Sergio Luis Pérez: El triste ademán de la memoria (El narrador testimoniante en un cuento de Abilio Estévez)

Autores | 11 de octubre de 2024
©Abilio Estévez, Ginebra, 2017 / Archivo del autor

Cuando ya no se pueden hallar fuerzas ni valor para gozar, porque lo que falta –no se sabe qué– rebasa la holgura de la mano y se concientiza con dolor la abominable lejanía, brota, ajeno a nuestra voluntad, el poder anchuroso de la memoria. Y el hombre, “Pobre”, como lo llamara Vallejo, se lanza a los peligros de la interminable navegación, a los rigores de la memoria: único camino en el que nadie se detiene por voluntad. El mundo sagrado de los locos. El infierno de los cobardes.

Quebrado por una vida llena de muerte, en un momento en que la existencia solo es posible en su pensamiento, Fortunato, el protagonista de El palacio de las blanquísimas mofetas”[1], únicamente puede recordar el fragmento de una canción que le había enseñado su abuela cuando era niño. Aquella letra que contaba la historia de un hijo que mata al padre que nunca le amó, porque “así hacen los hijos que saben amar”[2], y en ella encuentra ahora una extensión de su propia vida, “su vida acorazada de ofensas, de hambres de todo tipo, de humillaciones de todos los tiempos, de sueños y estupideces de todas sus infinitas e inútiles variedades. Olores que quizá nunca se disfrutaron, palabras a las que la distancia les ha hecho perder su auténtico acento de resentimiento”[3]. Entonces el narrador omnisciente le filtra al lector la certeza de cómo siempre el pasado se escurre hacia el presente en retorcida armonía: “sitios y tiempos que ya no existen más que en este momento en que, dados por irrecuperables, son evocados”[4].

La escritura es siempre, también, un acto de extrapolación del yo. Ahora, con esta cita de Reinaldo Arenas, me viene el recuerdo de las tantas tertulias en mi terraza con graduados en Letras y escritores del patio. En estas conversaciones es imposible no hablar de literatura y de autores cubanos. Abilio es siempre de los más admirados. Muchos dicen que él lleva en su prosa una especie de herencia areniana, otros que piñeriana. Yo siempre me callo. No me gustan las comparaciones.

Tampoco yo soy amante de las comparaciones. Por lo general, siempre revelan una cierta pereza mental. Ambos, Piñera y Arenas, son de las grandes referencias de nuestra cultura, esos nortes literarios que te ayudan a orientarte. Como Lezama. Escribieron grandes obras y tuvieron una ética ejemplar. Se lanzaron a escribir como si la vida les fuera en ello. Pero del mismo modo, tanto Piñera como Arenas tenían una vocación transgresora que yo (desgraciadamente) no descubro en mí. Eran “oscuras cabezas negadoras”. La negación como forma de afirmación literaria. Piñera, por ejemplo, era (es) un escritor escéptico, hiriente, áspero, despiadado. En el fondo un moralista que intenta mostrar la verdad gracias a una reducción (matemática) al absurdo. Arenas también tiene algo de eso, con el agregado, creo, de una mayor beligerancia. Un lado represalia extraordinariamente difícil de imitar. Como declaró, siendo aún muy joven, en cierta entrevista a un periódico francés: “El mundo y yo estamos en guerra”. Reinaldo Arenas era un hombre en guerra. Y su literatura es como una granada lanzada por una bazuca. La literatura como arma, una corriente que ha tenido muchos seguidores, sólo que esos imitadores fracasan porque sólo les queda el resentimiento, el odio, el arma. Carecen de algo que Arenas tenía en abundancia: el genio para convertir eso en gran literatura. No sé, no reconozco en mis libros esa voluntad. Tengo tal vez un lado nostálgico que ellos quizá no padecieron.

