Manuel Díaz Martínez: Los intelectuales y el poder en Cuba / El caso CEA
El libro El caso CEA. Intelectuales e inquisidores en Cuba. ¿Perestroika en la isla?, de Maurizio Giuliano (Ediciones Universal, Miami, 1998) motiva la siguiente reflexión: Un régimen totalitario te vigilará todo el tiempo y, si tienes un interés especial para él, te cuidará como a un caballo de carrera, y si en algún momento lo desobedeces o él supone que lo vas a hacer y no te pulveriza, tienes derecho a creer en los milagros.
El Caso CEA es el más reciente episodio de la larga historia de agresiones a la libertad de opinión cometidas por Fidel Castro. El último conflicto entre intelectuales y gerifaltes del Partido estalló en 1995 y culminó en marzo de 1996 con un endurecimiento de la política cultural del régimen.
A escala pública, al menos en el exterior, el Caso CEA apenas se conoce. Ha levantado menos polvo que el Caso Padilla y que el protagonizado en 1991 por la poeta María Elena Cruz Varela y el resto de los firmantes de la Carta de los Diez. Sin embargo, políticamente ofrece un interés mayor puesto que todos los implicados son miembros del Partido, lo que desvela la existencia de fisuras y contradicciones en el aparato ideológico de la «revolución».
El Centro de Estudios sobre América (CEA), fundado en la década de los 60, es una institución científica, consultiva, al servicio del comité central del Partido. Durante un tiempo lo disfrazaron de organización no gubernamental (ONG) para facilitar sus relaciones con instituciones de países democráticos. Según Giuliano, el CEA tuvo en sus comienzos dos misiones: «Propagar las posiciones de Cuba acerca de diferentes temas internacionales» y «prestarles consejo a los líderes sobre diferentes asuntos de política exterior».
Preocupados por la prolongada crisis que sufre el país -un pretenso «período especial» que va siendo ordinario- y la insuficiencia de las reformas, y en respuesta a solicitudes de asesoramiento a organismos básicos del Estado hechas por altos funcionarios, desde 1995 los especialistas del CEA centraron su atención en Cuba. Asumiendo la responsabilidad de pensar con rigor en los problemas nacionales -lo que en la Cuba castrista resulta harto peligroso-, estos profesionales que se proclaman revolucionarios, de competencia reconocida dentro de la isla y fuera de ella, elaboraron una serie de estudios y expusieron sus ideas en revistas nacionales y extranjeras, así como en seminarios dedicados a la elite gubernamental. Fieles a la objetividad científica, como corolario de sus tesis emitieron recomendaciones y consejos fundamentados.
Pensar con cabeza propia y desideologizar el razonamiento es, para Fidel Castro, una aberración chulesca que no se debe tolerar. Para la paranoia castrista, si eso lo hace un intelectual, puede que sea, cuando menos, una indisciplina liberaloide o una debilidad política por arrogancia; si lo hacen varios a la vez, es una conspiración. Y como a conspiradores trató el Partido a los científicos del CEA -gente supuestamente de su confianza- porque sus tesis y recomendaciones no coincidían con las oficiales
Acusados de diseñar una política alternativa a la de la revolución, el Partido les abrió uno de esos procesos políticos que en realidad son policiacos. La comisión de burócratas-policías que el Partido nombró al efecto pretendía que se autocondenaran por aceptar las manipulaciones del enemigo. Los investigadores del CEA recibieron un golpe tan inesperado y feroz que le provocó un infarto mortal a uno de ellos (Hugo Azcuy, secretario del núcleo del Partido en el Centro).
En el informe que leyó ante el V Pleno del Comité Central del Partido el 23 de marzo del 96, publicado luego en Granma, Raúl Castro lanzó contra ellos acusaciones terribles que, como es habitual, buscaban desatar ondas intimidatorias. El segundo Castro los definió como «agentes del imperialismo» y «quintacolumnistas» (si la CIA tuviese que pagar a todos los agentes que el gobierno cubano le mete en plantilla se arruinaría), y llegó a acusarlos de «abandono de principios clasistas con la tentación de viajar» y de «editar al gusto de quienes pueden financiarlos». El abominable pecado de los investigadores consistió en no escribir sus artículos y libros al gusto de los Castro.
La Cuba castrista se caracteriza, entre otras cosas lamentables, por ser un país de castigos, y el aparato político de la dictadura no podía dejar de aplicar sanciones a los «liberales» del CEA, bien benignas, por cierto, en comparación con las impuestas a otros: el director fue sustituido por un plúmbeo pero fiable funcionario del Partido, y los investigadores fueron disperados por diversos organismos como hojarasca al viento. Además, y he aquí el punto más significativo de las sanciones, les prohibieron ocuparse de Cuba.
Dos motivos justifican la inquietud que estos hombres provocan a la dictadura: primero, defendieron con firmeza su derecho a tener ideas propias y exponerlas; y segundo, por la índole de su trabajo manejan un volumen de datos que los coloca en posición privilegiada en cuanto al conocimiento de la realidad cubana.
El poder totalitario, como pasa casi siempre en su fatal enfrentamiento con los intelectuales, en esta batalla ha ganado el primer asalto, pero está condenado a perder la guerra. Así me hace pensar esta sencilla pero contundente sentencia del economista Alfredo González: «Nunca se podrá renunciar a opinar sobre la realidad que uno vive».
Publicación fuente ‘La Provincia’, Las Palmas de Gran Canaria, agosto de 1998.
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