Carlos Cabrera Pérez: El Gastón Baquero que yo vi
La primera referencia que tuve de Gastón Baquero (1914-1997) fue en el “senado habanero”, quiero decir en la esquina de 23 y O, en la que se reunían -siempre a partir de las 8 de la tarde- un grupo de amigos, nucleados entonces en torno a Carlos Palma, abogado que se hizo famoso por la defensa de prostitutas y mujeres maltratadas en la república cubana.
Aquellos hombres tenían profesiones y oficios distintos, pero compartían el amor a Cuba y su cultura, la amistad con José Antonio Méndez y Los Zafiros, y una capacidad asombrosa para conseguir turnos para comer y almorzar en los mejores restaurantes de La Habana.
Yo acababa de ser fiñe y mi tío Jorge -al que todos llamábamos Papi- me introdujo en aquel raro grupo, que no tardó en hablarme de Jorge Mañach, Ramón Vasconcelos y Gastón Baquero, entre otros ilustres del pasado entonces reciente. Y de facilitarme libros y fotocopias de artículos de la prensa republicana.
Curiosamente, la aproximación del grupo era más al Gastón periodista del Diario de la Marina que al poeta, pues no tardaron en enseñarme la copia de su ya famoso artículo de despedida: “Yo no digo que…”, publicado en 1959, antes de su partida. Una noche pasó por allí y se detuvo a conversar con Carlos Palma el periodista Guido García Inclán, autor de la famosa frase: ¡No hay talco, Fidel!, en uno de sus editoriales de la emisora COCO, que él llamaba “el periódico del aire”.
Valor de poeta
Entre todos abordaron la figura de Gastón Baquero, y García Inclán elogió su deslumbrante cultura y su poesía, pero dejo caer su desagrado por la vinculación de Baquero con su paisano Fulgencio Batista, en aquel momento, “el demonio oficial” por decreto del castrismo. Guido no se amilanó y acabó la breve polémica con una frase: su verdadero valor está en la poesía, no le busquéis las cuatro patas al gato, y se despidió amablemente del grupo.
La segunda referencia que tuve de Gastón Baquero fue ya en España, conversando con Eduardo Sotillos, que recordaba con cariño y admiración la sapiencia del cubano, su capacidad para recordar fechas y acontecimientos históricos en sus mínimos detalles, y su decencia, sentimientos compartidos por Nuria (la mujer de Eduardo) que también había trabajado con Baquero en Radio Exterior de España.
La tercera y definitiva referencia -quizá por aquello de que a la tercera va la vencida- me la proporcionó Pío Emilio Serrano Castellanos, amigo fraterno del poeta, quien junto a su Aurora Calviño lo cuidó y mimó hasta su muerte. Nunca olvidaré como Pío sujetaba la mano izquierda de Gastón en el hospital de La Paz, en los momentos finales de la muerte y yo -quizá para exorcizar el dolor- creía ver que el poeta a punto de fallecer quería transmitir al amigo y también poeta toda la emoción que cabe en un verso.
También recuerdo la serena defensa de Pío, Felipe Lázaro y Manuel Díaz Martínez de la necesidad de incluir el texto de Gastón Baquero ”La cultura cubana es un lugar de encuentro” ante los que se oponían a que fuera la portada doctrinal del primer número de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, en 1996.
El príncipe abisinio
Aquellos avatares junto al magisterio de Pío y Felipe facilitaron un trato más cercano con Gastón Baquero, que fue más estrecho, cuando fue a vivir a la residencia geriátrica de Alcobendas, donde la directora descubrió que estaba ante un paciente brillante y ofreció un sitio para que el poeta recibiera a todo el que quiso verlo y charlar un rato sobre su obsesión con la poesía y la cultura cubanas.
Entonces comencé a verlo y a quererlo en dos planos: el príncipe abisinio y distante que aparentaba ser en determinados momentos para defenderse, y el cubano rellollo que seguía usando palabras como empercudido y chiforrober; a los que añadíamos comadrita y chismosa.
Una mañana de domingo -tras un viaje relámpago a La Habana por el Día de las Madres- me acerqué a verlo con un mango criollo y una raspadura. El mango apenas comenzaba a abrirse paso en el mercado español, pero la raspadura creo que lo emocionó hasta los ojos aguados, porque la tomó en sus manos, la olió y la puso un rato sobre una mesilla, diciendo que era su pirámide de azúcar.
Levantó los ojos y me dijo: esto debe estar prohibido en todos los hospitales del mundo, pero ya no sé a qué sabe una raspadura, así que vamos a trocearla para que yo pueda esconderla de curiosos y gandíos. Se quedó en silencio y me dijo: Viste la magia poética, tú te arriesgas a traerme una raspadura cubana hasta Madrid y yo digo gandíos; que aquí no se usa. Pero está Gandía, le dije y susurró: Qué horror, lo que han hecho con esa playa.
El mango lo despachó en el acto y sin cuidarse de enfermeras ni asistentes, lo rechupeteó; luego se lavó las manos y boca y me dijo: Es de allá, no sabe igual, y comenzó a interrogarme sobre cómo había visto a Cuba.