En un número perdido de La gaceta de Cuba, esa revista literaria un poco mutable, a mi parecer, por allá por el año 2000 o 2001 aparecía un trabajo mío sobre la primera novela de Abilio, Tuyo es el reino. Un amigo librero me regaló el ejemplar y el título me encantó (Abilio tiene mucha ingeniosidad para los títulos). Yo todavía cursaba el tercer año de Letras y escribí para la asignatura de Literatura Cubana un trabajo sobre el falo de Farraluque, en Paradiso, de Lezama Lima, y la virilidad triunfante de Sandokan, como lo describe Abilio en su novela, que penetró en Rolo y, entre quejidos y sudores, gozó. Sin dejar de citar aquel pasaje morboso en que se narra la “energía” de Enrique Palacio:

”Enrique tampoco pudo conciliar el sueño. Nunca hasta esa noche había sentido aquella humedad hirviente que salía de la tierra y se confabulaba con las sábanas para rechazarlo. También él tuvo que desnudarse, salir al balcón. El cuerpo de su virilidad había reaccionado de modo violento, creciendo y creciendo, palpitando, como si entre la tierra y la verga hubiera una relación independiente, insospechada. De nada valieron ejercicios de concentración; de nada valió que pensara en los libros de cuentas o en los leprosos que  a veces llegaban a la puerta pidiendo comida. La pinga se mantenía enhiesta como una lanza solo dispuesta a dejarse vencer por el combate cuerpo a cuerpo”.

Ana Cairo, la profesora de la asignatura, muy enojada e inauténtica como era, me dijo que en la literatura cubana había cosas más interesantes que la pornografía, y nunca me dio la nota de mi trabajo. Ah, pero el destino forma círculos en líneas discontinuas: unos meses después, la misma profesora presentó la revista donde aparecía mi trabajo. Tampoco esa vez lo mencionó. Qué pena. No solo era un ensayo muy bien estructurado y coherente, sino que los pasajes citados podían excitar placenteramente hasta al más frívolo lector, incluida ella.

