José Miguel Ullán: El jardín rojo de Severo Sarduy

Archivo | Artes visuales | Autores | 7 de noviembre de 2024
©Sarduy, ‘Escritura roja II’, 1990, Galería Lina Davidov / Centro Virtual Cervantes

En Pájaros de la playa, el adiós novelado del cubano Severo Sarduy, la desolación y el decoro de quien con eso se despide y se escribe, arrojado del sí y al borde del abismo de lo incoloro, han confinado el mal, el suyo propio y el de sus personajes contagiados de sida, en la móvil orilla del mar, que resulta que sí será el morir. Para que allí disponga del lugar ideal, «¡menos mal!», del único lugar a la altura, el postrero, donde no hay forma ya de no fijarse, con enfermizo esmero, en todo y en tan poco, y de tan diferente manera: sin choteo o disfraz que no sea eco, con la melancolía de observarlo todo para retenerlo por última vez. La mirada, reconociéndose en su término, aislándose en la idea de dejar de ser, sueña con una isla de ensueño –Lanzarote, jamás nombrada–, donde le es dado ver, como por vez primera, lo que nunca quisiera dejar de ver. Lo inasible: el color de las cosas.

Para seguir soñando en color, en el color colorado, en el más restallante. Nada del otro mundo, en suma. Todo a lo que agarrarse como a un clavo ardiendo. Unas huellas de pies desnudos sobre la arena rojiza. Las crestas rojas de los camaleones. Los chisporroteos purpúreos de los atardeceres. Los humores densos, las manzanas sanas, los coágulos, una boca fucsia, las sábanas manchadas de sangre y de yodo. El seseo del mal, del nuevo mal: sangre, semen, sudor, saliva.

Sabe el agonizante ver el paisaje en franjas yuxtapuestas: beige rojizo, una; otra, ocre rugoso. Clava los ojos en las bombillas rojas de encima de las puertas de las habitaciones, día y noche encendidas, de un hospital-hospicio-circo. Y se compadece de la bata, roja y raída, de una niña. Y, puesto que el exceso no puede figurarse muy fuera de lugar en este caso, incluso lo simplón o lo normal se funde con lo cómico: el cosmos es un pañuelo; y las ambulancieras, por supuesto, son de la Cruz Roja. Las migraciones, anaranjadas. Los arrecifes, rojos.

Intensamente rojos. Lo mismo que un abrigo de piel, las cuatro mechas de un blando sombrero art nouveau, los bonetes de un grupo de enanitos (color ladrillo, que la proximidad de Blanca Nieves realza), un manto tejido de flores de flamboyán y las innumerables cuentas de un collar (rojo bordó/Bordeaux) alternadas con otras de blanco mate. Una excursionista viste traje sastre salmón. Los arabescos del refugio lucen ocres y ensangrentados. Una señora trenza emite unos reflejos rojizos. Un Cristo sevillano es evocado con su aspecto sanguinolento. Y hasta una cacatúa exhibe su pupila anaranjada. (La de Bo Juyi, si mal no recuerdo, era rosada como la flor del melocotonero).

El mal, que ya no ignora que la moda es de muerte, repara, sobre todo, en Siempreviva, la Lázaro aterrada de un cuento que ha dejado de serlo en carne y hueso: enferma imaginaria, loca desatada. Que saca del baúl y desempolvado pasado de moda, aunque esté a punto de volver a estarlo: guantes salmón, sombreros con sus cerezas barnizadas, pelo teñido con zanahorias y alheña… Un cromo al rojo vivo, pero que se beneficia al doctor, un médico con cara de caballo, desesperado o nada escrupuloso, que calza unos deformes zapatones de cuero rojo. Mientras tanto, Auxilio y Socorro –«aunque piadosas, eficaces»– recogen los despojos de dos ensangrentados peleones y ven que el rojo pasa «del escarlata fresco y fluido al coágulo rupestre». Hay quien devora suculentas frutillas, «entre la frambuesa y el ateje», de color rojo granate. Hay plantas de raíces amoratadas, objetos oxidados, jeringuillas ensangrentadas.

Pasean las enfermeras una bañera en forma de concha, rosada y nácar, que casi rueda sola. Hay una mesa roja de baquelita, en la que se alinean naranjas y jugos de naranja en botellas. Una prerrafaelita se encasqueta una boina de pana roja. Los crepúsculos son un derroche ramplón de rosados pálidos y filamentos de oro. Y el maquillaje más propicio es ese » rosa fresco con ramalazos nacarados que los pintores de retratos municipales obtienen con el tubo de óleo denominado oportunamente carnación». Y el espanto es del mismo color: «Cortarse las uñas, y aún más afeitarse, se convierten aquí en una verdadera hazaña de exactitud, a tal punto es grande el miedo a herirse, a derramar el veneno de la sangre sobre un objeto, sobre un trapo cualquiera que pueda entrar en contacto con otra piel». Y, para colmo, el cuerpo lo moldea Giacometti: filiforme, inclinado hacia adelante, ausente. Como cumplimiento de una profecía, de una previsión del arte. El cortante sanseacabó. El punto rojo.

En la exposición de pinturas recién inaugurada en el Museo Reina Sofía, Sarduy depositó, literalmente, más de una gota de su propia sangre. En símbolos, sudarios, escrituras, mensajes, espejos. En mitigar el alarido. En súplica a Changó. En ese salmonete que apresa un hombre gris con su mano. Y en la vegetación de un jardín, libro abierto, que se titula igual que lo que pudo ser: Jardin rouge (1991). Exploración de todos los rojos: Rothko, Brueghel, Ucello, Fra Angélico, el escarlata, el carmín, el cobre de las hojas otoñales, el lacre de los sellos, el granate, el japonés claro, el naphtol, el Oriente, el de las amapolas que cortaba Marina Tsvietáieva, el de los coloretes, el de las heridas –rojeces–, el del apocalíptico alazán, el de la chinchilla, el de la sandía, el de la pasión, el de la ira y el de la llama. El capaz de latir y derramarse sobre el afecto y el vacío.

El rojo que redime. Y el que no nos salva de nada, pues lo suyo es saber morir, explotar o secarse, encarnecerse en dejar de ser la sangre de su sangre, escritura o pintura, al perder su color verdadero. El del jardín. El del rojo jardín. Entre el escenario de lo alcanzado (manchas, signos) y el de haberlo recorrido con tanta rapidez. Con femenina o solidaria prisa, la única ajustada a desdeñar el azaroso lado de dada caso (ella ve su destino en todas) y con mayor sobriedad de la imaginable en un principio. Una sobriedad, a fin de cuentas, hecha de tachaduras rojas contra ese despropósito de tener que decir algo acerca de no se sabe qué, tan nuestro. Tachaduras que aún vibran, ya muertas, desde los muros de un antiguo hospital y ante nuestros titubeantes ojos.

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(*) Texto a propósito de la exposición en el Centro de Arte Reina Sofía Severo Sarduy, una pintura del silencio (13 de enero – 30 de marzo, 1998), que recoge 76 obras pictóricas del narrador y poeta cubano.

Publicación fuente ‘El país’, 1998