un aspecto particular de la obra realizada en el exilio cubano, el autor se sale por la tangente, regresando repetidamente a la España de 1936-1937. Así, una vez contada la historia de la llegada de los Altolaguirre a La Habana y apenas anunciada la compra de la imprenta, Santonja dedica dos capítulos enteros a trazar la actuación en España durante la Guerra Civil de dos miembros del Partido Comunista Cubano: Pablo de la Torriente Brau y Nicolás Guillén, dándonos así a entender (sin efectivamente decirlo) que las distintas actividades cubanas del malagueño fueron esencialmente una prolongación de la misma postura “comprometida” asumida por estas dos figuras durante la guerra. Altolaguirre mantuvo, en efecto, alguna amistad con Guillén durante la guerra; pero toda la obra realizada por él en su exilio cubano indica una postura sumamente alejada de la que presuponía una adhesión (como la de Guillén) al Partido Comunista. En cuanto a Torriente Brau, no parece que Altolguirre haya llegado ni siquiera a conocerlo, a pesar de todo lo que nos quiere dar a entender Santonja al hablar del “compañerismo” que supuestamente habría existido entre los dos (49-69).
Si bien, en los primeros meses de la guerra, como muchos otros republicanos, Altolaguirre hizo suya la idea de que el intelectual y el artista tenían una misión social y política muy especifica que cumplir, conforme avanzó la contienda (y sobre todo a partir de su amarga experiencia como “poeta del ejército”) fue tomando cada vez más distancia frente a este dogma. De hecho, al finalizar la guerra, fue tan profunda su revulsión ante esta glorificación del papel del intelectual, fue tan intenso su sentimiento de culpa por haber intentado, como intelectual, intervenir políticamente en la vida de los demás y fue tan profunda la vergüenza que sentía por haber disfrutado, a cambio de ello, de tantos (y tan injustos) privilegios, que, inmediatamente después de salir de España, estuvo a punto de enloquecer y tuvo que ser internado en un manicomio francés. De todo ello habla el propio Altolaguirre, de manera elocuente y conmovedora, en los dos cuadernos de su revista unipersonal Atentamente, así como en otros capítulos de sus memorias, luego reunidas bajo el título de El caballo griego[1] .Santonja dedica el primer capítulo de su libro a glosar los dos cuadernos de Atentamente, asegurándose, desde luego, de desvirtuar el verdadero sentido del texto. Según su “lectura”, lo que causó la profunda crisis espiritual del poeta fue la discriminación a favor de los intelectuales practicada, no durante la guerra, por el gobierno español, sino en el momento del éxodo masivo, por las autoridades francesas, al extender las visas exclusivamente a quienes pertenecieran a este rango o profesión. Fue al pisar tierra francesa, insiste Santonja, cuando el poeta empezó a sentir “la imperiosa necesidad de volverse a sentir un hombre más… al igual que durante la guerra” (37). El texto de Altolaguirre no podría ser más transparente; ni la tergiversación que se nos ofrece de él, más burda.
El mismo escamoteo se observa cuando Santonja se pone a glosar algunas de las conferencias que dictó Altolaguirre poco después de instalarse en La Habana. Al investigador no le interesa estudiar lo que estas conferencias podrían decirnos en cuanto a la visión de mundo del exiliado; simplemente le sirven de pretexto para regresar a la Guerra Civil. Si se hubiera tomado la molestia de leerlas con cuidado, se hubiera dado cuenta de lo mucho que había cambiado la visión de Altolaguirre desde el verano de 1937. En su conferencia sobre “Don Miguel de Unamuno”, por ejemplo, su nueva postura queda perfectamente definida (el texto fue publicado en enero de 1940 en la Revista Hispánica Moderna). Altolaguirre reconoce que la justicia social siempre es una meta digna de buscarse; pero, al igual que Platón, cree que los poetas no tienen nada que hacer en la realización de ese ideal. El poeta no sólo no debe intervenir en los importantes asuntos públicos, sino que, además, no puede si es que quiere mantenerse fiel a su vocación:
“Las ciencias políticas son ciencias económicas, a cuya justicia matemática, tarde o temprano, tendrán que someterse los hombres. Pero en ello no hay lirismo posible. Los lirismos entorpecerán siempre el implantamiento de esa justicia. De la República, de la Política, deberán de ser expulsados los poetas. La política necesita sobre todo hombres poco singulares, necesita sobre todo de hombres con sentido común”.
¿Cómo reconciliar esta postura con el compromiso de un escritor marxista como Nicolás Guillén? Imposible hacerlo, desde luego. Y con esto no quiero decir que durante su estancia en La Habana Altolaguirre no haya mantenido su amistad con Guillén y con otros comunistas cubanos (amistades que después del inicial reencuentro no parecen haber sido especialmente estrechas), sino simplemente que es deshonesto partir de estas relaciones personales para insinuar la presencia en el poeta exiliado de una concepción del papel del poeta que no era suya.