Sergio, ante todo gracias por las palabras que me dedicas. Quisiera saber si has leído El navegante dormido y Archipiélagos. Es que en cuanto sepa de alguien que vaya para La Habana, te puedo mandar los libros que no hayas leído. Te envío un abrazo.[5]   
 Abilio, tu agradecimiento le llega a un eterno agradecido tuyo. Son gracias sobre gracias. He tenido por principio hacer y decir lo que pienso sobre un autor y su literatura sin que este llegue a saberlo nunca. Quizá por la costumbre de que los clásicos están muertos; quizá porque con los vivos (no menos clásicos en algunos, muy pocos, casos) sea tendencia que algún océano nos separe. En tu caso, creo oportuno –porque han pasado los años y ahora preparo un libro en el que trabajo tu obra–, que sepas la preponderancia que has tenido en mi vida intelectual, y que he podido ofrecer a los demás. Hace 7 años Graziella Pogolotti (a quien me unía una amistad que tristemente tuve que abandonar)[6] logró que la presidencia de este país (en donde se vive ya sin «fiesta», ya «nombrable») aceptara impartirles Literatura Cubana a todos los profesores de la enseñanza preuniversitaria de la isla. En ese momento yo impartía Literatura Latinoamericana en el ISA, y Graziella me pidió que asumiera este proyecto con ella. Lo hice porque creí en su propósito: demasiados años (toda una vida) impartiendo mal la literatura nacional y «tachando autores» –uno de los objetivos secretos era reivindicarlos–. Así comencé a darles las clases a esos maestros, primero en La Habana; luego en provincias. Dentro de la literatura cubana de los 60 pude incluir a Arenas y a Cabrera Infante (fue duro y con anécdotas hasta simpáticas –pobre gente mutilada–); cuando llegué a los 90 pude impartir Tuyo es el reino. Ni un solo profesor de esa enseñanza conocía la novela. Estuve noches fotocopiando mi ejemplar para dárselo en formato digital a todos y hacer los seminarios. Ya todos la conocen. Y ese es un placer que nadie me va a quitar. Después de haber terminado esas clases (que ya te digo, fueron años) Maggie Mateo y Denia García Ronda me alentaron para que preparara y escribiera ensayos de las clases sobre Arenas y sobre ti, pues ellas las habían escuchado. Me dejé provocar y busqué (además de aquellas dos) El palacio de las blanquísimas mofetas y Los palacios distantes. El libro que estoy a punto de concluir tendrá mi «lectura» de esas dos novelas de Arenas y de esas dos tuyas.[7] De alguna manera mi gratitud hacia esas novelas se duplica: en clases, y ahora convertidas mis conferencias en ensayos que ¡ojalá! vean la luz. Creí que, pasado tanto tiempo, debías saber que al menos esos maestros (que no podrán impartir tus novelas, supongo) conocen esa parte imprescindible de tu obra. Así que, ¿cómo vas a agradecerme un comentario a una entrevista a mí que he sido tan feliz leyéndote y «ofreciéndote» a los demás? Jaja. Es demasiado. Y no, no tengo esas novelas tuyas. En 2017, la última vez que estuve en España, no las encontré. Tampoco tuve mucho tiempo de ir a librerías ni de moverme hasta donde estuvieran vendiéndolas. Soy yo quien no supiera qué hacer ni cómo volver en mí el día que las tenga. Solo puedes decir dos cosas: pelearé por la publicación de ese libro de ensayos, aunque tenga que gritar «¡Patria o muerte!», Jaja. La segunda: te enviaré el manuscrito una vez concluido. Ha sido indescriptible despertar con tu mensaje. Gracias. Yo también te abrazo. (Messenger: 25 de febrero de 2020).  
No pude responderte antes. Uf, ahora sí. Quería pedirte que me enviaras tu email para responderte por un lugar más decente. Van abrazos.   
 Gracias, querido. Muchas gracias. Tengo que hallar refugio en alguna literatura viva, y te ha tocado sin quererlo tú, jajaja. Un abrazo.❤️
Querido, ojalá todas las complicaciones fueran como esa que me has creado.[8] Por favor, tú no molestas. Yo, encantado. Ya estás entre los 36 lectores que decía Valle Inclán. 
 Hermosa reseña.[9] Gracias. No sé si encantado por leerla, pues el personaje de Max, en Luces de Bohemia, ya que mencionas a Valle Inclán, me sigue llevando ventaja: las cosas que no toco, ¿sería suficiente verlas? Quedo frustrado de tocar y leer. Qué horrenda es la frustración, ¿verdad? Carcome. (Messenger: abril de 2022).
Sergio, dime si quieres tener mi último libro. 
 Abilio, ¿cómo crees que no lo quisiera? ¡Lo necesito! Te abrazo.  
Debes ir a buscarlo a casa de mi tía, a mi antigua casa. 
 Querido, ya Julio César fue a buscar el libro. Ya está conmigo. Tu tía y tu prima quedaron encantadas con Julio. Son muy coquetas. Tomaron café juntos en unas tazas incomodísimas, me cuenta Julio. Tanto que se le viró el café encima y las dos mujeres se desesperaron para lavarles la camisa, jajaja. Pasó un momento divertidísimo.
Querido, qué alegría toda esa historia. La taza de tres patas nunca se usaba justo porque no era una taza para contener  sino para derramar. Esas tazas son más viejas que yo. Y nunca se usan justo por esa inestabilidad impropia de las tazas de café. Es lógico que Julio César les haya encantado. Ellas también son muy sensibles a la belleza masculina. Por lo demás, estoy muy contento de que tengas el libro en tus manos. Te envío un abrazo muy fuerte hasta que pueda por fin dártelo de verdad.   
 Jajajajaja. Julio César y la taza tienen eso en común: el principio activo del derramamiento, jajaja. Revisé anoche el libro, me encantó la estructura. Creo que gozaré y padeceré. Ya veremos. ¡Y Maggie en cola! Jajaja. Que llegue el abrazo, que llegue.❤️ (Messenger: 5 de marzo de 2023).
Sergio, por favor, agradece en mi nombre a Julio César la generosidad con mi prima. Ella está encantada, pero no se enamoró. El enamorado soy yo. Y sufro mucho, porque como en un capítulo de Chateaubriand, estoy enamorado de una foto. 
 Es posible que hayas leído en una novela (creo que de esas que muchos autores cubanos han querido escribir y nunca lo han logrado) esta frase: “¿Quién dijo que los dioses viven en el cielo?“ Bueno, si bien viven en el mar, también en las fotos y hasta en el imaginario individual y colectivo. Para suerte suya, este — el de la foto — podrá tocarlo. ¡Qué dichoso es usted! Nada que agradecer, querido. Nada. Sí, él es un gran médico y también el ángel que se ve, lo cual lo lleva hasta este demonio que soy. Jajaja. Tuyo es. Un abrazo.  
Querido demonio, qué suerte que hayas aparecido en mi vida. Sólo eso. Vaya un abrazo.   
 Hoy, como todos los días ya, he vuelto a hablar de ti. Gracias por confirmarme, desde tu comportamiento, lo que ya advertía en tu palabra escrita: honestidad y bondad. Sin quererlo, espoleas mi espíritu para poder empujar cotidianamente este espectáculo llamado vida. Vuelva el abrazo.  (Messenger: 11 de julio de 2023).

