Pablo de Cuba Soria: Estampitas para santos menores / Édouard-Henri Avril (1849–1928)

Firmaba como Paul Avril para que su madre no muriera del disgusto. Fue soldado condecorado y luego ilustrador clandestino del deseo: un giro de carrera que Freud habría aprobado entre susurros.
Combatió en la Guerra Franco-Prusiana y, tras una herida y una medalla, decidió cambiar el sable por la pluma…, por la pluma que se adentra en territorios donde la moral hace mutis.
Ilustró lo que nadie decía leer, pero todos hojeaban con una sola mano: Gamiani, Fanny Hill, De Figuris Veneris. Sus dibujos tienen la elegancia de un grabado antiguo y la lubricidad de una confesión bien escrita. No eran obscenos: eran refinadamente explícitos. No hacía pornografía: hacía protocolo lúbrico. Sus escenas jadeaban en latín.
Tenía la técnica de un académico y el apetito visual de un voyeur con estudios. Sus líneas eran suaves y sus cuerpos esbeltos como porcelana erótica; sus composiciones: minuetos visuales donde el orgasmo entraba en puntillas.
Mientras la sociedad victoriana se abrochaba el cuello, Avril abría piernas con tinta y compás. No era un revolucionario: era un artista que sabía lo que todos pensaban y lo dibujaba mejor.
Uno de sus dibujos más célebres muestra a Adriano ejerciendo su imperio sobre Antínoo, no con la toga, sino con el cuerpo. La escena, lejos de la pornografía, representa una antigüedad desnuda. Nadie antes había representado la historia como ópera de la carne; muy pocos elegidos habían logrado que el mármol sudara.
Murió discretamente, dejando libros y pinturas que aún se guardan en estantes altos, bajo llave, como si el deseo no mereciera el polvo de las bibliotecas públicas ni el murmullo asiático de los museos.
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