Matías Duque: La prostitución en Cuba: sus causas, sus males, su higiene [1914, Capítulo V, Fragmentos]

Archivo | Autores | Memoria | 12 de febrero de 2015
©Una mujer en La Habana de los años 20

Aquí en Cuba se puede estudiar distintos tipos de mujeres que ejercen la prostitución en forma diversa:

 La meretriz de tapadillo

 La meretriz fletera

 La meretriz clandestina

 La meretriz reglamentada

 La meretriz menor de edad

 La meretriz viajera

 La meretriz de tapadillo es la mujer de conducta social casi irreprochable. Su vida pública es honesta; sus vestidos y su andar por las calles, por las tiendas y por los teatros son morigerados. Vive acompañada por alguna mujer de edad madura o vieja, que da cierta respetabilidad al llorar. Uno o varios hombres ricos subvienen a las necesidades del hogar y de la vida, y ellas buscan lo demás, concurriendo muy ocultamente a casas de cita de gran seriedad y respeto, como dicen ellas. Estas son las más buscadas por los hombres, las más deseadas y las mejor pagadas.

 La meretriz fletera es la que por calles, paseos públicos y teatros, va en busca de los hombres: sus trajes son llamativos; exageran todas las modas; sus perfumes son de gran penetración; su mirar es vivo y alegre; su cara es sonriente y atrevida, y su andar descocado. Sus movimientos y la manera de recocer los vestidos la denuncian a distancia. Concurren a la casa de cita más próxima, a la primera indicación del primer hombre que de ellas momentáneamente se enamore. En esta clase de meretrices existen ricas y pobres. Estas últimas, como no pueden brindar belleza ni enseñar riqueza alguna en sus vestidos y en sus esencias, se las contempla en los lugares concurridos de la ciudad, implorando del transeúnte el uso de sus cuerpos por cualquier cantidad de dinero, y anunciando de antemano que «saben hacer de todo» y «a todo se prestan». A veces aceptan una pequeña moneda de plata o cobre para que concurran a un lugar oscuro de un jardín de las ciudades, para practicar el onanismo, bien usando sus manos o bien usando su boca.

 La meretriz clandestina es aquella que no se quiere someter a la reglamentación de la prostitución. Indiscutiblemente que los tipos de meretrices descritos son también clandestinos. Pero, como se verá más adelante, hay diferencias, si no ante la ley de la reglamentación, por lo menos entre la manera de vivir, de este tipo de mujer y las mencionadas anteriormente.

 La meretriz clandestina concurre a las casas de lenocinio, donde pasa días y muchas veces. Ella no tiene lugar fijo para ejercer la prostitución, y va de una casa de lenocinio a otra y concurre a las casas de cita. Tiene fuera de las zonas de tolerancia un domicilio que consiste en una habitación o casa pequeña, alquilada a su nombre, donde recibe a los «marchantes». En ese domicilio, y según los marchantes que consigue, intenta pasar como mujer divorciada o separada momentáneamente de su esposo, que, por las necesidades de la vida, ha tenido que marcharse de la ciudad. Otras veces aparenta ser viuda y empleada en las oficinas del Gobierno o en el comercio; trata de mostrar un amor inmenso por el hombre que engaña; le jura y le llora la pasión que siente por él, tratando de probarle que él es el único culpable de su deshonra. Todo esto excita la vanidad del «marchante», y logra que éste sea más dadivoso con ella.

 Al mismo tiempo que concurre a las casas de cita y hace de mujer «honrada», concurre a los paseos y a los teatros, haciendo papel de fletera. Este tipo de mujer meretriz es considerado por los demás seres que pululan en el mundo de la prostitución, por la verdadera clandestina. Indiscutiblemente su poliformia le da un carácter esencial, que la aparta de los otros tipos de meretrices clandestinas.

 La meretriz viajera está formada por un núcleo de mujeres que van a prestar «servicio» en una población obrera. Dondequiera que, fuera de las ciudades y pueblos, se constituya un núcleo de obreros, en que la mayoría la componen hombres solteros, se establece ese tipo de meretriz, que se encuentra en los trenes y en las carreteras, cambiando de lugar a medida que el trabajo de aquellos obreros va terminando. Durante el periodo de la zafra azucarera en Cuba, concurren, si no a los mismos bateyes de los centrales azucareros, por lo menos a sus cercanías, donde alquilan una pequeña casa, o varias, si existen, y allí establecen su campamento. De ahí pasan a los centros tabacaleros, que bien en fincas o en pequeños poblados, establecen lo que se denomina «escogidas de tabaco». Dondequiera que en un lugar apartado se establezca una obra pública con un fuerte contingente de trabajadores, ellas se establecen en sus inmediaciones. A ellas se las encuentra en los centros mineros, y si se dirige una investigación sobre las obras del canal del Roque (canal de Cuba) o canal de Panamá, se encontrará allí a este tipo de meretriz, que viaja a retaguardia de esos ejércitos de obreros, de la misma manera que se les encuentra detrás de las fuerzas militares que vana campaña o que salen lejos de las ciudades a grandes maniobras militares.