En el último libro de Abilio Estévez, Cómo conocí al sembrador de árboles, la timidez del lector se inicia en el primero de todos los cuentos con el fracaso de una evocación: “Nada, no teníamos nada, ni el más mínimo objeto o detalle que nos facilitara el brillo de un recuerdo”[10]. El narrador personaje nos enreda en la desesperación de una familia, cuya memoria colectiva no logra armar con nitidez el recuerdo de la casa en que habían nacido todos los hermanos. Desposeídos “de recuerdos tangibles (e intangibles)”[11], se abruman por la pérdida de una conciencia afectiva, esa que aleja al espíritu del olvido, porque para que tengan sentido los fantasmas del presente, tiene que haber existido un pasado real: “parecía que nunca nos pondríamos de acuerdo sobre la realidad del pasado”, “Ninguno daba por bueno el recuerdo del otro”[12]. Una agonía por reconquistar el tiempo en la memoria. De ella depende acabar con el yo disociado, organizar los hechos reales (objetos, lugares, fechas, colores, olores) que responden al presente.

El narrador en primera persona, que se presenta como sujeto enunciativo en la mayoría de estos cuentos de Abilio, participa aquí, en Paisaje que ya no existe, como un personaje, el más lúcido de todos, una especie de héroe que, al narrar su propia historia familiar, su mirada emotiva está también satisfaciendo la memoria de todos: “recuerdo la casa con bastante exactitud”[13]. Una vida de exilio, de pérdidas, de abandono, no solo la fuga de una isla (Cuba), de la ciudad de nacimiento (La Habana, Marianao), sino de una identidad, de una lengua –la materna–  cuyo uso ha tenido que salvar como única consonancia con su cultura: “No perdí el español gracias a la tozudez de mi madre y a las lecturas de los libros de un señor estupendo llamado Lino Novás Calvo”[14]. Se aferra a la literatura cubana del exilio, donde se ve reflejado como hombre y como intelectual. Este narrador comparte una duplicidad en el relato, como personaje y como testimoniante que se describe a sí mismo y narra su propia historia, que es también la de muchos.

