Pedro Marqués de Armas: Prostitución y cáncer en Cuba

Archivo | Autores | Memoria | 26 de febrero de 2015
©E. J. Bellocq, ‘Retrato de Storyville’, hacia 1912

A Matías Duque, médico higienista de enorme influencia en la gestión sanitaria durante las primeras décadas republicanas, se debe el primer catálogo sobre perversiones sexuales facturado en Cuba. Usando la antigua categoría de “inversión de los sentidos genésicos”, descrita por J. M. Charcot hacia 1880, incluyó en su libro La prostitución: sus causas, sus males, su higiene (La Habana, 1914) todo un inventario de “especies morbosas”, desde la pederastia y el lesbianismo hasta la masturbación, la sodomía y el cunnilingus.   

Aunque el par degeneración / perversión ya había sido expuesto por otros médicos cubanos, entre ellos Luis Montané, Gustavo López y Benjamín de Céspedes, las perversiones –como tal– no habían sido recogidas y ordenadas con tanta prolijidad. Si bien la intención era divulgativa, o más bien, pedagógica, el libro no iba dirigido a un público específico, como sí una población por educar y a la que vender nociones médico-morales.

Director del Servicio de Higiene Especial, primer Secretario de Sanidad y Beneficencia, y más tarde Representante a la Cámara y delegado a la Asamblea Constituyente, Duque –que se desempeñó como leprólogo, venerólogo y cirujano- encarna la figura del médico político cuya gestión conecta los afanes prevencionistas con la intervención directa por parte del Estado.

Se declaró contrario al precepto del meretricio “como un mal necesario”, según el cual se establecieran en el siglo XIX las políticas de reglamentación; pero hacia 1914 abogaba por su mantenimiento, así como por la extensión -siempre de la mano del Estado, es decir, más allá de los inoperantes mecanismos municipales- de regulaciones educativas, sanitarias y penales de mayor alcance. Estas incluían acciones específicas contra el proxenetismo y la trata de blancas, como también medidas abiertas sobre determinados grupos y sobre la población general.

De cierto modo, un grito en el vacío, toda vez que con la llegada al poder de Menocal dominaban la escena los anti-reglamentistas, quienes, con el Dr. Núñez a la cabeza, suprimirían las zonas de tolerancia. Para Duque, ello no haría más que “regar la ignominia por toda la ciudad”, por lo que se pronunciaba –agónico- por una nueva territorialización, a fin de apartar la práctica de las áreas urbanas tradicionales.

Duque justifica el haber incluido las perversiones en su estudio, porque eran, según él, “causa indirecta” de la prostitución… Y aunque indagó, a veces con rigor, en factores sociales y económicos, asentó su discurso sobre todo en la erección de un cuerpo normativo que priorizara el control de individuos peligrosos, derivado -en gran medida- del examen físico a las mujeres, la persecución del clandestinaje y la declaración obligatoria de las enfermedades y contactos.

Más de una vez afirma que era posible frenar el contagio de la sífilis, reducir la cantidad de mujeres que ejercían el oficio, y sacar del juego a quienes explotaban el comercio carnal o lo hacían más execrable con sus vicios contrarios a la naturaleza. Pero estas aspiraciones –y se lamenta de ello- se irían a pique si el Gobierno se oponía, como finalmente hizo, a la reglamentación y no intervenía con fuerza desde las instancias penales. 

“Los cubanos llevan en sus entrañas el escondido veneno que sordamente mina su existencia, amenaza a la sociedad futura al nacer los hijos de la presente, infectados de sífilis, coadyuvando a las otras causas que tienden a la degeneración y a la degradación de la especie humana”.

Una de las metáforas a la que más apelara Duque es la de la lepra, término que aplicó una y otra vez tanto a «chulos» como a determinadas “clases de meretrices”. Como leprólogo, venía precedido de fama al aplicar entre sus enfermos un preparado a base de “mangle rojo” (Rhizophora mangle), método que alcanzó cierta difusión en la prensa médica europea, en particular en Francia.

El auge de una medicina experimental –y por extensión, curativa– acompañó desde la primera década de la República la radicalización del prevencionismo, una de cuyas expresiones fue la eugenesia.

El furor experimentalista reforzó la metáfora del contagio, por lo que a las aprensiones de una sociedad sin fronteras raciales ni sexuales, siguió la metáfora curadora –radical– de la cirugía y, por tanto, la ilusión de ponerla a prueba mediante prácticas que asimilaban el cuerpo de la nación a un tejido canceroso. 

Contra ese “cáncer social”, intervendría Duque desde su praxis médica. Un proyecto que implicó, en su caso, no solo trabajo de limpieza en términos de eugenesia (control de la prostitución, las familias y la descendencia) sino el diseño de experimentos concretos. En 1928 solicitó al Presidente de la República, mientras se llevaba a efecto una campaña contra la prostitución que carecía –por su magnitud- de antecedentes, autorización para que los condenados a muerte fuesen utilizados “bajo consentimiento” y en “beneficio de la humanidad” en tales pruebas.

Pretendía enfrascarse en una fase experimental, consistente en la inoculación de tejido canceroso a los prisioneros, a fin de efectuar en ellos, a posteriori, intervenciones quirúrgicas. Si los reos curaban, solo cumplirían diez años de prisión, al cabo de los cuales se les devolvería la libertad.

