Hugo L. Sánchez: La gran biblioteca underground de La Habana

Autores | 19 de abril de 2014

Palidecería de envidia hasta la propia biblioteca de Alejandría si se conociera la existencia de las librerías subterráneas de La Habana, probablemente una de las más soberbiamente bien surtidas de todo el planeta, catacumbas de casi todo cuanto se ha escrito, más propiamente en español y aún más de la toda literatura excomulgada por atentar contra la pureza ideológica de la revolución.

No poseen un sitio exacto. Dicho con propiedad, estas librerías se trasladan en silencio y un día pueden que estén aquí y otro allá, pero tienen sus puertas de acceso, esas sí se conocen —aunque solo algunas, claro está—, y la más notoria de esas entradas está en la de la Plaza de Armas, centro de la ciudad colonial, curiosamente enfrente de donde, hasta hace poco, existió el Instituto Cubano de Libro (ICL), algo así como lo que sería para los católicos un Vaticano de obras literarias, ya que de inquisidores y de proteger la fe se trata.

Los libreros rodean las cuatro esquinas de la plaza. Desde temprano levantan sus estantes, se sientas en sillas de tijera a esperar que caigan los clientes. A su alrededor pasan tríos con “sones para turistas”, al decir del poeta cubano Nicolás Guillén, y muchachas que pretenden ir vestidas muy a la usanza criolla, con el propósito de ser retratadas, pago mediante, caminando del galante brazo de los visitantes.

Lo que más abunda son libros, pero también se puede adquirir postales de peloteros, álbumes de fotos, revistas y periódicos viejos, discos de acetato y hasta misales.

Nostálgicos del comunismo

Los extranjeros de cualquier latitud, que aún anhelan la estrella roja, la hoz y el martillo se dan banquete en esa plaza. Se les ve embobecidos hojeando El diario del Che en Bolivia y La historia me absolverá, de Fidel Castro, que son los más vendidos, y que comparten anaqueles con las obras completas de Stalin y Lenin y, si uno le dedica más tiempo, todo el que se pueda almacenar por doradas épocas pasadas, hasta logra dar con volúmenes de Mao, el sol rojo en nuestros corazones; Kim IL-Sung o del olvidado ortodoxo Enver Hodja, en portada dura, que la embajada de Albania enviaba por cajas a quien se lo pidiera a vuelta de correo, cuando aún estaban en su lugar todos y cada uno de los ladrillos el muro de Berlín.

Lo mismo ocurría con la sede diplomática de Corea del Norte y quienes deseaban correrle una broma a un conocido, escribían a esa embajada, decían que desearían tener todo lo escrito por el Gran Líder y su doctrina Juche, daban el nombre y la dirección de aquel incauto que luego maldecía por todos los rincones contra aquel desconocido que le llenó la casa de cajas repletas de tomos de Kim Il.

La doble moral también tenía su papel aquí. Tiempos atrás, mostrar en una repisa colocada en un lugar bien visible de la casa, alguna colección de estas obras escogidas, constituía un resguardo frente a cualquier duda que surgiera sobre un hogar tenido, hasta entonces, con problemas ideológicos, habitado por sospechosos.

Los libros satanizados

En cambio hoy, al comenzar los días de Raúl Castro en el poder, paulatinamente desde mediados del 2006, no es tan pecaminoso ir por una obra proscrita. Luego, el método consiste ahora en preguntar por lo que uno desea a estos bouquiniers cubanos que tienen por el Sena a la bahía de La Habana.

Pudiera ser la novela La Habana para un infante difunto, del cubano Guillermo Cabrera Infante, odiado por la burocracia, excluido hasta del oficial Diccionario de la Literatura Cubana, persona non grata y muerto en el exilio; o la pieza teatral Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, que por un párrafo fue condenado trabajar por 14 años en el sótano de una biblioteca —vaya ensañamiento refinado de los opresores: confinar a un escritor a trabajar en una biblioteca— y hoy reivindicado con el Premio Nacional de Literatura, aunque nadie le ha pedido jamás disculpas por su sentencia al ostracismo, me ha confesado este hombre que no bajó la cabeza nunca.