El autor abre un escenario, que es el libro todo, para el concierto de muchas voces que convergen por sus singularidades: la nostalgia, el pasado, la muerte, la ausencia, la frustración. Los personajes establecen relaciones de semejanza, se expresan, desde el sometimiento, a una vida obligada, a un presente ajeno. Personajes, cuando no emigrados, autoexcluidos de su realidad inmediata, incluso cuando pueden dar testimonio de algún tipo de goce menor, de esos momentos efímeros e indiferentes por los que transita un escritor cubano:

En una época fui famoso. Preciso: como se es escritor famoso en Cuba: te conocen cuarenta lectores y alguna institución te invita cada cinco años a dar una conferencia sobre Rubén Darío y el origen del modernismo, o sobre los Versos libres de José Martí y el origen del modernismo. Publicaba con dificultad, pero publicaba. Me llegaron a traducir en Italia, Francia o Polonia. Me codeé con lo más «granado» de las letras nacionales” [15].

Visto como un corpus íntegro, este libro da fe de una vida que fue, que ya no será nunca más, pero también de una vida que ha sido, una vida cuyo pasado tiene repercusión en el presente. En ese sentido, pudieran advertirse voces, actitudes y tonos narrativos que le permiten a estos cuentos “coquetear” con los rasgos distintivos de la novela. Como si la novela “viniera a participar” en ellos y que, a partir del discurso polifónico de personajes, de narradores, a la vez coincidentes en temas y formas de expresión, el lector va tejiendo una especie de trenza no solo lingüística sino también situacional, como si en un mismo modelo de manifestación literaria pudieran concatenarse los relatos: contextos, realidades, visión del mundo, contradicciones, acontecimientos.

Creo en la hibridez de la novela. La novela es un género de absoluta libertad y en el que todo es posible. Bueno, exagero con lo de “absoluta”, puesto que también ella requiere de un control, de una estructura, de aquello que Virgilio Piñera llamaba “la pasión fría”. No obstante, la novela es un género que quiere ser como el mundo y contenerlo todo. En su forma, el cuento es mucho más exigente. Es una forma rigurosamente epifánica. El tono novelesco puede verse mal en el cuento, que debe ser siempre un misterio, un golpe seco. Algunos críticos han señalado que en Cómo conocí al sembrador de árboles, hay cuentos que apelan a un exceso de detalles más propio de la novela. No sé si tienen razón. No soy de hacer mucho caso a los críticos, a fin de cuentas, ellos leen sometidos por su cultura, su inteligencia, su sensibilidad, su vida personal. Yo creo que la literatura son los detalles. En cualquier caso, como diría Montaigne, “no puedo remediar mis errores de sangre”. Escribo como he aprendido y como puedo. Decididamente, la novela es el género en el que me siento más cómodo. Pocos placeres pueden igualarse a ese momento en que empiezas a crear un mundo, una serie de personajes dentro de un mundo, y sabes que en ese mundo tuyo puedes hacer lo que quieras.

Sería inocente y hasta hipócrita seguir negando que cada obra literaria rezuma siempre un lado, un aspecto de la vida de su autor. Esa agradecida alternancia entre el vivir y el sentir. En una entrevista audiovisual, Abilio Estévez deja claro que “Si cuando uno se pone a escribir no hay una honradez, si no hay de verdad un abrirse el pecho y sacarse el corazón, pues ahí sí no se hace nada. Aun con las sutilezas a las que te obliga la censura, pero saber que tienes que decir tu verdad”[16].

La falta de libertad de expresión [la censura] obliga siempre a una consideración diferente, a un método específico, secreto, casi simbólico de imaginar y crear, quizá mucho más oculto que el de aquellos que escriben en libertad. Digo “simbólico” porque el símbolo, al asociar varios elementos, ofrece la ocasión de relacionar con un número mayor de elementos. Una imagen que, reproducida por muchos espejos, adquiere su mejor forma en las imágenes más lejanas. Quiero decir que las semejanzas de un símbolo pueden llegar a ser múltiples, cuando intentas burlar la censura. Esa mirada funcionaria e inquisidora con la que cuentas inevitablemente, exige modificar la forma literaria. Se acentúa el dato oculto, el famoso dato oculto. Borges le comentaba cierta vez a Bioy Casares el lado útil de la censura, que obliga a los escritores a ser astutos, agudos. Es cierto al menos que el escritor se ve obligado a una mayor sutileza, en el sentido de que en su caso otorga a la polisemia un valor superior, porque es una tabla de salvación, porque se convierte en un asunto de vida o muerte. Si el escritor siempre está en peligro, en determinadas condiciones lo está en mayor medida, y el modo de salvarse de ese peligro depende de su astucia. “Silencio, destierro y astucia”, que decía Stephen Dedalus. Lo que en un escritor que vive en una sociedad abierta es la búsqueda de la epifanía, del hecho estético, se añade, en el escritor bajo el totalitarismo, un modo de salvación personal.  