Las tergiversaciones resultan, una y otra vez, innegables. Sin embargo, sigue la duda: ¿por qué dedicar tanto esfuerzo a torcer el perfil ideológico de alguien tan marginado de los centros de discusión crítica como lo ha estado Altolaguirre? Santonja evidentemente padece una aguda nostalgia por la España revolucionaria de los años 30 y quiere a fuerzas que la historia del exilio sea una simple continuación de esa misma actitud (hipótesis, por cierto, que cualquier historiador provisto de un mínimo de honestidad intelectual se vería obligado a abandonar apenas entrado en el tema). Pero, ¿por qué Altolaguirre (sobre todo, si como hemos visto, el interés real de Santonja en la obra del malagueño es casi nulo)? La explicación de este enigma la ofrece, según creo, el último capitulo del libro, donde el autor deja ver que lo que en realidad lo ha llevado a tomar la pluma no es la estancia de los Altolaguirre en Cuba sino la relación personal e ideológica que existió entre éste y Rafael Alberti. Concretamente, lo que le interesa a Santonja es demostrar que Altolaguirre siempre fue tan revolucionario, y tan buen revolucionario, como Alberti. Y esto, por una razón circunstancial muy sencilla. Y es que, según Santonja:
“circula por ahí una historia en versión de torva novelería que, carente de base documental, amaga con medias palabras y no se sabe, mas se insinúa para dibujar un panorama de recelos cuyo fatal colofón consistiría en un enigmático manifiesto procomunista avalado por firmas alevosamente usurpadas, entre agravantes, por Rafael Alberti: las de Moreno Villa, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Concha Méndez y Manuel Altolaguirre”. (255)
Es decir, si se puede demostrar que Altolaguirre siempre fue tan revolucionario como Alberti, quedará desmentida (según Santonja) la acusación en contra del gaditano. Ya eso finalmente se dedica el autor: a deshacer el entuerto. Pero ¿de dónde procede esta historia? ¿De quién? Puesto que Santonja no se atreve a dar nombres, tendremos que identificar la fuente nosotros.[2] Quien habló por primera vez de esta usurpación de firmas por parte de Rafael Alberti fue Concha Méndez, esa misma “viejecita lúcida y vivaracha” que en otro momento de su libro Santonja dice admirar (25). Ella habló brevemente del tema en el libro de memorias que escribió en colaboración con su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre: Memorias habladas, memorias armadas, libro que Santonja menciona, pero no en relación con este asunto. Refiriéndose a los primeros meses de 1936, Concha Méndez afirma lo siguiente:
“Alberti se comportó con nosotros de manera desleal y muy desagradable, ya que un día se le ocurrió tomar los nombres de Aleixandre, Cernuda, Moreno Villa, el de Manolo y el mío para incluirlos en un manifiesto comunista para el cual necesitaba el apoyo de los escritores. Los tomó, poniéndonos en peligro, y sin que ninguno de nosotros estuviera de acuerdo con la infiltración de esta ideología en España”. (99)
En el último capítulo de su libro (que es donde por primera vez se ocupa directamente de lo que es su tema central) Santonja hace largos y vehementes esfuerzos por desmentir la acusación, pero no llega a nada concreto; lo cual es natural, porque, en efecto, no se trata de un asunto que se pueda ni probar ni desmentir. En todo caso, los recuerdos del propio Alberti al respecto hubieran resultado más pertinentes que los aspavientos de su protegido. Puesto que en su libro Concha Méndez también recuerda, con evidente gratitud, la amistad que tuvo con Alberti en los años 20, no cabe atribuir la acusación a simples rencores de orden personal. Algo obviamente ocurrió, algo muy desagradable para que ella todavía lo recordara unos cincuenta años mas tarde.
Cabría agregar que Altolaguirre, por su parte, no es nada benévolo con Alberti en las páginas que le dedica en sus memorias (cosa insólita en el malagueño y que Santonja se empeña, desde luego, en ocultar). En el verano de 1931 los dos poetas habían coincidido, junto con Jules Supervielle, en la isla mediterránea de Port-Cros; ahí, según los recuerdos de Altolaguirre, Alberti se había propuesto no sólo abusar de la generosidad de su anfitrión, Supervielle, sino también burlarse de la homosexualidad de otro invitado, André Gide; cosas ambas que molestaron mucho al malagueño e hicieron que abandonara la isla antes del tiempo previsto. En las numerosas páginas de sus memorias que Altolaguirre dedica a la guerra civil, Alberti no figura en absoluto, cosa que concuerda perfectamente con la crítica discreta, pero a la vez incisiva, que el malagueño proponía hacerle a la política cultural del gobierno que Alberti tan bien representaba. Es decir, aun cuando resultara posible demostrar que la acusación de Concha Méndez haya sido infundada (cosa que de ninguna manera creo), de todas maneras seguiría siendo falsa la idea de una completa y permanente armonía personal e ideológica entre Altolaguirre y Alberti, que es el punto al que, como ya dijimos, Santonja finalmente propone llegar.