Por igual se halla el libro de relatos Los pasos en la hierba, de Eduardo Heras León, también ahora exonerado luego de haber sido confinado a una metalúrgica por lo que pudiera entenderse en uno de los cuentos de ese volumen como una atracción física de un militar a otro del mismo sexo. La lista es larga y dolorosa, más para los que la sufrieron en carne propia y también para la generación que fue esterilizada de esas obras imprescindibles.

Como nada tienta más que lo prohibido, desde la manzana en el árbol de Adán y Eva y que para bien sea, cuando se sabe de un libro maldecido, que en su momento lo fueron aquí la Biblia y el Corán tanto como Rebelión en la granja y 1984, ambos del británico George Orwell, los imprudentes, amantes de lo pecaminoso, acuden rápidamente a buscarlo.

Eso sí, hubo oceánicas tiradas de libros de autores soviéticos. Así se forjó el acero, de Nicolái Ostrovski; Somos hombres soviéticos, de Boris Polevoi y, para ser justos, también Campos roturado, de Mijaíl Shólojov. Si querías leer, aquí tenías.

Nuestro bouquinier mira esta mañana hacia un lado y hacia otro, más por el viejo hábito de años de persecución, se sumergen entre sus cajas o le hace una seña a alguien que viene y le habla al oído para que traiga de algún escondite lo que el cliente pide. Si el volumen está en sus tenencias dirá “¿Puede esperar unos minutos?”. En otro caso preguntaría “¿Le será posible venir más tarde?” o, en la peor de los ocasiones utilizará una frase muy cubana: “No lo busque, no lo hay ni en los centros espirituales”.

Los vendedores cubanos de libros conforman así su mundo, tienen sus propias leyes francmasónicas y han pasado, a golpe de persistencia, a formar parte de este paisaje de La Habana Vieja. A ellos hay que agradecer, por lucro lo que sea, el que ayudaron a rescatar y no exentos de riesgos, este patrimonio aunque solo fuera para saber que existía, podía verlo, olerlo y acariciarlo para luego decir: Sí, existe, yo lo vi.

El mercado negro de las palabras

También estos agiotistas del mercado negro, gente muy culta en el arte de entrelazar título con autor y dinero, se valen de sus muchas mañas para acaparar un nuevo volumen en cuanto se hace algún lanzamiento que saben será muy cotizado. Estos individuos, a no dudarlo, mantienen excelentes conexiones en los almacenes. El caso más notorio fue el de Leonardo Padura, famoso a más no poder y archiconocido escritor en Cuba y fuera de ella. De su reciente novela El hombre que amaba los perros desapareció de las arcas del ICL, como por arte de magia, cerca de medio millar de ejemplares, antes de ser presentada al público. El título costaba en las librerías del estado 20 pesos, caro para los locales pero aceptable, y estos usureros la venden en 15 CUC, el dólar cubano, cifra equivalente a casi el salario mensual promedio de 20 CUC. Lo tomas o lo dejas.

Quizá por estos manejos que repletan de monedas esos bolsillos y el hecho de que la frase economía de mercado ya no es tan mala como en tiempos de Fidel Castro, el ICL adopta una nueva política editorial de tal forma que saldrán de las imprentas y se reeditaran los títulos de calidad que sean más vendidos, sin dejar desprotegidas, gracias a esos fondos, aquellas obras imprescindibles para la cultura nacional, pero no siempre populares. Es lo justo, pero tanto han demorado en querer darse cuenta de ello que hay anaqueles atestados de ejemplares llenos de polvo, durmiendo en un letargo que no parece tener fin.

La ironía, arma de la Revolución

Es difícil, por no decir imposible, ganarle a los ideólogos de la revolución en cuanto a ironía se trata. La Campaña de Alfabetización y la instrucción gratuita a todos los niveles, constituyen buenos ejemplos de ello. Se enseñó a todos los analfabetos a leer y a escribir, no hubo rincón de Cuba, por más remoto que estuviera y de más difícil acceso, a los que no llegaran los maestros voluntarios con sus cuartillas y manuales. El resultado fue que en 1962 el país se declaró libre de analfabetismo. Un orgullo nacional.

Fue abolida la enseñanza privada desde los círculos infantiles, guarderías creadas por el nuevo estado, hasta las universidades y para quienes vivían distantes de los centros docentes se abrieron becas desbordas de jóvenes deseosos de superarse. Todo costeado por el gobierno. El resultado fue altos niveles de escolaridad. Otro orgullo nacional.