Como una voz que estremece y zarandea el alma de quien escucha, la Condesa Descalza en Tuyo es el reino, primera novela de Abilio Estévez y publicada en Cuba, abre el pecho y saca el corazón, el dedo del corazón, como hubiera dicho Juan Preciado:

(…) lo que el isleño no sabe es que una Isla es algo más que una porción de tierra rodeada de agua por todas partes, una Isla, mi querida Marta, mi querido Sebastián, hay que decirlo de una vez por todas: una Isla (bueno, voy a precisar) esta Isla en que vivimos, es una enfermedad”. [17]

Volviendo a la censura. La isla se convirtió en el modo simbólico de hablar del encierro. Al final no sufríamos por vivir en una isla, sino por vivir en la doble isla en que nos confinaron. La cerrazón geográfica remitía a una cerrazón histórica. “La maldita circunstancia del agua por todas partes”: Virgilio Piñera, premonitorio como siempre, había dado la clave muchos años antes. [Qué fallido interesante. Coloqué a Virgilio en el futuro]. El horizonte como muro. Todo eso servía para explicar cómo me sentía. El casaliano “suspirar por las regiones donde vuelan los alciones sobre el mar…” se despojaba de la sensibilidad neurótica y modernista y adquiría la nueva connotación de “querer vivir”, no sólo vivir en otra parte, sino vivir que es mucho más que ordenar la vida a base de consignas. Y todas las referencias a la cultura cubana podían declarar que nos sintiéramos atrapados en un proyecto fallido de nación, en un tiempo inmóvil. La locura de Zequeira; el exilio de Heredia, que llegó al delirio de extrañar las palmas en las cataratas del Niágara; los fusilamientos de Plácido y Zenea; la desaparición del Cucalambé; la locura de Milanés; la desgracia familiar de Luisa Pérez de Zambrana; la hiperestesia de Casal; la otra locura patriótica y ególatra de José Martí… Eso me servía, como el concepto de isla, para referirme a otra realidad, un presente tan duro y tan difícil. Y por supuesto que escribo literatura cubana. Soy cubano porque me siento dentro de una tradición. Descreo de los discursos identitarios. El discurso identitario divide, señala al otro como ajeno, y parte de una cierta superioridad. No me interesa el nacionalismo (esa invención romántica) ni la búsqueda de “pertenencia a…”, porque lleva a un relato excluyente y de autocomplacencia. Sé, sin embargo, que, para bien o para mal (puede que sobre todo para mal), no es lo mismo nacer en La Habana que en Copenhague. Todo ese poso cultural, histórico, esa tradición, esos fracasos nacionales, esa alegría ilusoria, ese sonido de tambores en un falso carnaval, debe de añadir (o eliminar) algo, significar algo, imponer algo. Soy cubano porque nací en Cuba y aquí aprendí un modo de tratar de entender y de mirar el mundo. Esto podría explicarlo mucho más, pero me parece que caigo en la tautología.