La propuesta no fue aprobada por el Gobierno pero tuvo, ya entonces, el apoyo mayoritario de la clase médica, si bien fue rechazada por el presidente de la Junta de la Sanidad y Beneficencia, y desde la Administración de Justicia duramente criticada, entre otros, por Fernando Ortiz. 

Nueve años más tarde, consolidada la Liga contra el Cáncer, Matías Duque llevaría adelante el proyecto pero aplicándolo sobre su propia persona.

Existen algunas fotografías de 1937 de la auto-inoculación que efectuara (en la imagen se aprecia a su alumno Gustavo Odio de Granda mientras le inyecta el susodicho tejido y el resto de la clase permanece expectante), y de la que dejó constancia en un artículo publicado ese mismo año en los Anales de la Academia de Ciencias Médicas… bajo el título “Mi auto-experiencia sobre el cáncer”. 

Quería Duque demostrar el carácter transmisible del cáncer, lo que pocos sostenían entonces (al menos según la tesis infecciosa), aun cuando en el lenguaje médico se seguiría hablando de “virus” y “germen” cancerosos. El propio Duque especulaba con un Ultra-Virus, ligándolo a su experiencia con la sífilis y la tuberculosis y sus mecanismos reactivos.

Al igual que en estas enfermedades, se produciría una colonización a distancia, en este caso por la «célula cancerosa», portadora del invisible micro-organismo, sin que aquella fuera específica.
   
Pero, más que nada -puesto que, como buen empirista, remitía no sin cierto suspenso a los resultados de la arriesgada prueba-, pretendía estampar en su propio cuerpo, como en una suerte de documento, la verdad que «abriría la puerta al dominio del cáncer». 

El experimento gozó de publicidad y no fueron pocas las revistas médicas de Estados Unidos y Cuba que lo anunciaron como el primer caso de inoculación de tejido canceroso en un ser humano, resaltando el heroísmo del médico, su brillante carrera y su pasado mambí.

Desde que hiciera pública su idea, no faltaron en Cuba y España los artículos que satirizaran a Duque. Al ser entrevistado, respondería –en relación al destino de los condenados a muerte- que peor era el garrote, del cual en definitiva pretendía salvarlos. A otro periodista responde: “Los condenados a muerte son seres que representan un despojo social, ellos van a morir no por castigo ni tampoco por ejemplaridad, sino simplemente por exéresis social para impedir que resulten gravosos a la sociedad y la nación”. Consideraba que no había siquiera que modificar la ley para llevar a efecto su propósito, ya que estaba implícito en la filosofía del código penal. Y añadía, amparándose en su rancia mentalidad mambisa-revolucionaria: “Todo lo que se dice alrededor de esta idea mía no es más que pura sensibilidad morbosa de sentimientos de hombres que podrían ser calificados de doncellos». 

Traducía así un criterio del general Máximo Gómez durante la última guerra, quien tildaba de “doncellos” a quienes, por alguna razón, no se mostraban lo suficientemente aguerridos o adscritos a sus feroces bandos de destrucción. 

No hay dudas de que Duque tenía un carácter exaltado y forjado en el fuego revolucionario, en otras palabras, en la obsesión de pureza del nacionalismo cubano, a esa altura trocado en nacionalismo científico. Deseando, durante la guerra del 95, cumplir a cabalidad las órdenes de incendiar ingenios, haciendas y poblados, reparó en que tenía que empezar por sus propios bienes (“por entender que no podía quemar lo de otros si tenía lo suyo en pie”), y fue así como dio candela al ingenio de su señora madre, en San Antonio de los Baños. 

Duque fallecería de cáncer laríngeo cuatros años después del experimento; ello no confirmaba nada, salvo traer a colación que también su padre había fallecido de un cáncer en la garganta.    

El par degeneración/perversión llevó implícito, desde su emergencia, el crimen de Estado. El eugenismo que se aplaude entonces sin recato, tuvo en el experimentalismo y, en particular, en la efusión quirúrgica, una de sus graves consecuencias.

Desde su despliegue hacia 1909 hasta su apoteosis en los años treinta, Matías Duque jugó un rol importante en la institucionalización de la eugenesia. Partidario de impedir los “matrimonios patológicos”, persistente defensor de la eutanasia, conjugó –tanto en lo instrumental como en lo metafórico- experiencias procedentes de los modelos de exclusión, cuarentena, y control y erradicación de focos.   

Cercano al General Machado, en 1926 encabezó el homenaje que los médicos le ofrecieran, preámbulo de la que sería la relación más potente, hasta la fecha, entre los poderes estatales y la medicina. 

Al secuestro y curación forzosa de prostitutas, siguieron sus propuestas de trabajo obligatorio y cárcel; y a las nociones de estigma y contagio, la idea de una “patria eugénica” cuyo cuerpo –calibrado por el cálculo poblacional y el bisturí del Estado- pudiera deshacerse con facilidad de sus excrecencias.

Curiosamente, el horror de discursos y prácticas como las desarrolladas por este médico, ex-coronel del Ejército Libertador y autor de libros de moralización para “niños y adultos”, es soslayado por buena parte de la historiografía médica cubana.

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Publicación fuente ‘Hotel telégrafo’