¿Y la ironía?: qué podías leer, solo lo que se te permitiera leer; y estabas autorizado a pensar, para eso te habían facilitado las herramientas requeridas, pero siempre y cuando tus ideas no se apartaban del establishment.

La Navidad húngara de Celia Cruz

Permítanme una anécdota personal. En el primer lustro de los 80, yo era corresponsal de la Agencia Prensa Latina en Budapest. Una Navidad, creo que la de 1983, se presentó en casa un funcionario de la embajada de Cuba a persuadirme de que quitara de la sala el arbolito de Navidad. No sé cómo supo de su existencia, quizá como vivía en el edificio de enfrente vio las luces de las guirnaldas. Las tradiciones del pasado republicano, si bien no estaban prohibidas, eran mal vistas, lo que correspondía a estar prohibidas. Había que ocultarse para festejar la Nochebuena, los regalos por el día de Reyes se les entregaba a los niños sin los padres revelarles por qué… y así con todas las costumbres menos el 31 de diciembre debido a que se conmemoraba realmente no era la llegada del Año Nuevo sino el triunfo de la revolución el primero de enero.

Luego, el arbolito familiar era muy incorrectísimo. Mi respuesta fue que no lo retiraba y le di las gracias por su patriótico desvelo. A la mañana siguientes, bajaba yo para la ciudad cuando el auto de la oficina, un VW escarabajo, se descompuso. Coincidió con que este funcionario cruzó en su coche delante de mí y me ofreció llevarme desde las colinas de Buda, donde vivíamos ambos, hasta Pest. Y qué sorpresa la mía: en su reproductora cantaba Celia Cruz. ¿Es Celia Cruz?, le pregunté. ¿Quién habrá puesto este casete aquí?: seguro fueron mis hijos, me dijo. ¿Usted permite a sus hijos escuchar esa música?, continué. Lo hicieron a escondidas, me respondió mientras quitaba la cinta e infructuosamente buscaba otra para sustituirla: no tenía más, esa era su preferida y única.

La cantante Celia Cruz, también fallecida en el exilio, es con seguridad uno de los hechos más detestables de los años de represión cultural. A pesar de respirar cubanía por todas partes, fue borrada de los medios por no comulgar con la revolución y decidir vivir fuera de la isla desde inicios de los 60. Aún hoy la radio no la reproduce, nadie recuerda cuándo se la vio por televisión alguna vez en los últimos 50 años, y los jóvenes, como los hijos de este diplomático del árbol de Navidad, muy difícilmente saben de su existencia.

Falso, sí llegó a verse, pero solo en el cine. En un fragmento del documental Yo soy del son a la salsa, del realizador cubano Rigoberto López, que se proyectó en el cine Astral de la capital, salió brevemente a Celia Cruz cantando Me voy para Pinar del Río. Elpúblico de pie la ovacionó. ¡Qué bien hacen los represores en temer y tratar de lastrar!

El día que finalmente sea reivindicada Celia Cruz, habrá que explicar en el país, quizá con vergüenza y bajar la cabeza, lo que significó y significa esta estrella de la música nacional.

La nómina de los prohibidos en todas las artes, como en la literatura, es enorme. Incluye a músicos, cineastas (por ejemplo, Sabá Cabrera Infante, hermano de Guillermo, por su corto PM), y seriales completos como La tremenda corte, que se escucha aún hoy en horarios estelares en muchos países de la región, menos en Cuba. Se oía ininterrumpidamente en cada hogar cubano al mediodía desde 1942 a 1961 y es considerada como la mejor comedia radiofónica producida por entonces en Latinoamérica. Es decir, nadie escapó de la saña perniciosa del ojo del Gran Hermano.

Y es que ocurre que cuando el represor es un burócrata y además, o peor aún, un mediocre, genio de su mediocridad, se ensaña contra los talentos y los persigue sin darles tregua, a como dé lugar, para amputar al intelecto.

Eso fue lo que ocurrió y todavía ocurre, aunque ya cada vez en menor medida. Recuerda aquello del sapo que cuando le preguntan a qué se debe su preferencia en comer luciérnagas, responde: porque brillan.