En aquella conversación con el cineasta cubano, Abilio ha hablado de la escritura como chimenea, lugar por donde todo el humo sale, parafraseando a Mayakovski, y también ha sugerido que el perdón es buenísimo, porque uno, cuando es capaz de perdonar, se purifica. Acaso su mejor confesión como escritor –el que vive y existe– sea cuando se refiere al Abilio que relata: “Ese personaje que yo me invento para narrar no ha perdonado nada”. Y ciertamente nada puede perdonar ese personaje, narrador y testimoniante, de Tuyo es el reino, cuyo cuerpo se dobla de dolor ante una realidad demasiado devastadora para el ojo humano:

(…) hay algo solemne y trágico en ver cómo alguien se lanza al mar en una balsa, y debe estar muy desalentado, muy violento para echarse a pelear con el mar de modo tan humilde, (…), resulta lamentable ver a un hombre, a una mujer, a una anciana y a un niño sobre una balsa, es una prueba de la pobreza, del desconsuelo, de la desesperación humanas, es algo que nos recuerda que al fin y al cabo somos tan poca cosa, una balsa es una prueba de inseguridad y también de hastío, me eché a llorar viendo las balsas de los mendigos que se alejaban, que se convertían en punticos luminosos a medida que se apartaban de la orilla, y se iban esfumando en aquella extensión oscura (el mar), me eché a llorar, lloré mucho, días enteros estuve llorando, y cuando no hubo lágrimas en mis ojos, Sebastián, entonces sí ya nunca volví a ver”. [18]

Aquel narrador testimoniante del primer cuento de Cómo conocí al sembrador de árboles mantiene un discurso emocional que reclama los ayeres que persisten en su memoria. Los reclama, al decir de Julián del Casal, desde el hastío que enerva los ánimos: “me sé pesado y viejo, próximo a algo perdido, a los recuerdos que no tengo, es decir, comprendo lo que resulta imposible de comprender; sé que no soy alguien capaz de detener cada momento del pasado en imágenes fijas (absurdas), y verlas y analizarlas con claridad, para convertirlas en palabras y lograr el discurso, la narración de una vida –mi vida–“[19].

Yo creo vivir en un presente que intenta explicarse desde el pasado. Tengo la certeza, eso sí, de que el futuro no me interesa mucho. (De ahí mi antipatía por la Ciencia Ficción). Sí, es probable que la búsqueda proustiana del tiempo perdido sea mi preocupación. Una manera de ordenar lo que se ha vivido, estructurarlo, darle forma, concederle un sentido del que parece carecer la vida. Como dice el poema de Piñera a Lezama, “Hemos vivido en una isla,/ no como quisimos,/ pero como pudimos”. Volver al pasado no sólo para entender algo, sino para exigir una compensación por todo aquello a que nos obligaron en pos de una idea completamente inservible. Hay que desenmascarar ese pasado, esa vida de sacrificio inútil en donde sólo se escondía el afán de poder de un simple cacique.

En Paisaje que ya no existe, los tres tiempos comparten convivencia contados en un mismo modo narrativo, en consecuencia con la mirada y la perspectiva del protagonista, narrador y testimoniante. Al decir de Greimas, un sujeto cognitivo que posee un saber en relación con los hechos relatados: “Entonces conté la historia que había mantenido en silencio tanto tiempo”[20]. Esa historia no es más que la verdad del ayer que disiparía las dudas de hoy: lo que realmente sucedió con la casa tras la huida en 1959, después del triunfo de la Revolución Cubana, un acontecimiento doloroso para familias enteras que, como se arranca un trozo de piel, tuvieron que rencarnar y rehacerse en otro sitio. Como testimoniante, el personaje es portador del gran secreto que la madre ha mantenido en silencio. La casa verdaderamente no existe, ella prefirió prenderle fuego con todo lo que tenía dentro, y, con ello, a todo lo que representara la vida:

Nunca olvidaré la imagen oscura de mi madre en el centro de la sala vertiendo gasolina y prendiendo fuego a nuestra casa. Tampoco olvidaré su mirada, el modo en que se volvió para fijar en mí los ojos devastados y la sonrisa de complicidad que no era exactamente una sonrisa. (…). No quería, a todas luces, que los demás se percataran de lo que había hecho”. [21]