Una y otra vez, escudándose detrás de su amistad con Alberti, que parece que fue quien acuñó el apodo, Santonja se refiere al poeta malagueño como “Tontolaguirre”. El autor se apresura a explicar que lo llama así “porque su desprendido proceder, en un mundo de listos, le convertía en un raro” (25); aún contando con esta explicación, el chiste no tiene mucha gracia. Sí confirma, en cambio, la condescendencia (disfrazada de admiración) con la que Santonja trata al poeta e impresor a lo largo de su libro. Manipulación ideológica, indolencia investigativa, condescendencia personal: raras veces he leído un libro tan poco digno de la figura que se pretende estudiar, como tan poco digno, por cierto, del Premio Nacional que le fue concedido en diciembre de 1995.
Notas
[1] Por ejemplo, en las páginas que dedica a su experiencia en el XI Cuerpo del Ejército del Este, al que se incorporó en el verano de 1938, Altolaguirre recuerda lo siguiente: “Estuve unos días en plan de poeta cortesano. Lo era porque mi vida transcurría al amparo del alto mando. Admiré el sentido de responsabilidad con que se comportaba el Estado Mayor. Participé en sus inquietudes, pero no en los riesgos. Sentía yo que mi obra me defendía, como la corta edad defiende a los niños, como la belleza defiende a las mujeres; y una mañana me dije que las cosas no podían seguir así y que yo tenía que hacer algo”. Según parece, el poeta pidió ser trasladado al frente, pero su petición fue rechazada: fue designado a hacer “labor cultural” en el ejército. “Mi dignidad fue víctima de un altísimo concepto de la Defensa de la Cultura. Del gran honor de ser un hombre como los demás en la lucha por la libertad y la independencia de mi patria, me convertí en un símbolo, representativo de una clase, que no me atrae mucho por cierto, la de los intelectuales”. Y mientras tanto, el sentimiento de culpa le iba socavando el espíritu. Interrogado por los otros soldados sobre cuál debería ser la misión de un intelectual durante la guerra, Altolaguirre reaccionó de esta manera: “No creo que el hecho de ser intelectual nos desligue de ninguna de las obligaciones que todos los hombres por igual tienen con la patria. Y el intelectual que valiéndose de su prestigio elude dichas obligaciones, yo creo que es un sinvergüenza”. Véase Altolaguirre, “El caballo griego” (103-05).
[2] Esto de tirar la piedra y esconder la mano es una de las estrategias predilectas de Santonja como crítico. En algún momento habla, por ejemplo, de “la en buena (o sea, en mala) medida inaguantable literatura sudaca de nuestros tiempos, cosmopolita en México e indigenista en Madrid”; según nos explica, no se refiere a toda la literatura hispano americana actual, sino solo a aquella parte que “oficialmente y salvo inevitables excepciones, desde aquí se jalea y premia y a cuyos autores se promociona y pasea con interesado despilfarro de unos medios que, para otras causas, escasean, por no decir que no existen” (54). Pasemos por alto esta desagradable obsesión suya por denigrar la literatura hispanoamericana contemporánea y fijémonos tan sólo en el escamoteo cometido. ¿Qué autores representarían, según Santonja, esta “inaguantable literatura”? ¿Octavio Paz… o Mario Benedetti? ¿Mario Vargas Llosa… o Arturo Azuela? Santonja no tiene el valor de especificar a quienes se refiere, como tampoco se atreve a decirnos cuáles serían las “otras causas”, supuestamente mejores, para las que los medios escasean. El subterfugio nuevamente salta a la vista: rehusando a comprometerse de manera cabal, Santonja pretende crear la impresión de tener un criterio propio, independiente, y a la vez quedar bien con todo el mundo.
Obras citadas
Manuel Altolaguirre. “El caballo griego”. En Obras completas. Madrid. Istmo, 1986. Vol. I. 17-128.
Paloma Ulacia Altolaguirre. Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas. Presentación de María Zambrano Madrid. Mondadori, 1990.
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(*) Este artículo se publicó originalmente en la Revista canadiense de estudios hispánicos, 1996-01, Vol. XX (3), p. 556-566: En torno a la estancia de Manuel Altolaguirre en Cuba (1939 -1943) Se toma de Fronterad.
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