Aclaré que había estado solo unas horas, las necesarias para comerme con mi madre una paella y coger el avión de vuelta, pero que notaba que por debajo de la grisura castrista había otra Cuba, otra Habana que palpitaba sabiendo que había otra manera de vivir y que lo intentaría hasta el final, como aquel pez suyo del testamento.
Ni blanco, ni demócrata
La cháchara derivó hacia aspectos históricos, siempre salpicada de anécdotas y vivencias suyas, y comenté que se haría necesario escribir la historia del siglo XX cubano, porque es que no tenemos ni siquiera una biografía de Batista, el hombre más influyente en la política cubana en la primera mitad de ese siglo.
Se puso serio. Me miró y me soltó: ¿Tú sabes en el lío que te vas a meter? Le dije que no, que no era capaz de aquilatar los riesgos, pero que también sabía que era necesaria una biografía de Batista. Concluyó: Inténtalo, yo solo te regalo el título: Ni blanco, ni demócrata… y volvió a sacar la raspadura de su escondite secreto.
Otro día, Alfredo Zaldívar, editor de la editorial Vigía, me pidió que lo llevara a ver a Gastón Baquero para entregarle varios ejemplares de libros suyos, que ellos hacen o hacían en Matanzas de forma totalmente artesanal y con desechos que recogían en diferentes sitios, incluida la basura. Previamente, negocié con el poeta la visita, pues comprendía que no siempre estaba a gusto con aquello que llamaba la obscenidad de la vejez y también sabía que podía llegar a sentirse saturado con las evocaciones origenistas que -casi siempre- afloraban en aquellas visitas.
Llegamos y en cuanto vio los libros, se iluminó. Estuvo sublime recordando sus viajes a Matanzas, como si los hubiera hecho el domingo anterior y apreciando la obra editorial de aquel grupo de jóvenes que habían hecho de la necesidad virtud. Zaldívar tuvo el detalle de regalarme una edición de Testamento del pez, hecha en una caja de habanos, incunable que conservo con una dedicatoria manuscrita de Gastón, como colofón de aquella tarde.
Cartucho con pasteles de Miami
Poco después, un domingo por la mañana, acudí a verlo con unas pasteles de guayaba que alguien me trajo de Miami y que yo camuflé con papel aluminio y varias envolturas, avisado por el poeta Manuel Díaz Martínez que nada era más chivato que un cartucho de pasteles de guayaba, como le ocurrió a José Lezama Lima, un día en que juraba a todo el mundo que estaba haciendo dieta.
Desenvolvió el paquete camuflado con inusual maestría y le hincó el diente al primer pastel; lo saboreó y me dijo: Dicen que esto, a mi edad, mata. Intenté tranquilizarlo, diciéndole que una nueva corriente médica apostaba por corregir cualquier exceso y que recomendaban evitar situaciones de estrés con prohibiciones tajantes.
Serán chinos -me dijo- o de otro planeta, porque los médicos occidentales se pasan la vida mandando pastillas, yo quisiera que tú vieras como dan pastillas aquí por la mañana y por la noche, y a algunos hasta por el mediodía. Pero tú estás bien -le dije-. Y me contestó como un rayo: Yo me curé el día que me invitaron a una exposición de pinturas, organizada en colaboración con el gobierno de Cuba, y cuando entré vi que varios cuadros eran de mi colección particular en La Habana. Entonces supe que el exilio enriquece; evita quedarte estancado en el arroz y los frijoles, que están bien, que son sabrosos; pero también hay otras cosas en el mundo que no conocemos y que son más ricas.
Ola de arqueología
Aquel arranque me descolocó y tardé en comentarle que esa tesis la suscribía, pero que no era del todo origenista. Se río y me interrogó: ¿Estás contagiado con la ola de arqueología que ha desatado el castrismo con todos nosotros? Para nada, Gastón, de hecho, al ver intentos como los de algunos novísimos de autoproclamarse herederos directos de Orígenes, soslayando a Nicolás Guillén o a Onelio Jorge Cardoso, he tenido la tentación de escribir un ensayo que se llame Y yo, que no conocí a Lezama.
Y disparó: Te salvaste, muchacho, Joseíto era un señor muy pesado; quizá lo fue desde chiquitico… Nosotros nos turnábamos para pelearnos con él, excepto Octavio Smith -que siempre se llevó bien con todos- y hacía de teléfono con el Maestro. Virgilio miraba a Octavio y le decía: hágame el favor de decirle a ese señor… yo hacía lo mismo cuando no me hablaba con Lezama, pero él nos seguía el juego y nos contestaba a través del propio Octavio.
Mira para eso, yo sabiéndote agrónomo, pensé que eras el más cartesiano del grupo y que te sería más fácil la interlocución con todos. De hecho, no sé cómo entraste en este mundo de la poesía, el periodismo, la cultura a secas, digamos.
Ah, no, esas son cosas de mi abuela, que un día se encaprichó en ser blanca.
Publicación fuente ‘Café fuerte’, 2014
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