El humo, que en las torres del silencio en Irán separa al cuerpo del alma, es también poseedor de una cualidad mágica, la de remover y ahuyentar las desgracias del hombre. El humo, lo que queda entre el aire y la tierra después del fuego, es el vacío por el que se traspasa hacia la intemporalidad. A ese espacio de trascendencia entre pasado y presente, a todo lo que se vive fuera del recuerdo. Por eso el narrador solo puede dar, a la pintora cubana de visita en Estados Unidos a quien encarga un cuadro de “la casa”, testimonio de “algo como un horizonte velado, entre blanco y sepia. (…), tal vez en esa blancura sucia, multiplicada y recóndita esté todo cuanto tiene que haber. Quién sabe cómo fue verdaderamente mi casa”[22]. La verdadera casa, que no es recuerdo aun siendo pasado, es ahora “esa forma sin forma, ese horizonte turbio”, porque “la verdadera pintura revela el lado secreto de las cosas”[23], como pasa con una ilusión perdida, que, a los ojos de los sensibles mortales, parece siempre más grande, aunque todavía haya gente que cree que la imaginación es una hipérbole de todo lo pensable.


Notas

[1] Novela del escritor cubano Reinaldo Arenas.

[2] Reinaldo Arenas: El palacio de las blanquísimas mofetas, Monte Ávila Editores, 1980, p. 260.

[3] Ibídem.

[4] Ibídem.

[5] Conversación por Messenger, en febrero de 2020. Abilio me agradecía una publicación que yo había hecho sobre Tuyo es el reino en mi muro de Facebook. Lo que nos llevó, desde entonces, a una correspondencia regular, y a una amistad atravesada por el Atlántico.

[6] La amistad con Graziella no solo concebía trabajar junto a ella, sino visitarla todos los sábados de este mundo religiosamente, aquello que Luisa Campuzano llamaba “vas para el Cuerpo de Guardia”. Ambos vivíamos en el Vedado; luego me mudé y el transporte en esta ciudad siempre ha sido una utopía para la puntualidad. Además de otras causas, más emocionales y de divergencia de criterios, que nos separaron físicamente (no así en lo sentimental) y que prefiero no mencionar.

[7] Ese libro aún no concluye. Ha ido ganando en páginas, pero se ha ido convirtiendo en una escritura un poco ficcional. También espero leer las otras novelas de Abilio que aún no tengo. Este trabajo es una extracción de ese libro.

[8] Abilio se refería a una publicación suya en alguna revista digital que ahora no recuerdo. Yo no podía entrar por la censura y el primitivismo del Internet en este país. Entonces le pedí que me la enviara por Messenger y amablemente lo hizo. Muchos lectores de Abilio, al ver mi petición públicamente en Facebook, comenzaron a querer leerlo también.

[9] Me refería a una reseña sobre su último libro, Cómo conocí al sembrador de árboles, que alguien había escrito y él había tenido la gentileza de enviármela.

[10] Abilio Estévez: “Paisaje que ya no existe”, en Cómo conocí al sembrador de árboles, Tusquets Editores, 2022, p. 15.

[11] Ibídem.

[12] Ibídem, p. 16.s

[13] Ibídem, p. 18.

[14] Ibídem, p. 21-22.

[15] Abilio Estévez: “El asesino perfecto”, en Cómo conocí al sembrador de árboles, Tusquets Editores, p. 57.

[16] Ian Padrón, en “Derecho a réplica”, entrevista a Abilio Estévez. YouTube, 1 de junio de 2023.

[17]

[18] Ibídem, p. 178.

[19]Abilio Estévez: “Paisaje que ya no existe”, en Cómo conocí al sembrador de árboles, Tusquets Editores, p. 19.

[20] Ibídem, p. 22

[21] Ibídem, p. 23.

[22] Ibídem.

[23] Ibídem, p.24.