NDDV: Cobra, o la gaya ciencia

Autores | Libros | 30 de junio de 2014

Hace ya muchos años, recién llegado de Cuba, descubrí por azar en uno de los polvorientos estantes de la Librería Universal la edición argentina de Cobra, la tercera novela de Severo Sarduy.

Como cualquier poeta emigrado, conocía de oídas el nombre del autor, y su leyenda, aunque permanecía inocente a una de las obras más originales (e inclasificables) de la literatura de mi país natal. El deslumbramiento de esa primera lectura me hizo devorar en unos meses todos los títulos que dormitaban en aquel anquel marcado con una S de calcomanía: De donde son los cantantesBig BangMaitreyaBarrocoGestos… A pesar del tiempo transcurrido, las impresiones de tan desaforada lectura permanecen intactas.

Me asombró entonces, y todavía me asombra, encontrar en Cobra la huella fosilizada de la estratagema retórica revolucionaria («Cayó en el determinismo ortopédico»; «¡Pronto caeremos en el estajanovismo!») bajo un estrato de folclor homosexual («Hay que corregir los errores del binarismo natural»). Esa temprana crítica del lenguaje partidista, concebida desde el exilio parisino, no pudo ir a encontrarse sus lectores naturales. A partir de Gestos, sin embargo, la lengua en que habló Sarduy resultaba políticamente sospechosa: su expresión decadente, su diletantismo militante y el costado kitsch de sus imágenes («acuñadas, según Bambi, con cerquillo castaño»; «distribuyendo aretes y adjetivos») esbozaron, desde el lenguaje, la crítica a la dictadura del Newspeak imperante en la Isla.

Por otra parte, hay un Severo aficionado a la Física, descubridor de las partículas elementales de la cubanidad: Auxilio y Socorro. Sus investigaciones lo llevaron enseguida a la clasificación de otras subpartículas de significado, girando en el interior de ese «teatro generalizado de sucesivos aposentos» que es nuestra Historia. Fueron precisamente sus inclinaciones científicas las que le ganaron el apodo binario de Chelo y Anti-Chelo.

A Sarduy debemos también la intuición de que lo cubano se manifiesta en paquetes discretos: desde lo barroco estatal, Sarduy bajó a niveles de energía literaria en que la nación es sólo «grito pelao». Esa es la fase terminal de nuestro nacionalismo: lo cubano como universo con leyes propias –las tablas del lenguaje– donde la expresión mínima y la más mínima expresión adquieren una masa que tiende a cero. Masa nula, porque, como ha dicho Roland Barthes en su célebre ensayo sobre el camagüeyano, no significa nada.

Más allá, en el centro de todo, a muchos niveles por debajo del espectáculo del carnaval, Severo encuentra a la Pelona: la Nada como partícula fundamental de la cubanidad. Ya no se trata de Chelo y Anti-Chelo, de Auxilio y Socorro, de Cobra y Pup, sino de algo más grave: a la Cuba conocida corresponde una Anti-Cuba. Esta teoría solamente hubiera podido ser enunciada en un momento de desintegración creadora, de Big Bang; y Sarduy parece señalar a Lezama como el referente crítico de desorganización: la muerte de la imagen, o la Segunda Ley de la Termodinámica encarnada.

Definir la relación entre la superficie pintada –la máscara, el carnaval de Ensor, el teatro Shangai– y la profundidad, requiere el conocimiento de la unidad básica del evento, del límite de la acción: la constante de Planck en el curriculum cubense. Sarduy nos dotó de realidad a nivel de partícula y de quark –funciones de una fenomenología literaria, a fin de cuentas (Three quarks for Muster Mark!).

Vista desde el barroco, la escritura en Sarduy es una fachada cubierta por la hiedra trepadora de los signos más insignificantes, y los más urgentes. Contra el telón de fondo de nuestro jingoísmo, es el gesto sin consigna, que por su forma, por su contoneo sicalíptico, ofende la sensibilidad del Gran Inquisidor, llegue éste bajo la máscara de Lezama o Fidel, tanto si su discurso dura 8 horas como si transcurre en 800 páginas.

Tras la opresora lectura de Paradiso, Cobra es Nirvana; después de salir del panteón de las supersticiones lezamianas, es como encontrarnos una Cuba de plástico prendida al dashboard de un auto en marcha, cimbreando en cada bache del espaciotiempo. Por fin uno entiende que aquella «novela» era también un «poema» –la resurrección de Narciso, el renacimiento de la poesía–, y la música de un órgano que abarca todos los registros de nuestra lírica, desde los pistones graves del Bardo hasta los chillidos histéricos de La Lupe.

El falo, la Cobra ritual, objeto del secreto (y no-tan-secreto) culto ofidita cubano, ocupa el centro de este poema extraordinario. Sarduy es la serpiente de Paradiso. En el jardín oscuro del Maestro, por entre las ramas de su docta ignorancia, Severo aparece como la gaya Ciencia o la sabiduría alegre.

Tomado de Encuentro en la red