Pedro Marqués de Armas: Orígenes y los 80s

Autores | Diáspora(s) | Revistas | 8 de julio de 2014

Leer a Lezama siendo adolescentes fue como recuperar de golpe la memoria que habíamos perdido. El momento era oportuno. Todavía no le habían agotado el «secreto» y persistía como un riesgo el hecho sencillo de leerle. Pero esto era puro fantasma. En realidad, las circunstancias eran propicias: más que mítico, políticas, y más que simbólico, económicas. Bien es cierto que entonces lo entendíamos al revés; los poetas al comienzo están demasiado ocupados en su descubrimiento.
Con Lezama se iba a producir una avalancha del signo y una nueva puesta en escena del barroco. De modo que las tres «D» que constituyen el estilo, pronto cayeron sobre nosotros. Claro que hubo, en la mayoría de los casos, más «delicia» que «delirio» y aun más que «derroche». Por eso, en lugar de hacia el verbo, las soluciones se abrieron hacia el espíritu. Y puesto que el propio Lezama sostenía la unidad de ambos, y no las diferencias, el resultado fue, en la manera en que lo asumimos, puro trascendentalismo.
Aquella “prenatalidad” entrevista por María Zambrano también la percibíamos entonces. Sin embargo, la memoria que habíamos perdido no consistía en una instancia ontológica. En este sentido, y por el hecho de que fue posible recuperarla, más que perdida, era una memoria “tomada”. Así la ocasión, contraria a Zambrano, de que estábamos en tierra propia, era menos que nimia. En un extremo, hambre de imágenes y texturas propias, y, en el otro, el deseo de escapar a la mirada rezagada de los padres, embarcados en los “realismos” de un proceso en revolución.
Como en estos versos de Juan Carlos Flores: «Nos decían que no, que no nos acercáramos, nos mandaban a leer a Pita, a Guillén, a cualquiera de los otros. Nos decían que no, y tuvimos que escoger». Orígenes era ya, de hecho, una nueva catexis social —y libidinal— de lecturas. Superficie todavía virgen y fascinante para nuestras extracciones, bajo ese signo escribimos los primeros poemas. Se trataba, en lo creador, de una reproducción técnica de estilos y, en lo imaginario, de un uso político de sus ideologemas. Por ello no establezco ningún puente de sacralidad entre Orígenes y la promoción del ochenta. Ante nosotros teníamos, simplemente, otro imaginario, más culto y extenso. Así los caminos dictados por la metáfora, nos hicieron participar de un «doble devorador», con que devorar la realidad nuestra.
No es casual que el fenómeno de los ochenta haya surgido a la vez en varios focos de la isla, ya con idéntica fuerza y resultados estéticos casi constantes. Claro que sería reducir las cosas, no abundar en citas, derivaciones y otras complejidades. Pero en este marco, sólo pretendo graficar ese fenómeno de límites no muy bien precisados, esa nostalgia de retorno, que bien puede llamársela post-origenista.
Orígenes fue nuestra puerta de entrada en la modernidad (el filtro que depura o bien deja escapar los grumos de una parte de esa modernidad). Así nos abrimos a los simbolistas hasta Valéry, a la generación del 27, a Góngora, a los antiguos griegos hasta Cavafis y Seferis, y a un siglo XIX modelado por La Habana Elegante y ajeno a los fotograbados abyectos de la Caricatura.
Creo entender que estas conductas, este «volver a la memoria», venía a suplantar cierto orden simbólico que la revolución había «secuestrado». ¿Quién no ha releído los poemas que escribió antes de leer Orígenes? Cultura de campamentos, de reclusiones becarias, con sus finales recalcadamente líricos, y las potencias sórdidas de lo inmediato amoroso.
Claro que tal suplantación no iba a borrar el pathos del que proveníamos, pues, ya organizada la fuga, no hicimos más que repetir el síntoma. Otra vez la carencia iba a ser derivada por medio de una economía de lenguaje, esto es, atesoramiento, circus barroco: hipérbole y huella de lo que décadas atrás había sucedido con los poetas que integran el grupo Orígenes.
Ellos contra «la mala política desintegradora», nosotros contra la afasia simbólica y el mentón de piedra de las ideologías. Ellos desde la coherencia que dicta el catolicismo y las imágenes que operan por futuridad en la historia. Nosotros, desde la turbidez de los negativos y situados ya dentro de esa historia, ahora real que, según el propio Lezama, había igualado por obra de una Metáfora Suprema, resurrección y revolución. Ellos barrocos, interesados en las filiaciones genéticas, en las «raíces protozoarias de la creación» —porque ya habían capitalizado la máquina célibe que les permitiría autoprocrearse y nacer cuantas veces quisieran—, y nosotros declinando, ya en la gestación misma, ante una historia que también se ha tornado resistencia, desintegración, aunque en este caso sin la gracia y auxilio del Ángel de la Jiribilla.
Aborto que, proveniente del barroco, ha recluido las poéticas de buena parte de los escritores del ochenta en un arcadismo provinciano, con sus paisajes inmóviles de una fauna fría donde la demora da contemplación reduce las posibilidades subvertidoras del lenguaje.
Doble carencia la nuestra, exige otras políticas escriturales. Acaso un desvío ante la mala hermenéutica que hemos practicado. La ficción y la calidad de la escritura de Orígenes permanecen inalterables, no así los ideologemas derivados del Sistema Poético. El sistema viene a incorporar un componente teleológico en una escritura que, sin embargo, no pocas veces opera procesualmente, es decir, en las márgenes del mismo espacio que privilegia. “El sistema poético respira, funciona, luego es…”, pero siempre que se le reconozca, a la vez, como disfuncional, como algo que en modo alguno serviría para los demás.
Ironías del artefacto: contrasistemas del esquizo. Sin embargo Lezama — embaucador— deviene Gran Paranoico y lo echa a andar. Lezama pone en boca del Ángel de la Jiribilla esta frase que traduce, por sí sola, la regresión del Sistema: «Ángel, repite. Lo imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinitud.» Esta frase acontece en una fecha clave para todos nosotros. Rostridad, año cero. Habana, 1959.