 La meretriz menor de edad es el tipo más triste de todas las meretrices: niñas adolescentes, unas veces menores de esa edad, se encuentran en ese bajo y miserable peldaño de las sociedades humanas. He encontrado muchas veces niñas de esas edades sirviendo en las casas de lenocinio, y en el albor de la vida, a los 13 años, recibiendo hombres tras hombres, como si fueran expertas veteranas del amor. Cuando su debilidad física o sus menos años les impide recibir hombres, se prestan esas infelices a «jugar» con aquéllos. Se denomina «jugar» en el caló de la prostitución, el acostarse con un hombre para que la niña cubra su cuerpo con besos excitantes y ligeros mordiscos, terminando ese indigno «juego» por la eyaculación, producida por el frote de las manos o de la boca, o de las regiones interfemorales de la niña, con los órganos genitales de la bestia (…)

 Cuando se terminó la guerra de Cuba contra España, fueron inscriptas por la reglamentación de la prostitución más de 300 mujeres de 15 a 17 años. Esta es una prueba palpable de que en aquella heroica y gloriosa época se prostituyó la mujer cubana. Más de 100 niñas, menores, de 10 a 14 años, fueron recogidas por la policía de la ciudad y por la de la Sección de Higiene, y entregadas a sus padres, tutores o familiares, con el apercibimiento de que serían castigados como autores de delito de prostitución de menores si esas niñas eran nuevamente encontradas en el ejercicio de la prostitución, y se permitió a dichos tutores o familiares renunciar a su cuidado si ellos no tenían medios de vida o fuerza moral bastante para hacerlas cambiar y modificar su pervertida moral. Cuando esto sucedía, o cuando esas infelices niñas carecían de familiares o tutores, eran llevadas al asilo del «Buen Pastor», institución creada y mantenida en Francia por santas religiosas y por la sociedad francesa, y que se extiende hoy por toda la tierra civilizada.

 Más tarde fueron llevadas a un asilo que creó el Gobierno Militar Interventor, asilo que fue suprimido por el Gobierno cubano; también la intervención militar americana creó, con el nombre de Aldecoa, un asilo donde debían ser recluidas, para su reforma moral, las menores delincuentes, pero la Administración cubana, al suprimir el anterior asilo, entendió por delincuentes también a las menores prostitutas, y así como confundió estos términos, confundió en el mismo asilo a aquéllas y a las niñas prostitutas; y allá, en el último extremo de la calzada del Cerro, a su salida, se albergan en lastimosa confusión unas y otras.  Tal conducta de las administraciones cubanas parece hecha ex profeso para que las unas instruyan a las otras de los pecados que ambas desconocen. Si espanta, asombra y acongoja la contemplación de estas infelices, ángeles todavía por su edad, espanta más todavía y la acongoja se agiganta en proporciones indescriptibles, al saber que muchas de estas menores padecen de sífilis y de blenorragia, como huella de su corta y dolorosa vida.

 Siendo Secretario de Gobernación del Gabinete del honorable general L. Wood (hombre éste que ha hecho por la civilización y el progreso de Cuba más que ningún otro hombre) el Sr. Tamayo logró que se limitara para poder ser escrita como meretriz, el mínimum de 18 años de edad; y desde entonces a la fecha, toda mujer menor de esa edad y que se prostituya es recluida en el asilo de Aldecoa, de donde no puede salir hasta que cumpla los 21 años. En ese asilo acabado de mencionar permanece durante cinco, seis, siete u ocho años la infancia prostituida, donde se intenta corregir a la infeliz niña. Ese asilo está administrado y dirigido por piadosas hermanas de la cristiana asociación del Buen Pastor. El Estado cubano paga los gastos que ocasiona el cuidado de las menores, y, ellas no reciben más remuneración por los servicios que prestan que el alimento y el albergue (…)

 Cada vez que tengo ocasión de hablar de estas cosas, señalo ese mal con franqueza ruda, para intentar algo que sacuda el marasmo y la indiferencia que se siente por el mal, no ignorado, sino aislado de la sociedad. Afirmo esta vez, como otras, que el trabajo en pro de los infelices que la intervención militar americana realizó en Cuba, tuvo su punto, ¡y parece final!, desde que el noble Wood entregó al gran rebelde Tomás Estrada Palma el gobierno de la República de Cuba.

 El que pretenda corregir niñas delincuentes y prostituidas en el mismo local y en una incomprensible convivencia; el que pretenda que de esos correccionales salgan las niñas corregidas y reformadas, no ha leído un solo libro sobre ese difícil problema social, ni tampoco se ha detenido a meditar un momento sobre lo que el libro abierto de la vida real enseña a cualquier observador.

 Aquí en Cuba se confunden lastimosamente los términos de escuela reformatoria y de escuela correccional. Se creen términos iguales y se cree que las funciones de una y otra son las mismas. ¡Y son tan diferentes! Es de desear que la sociedad sana y moral de esta colectividad cubana se sienta conmovida intensamente, y con una actividad y persistencia asombrosa, intervenga en el auxilio de esos infelices menores, tan abandonados y tan olvidados por todos, aun por el mismo gobierno, y ampare a tanta desdicha, hambrienta de piedad cristiana (…)

 La meretriz reglamentada es la que, obediente y humilde, cumple con los reglamentos y la ley. Ellas concurren habitualmente y con exactitud al llamado Dispensario de Higiene, situado, en la Habana, en la calle de Paula, número 77. Ellas pagan su tributo al sacar la cartilla que les exige el Reglamento de Higiene. Resignadas, se dejan conducir al Hospital de Higiene, situado en el barrio del Cerro, cuando se enferman; ellas no concurren, y si concurren, lo hacen ocultamente, a los lugares públicos, cosa que la ley de la reglamentación de la prostitución les veda; y ellas se resignan, con cierta conformidad alegre, a ir a vivir en las llamadas zonas de tolerancia.

 Zonas de tolerancia son aquellos lugares de muchas ciudades y de muchos pueblos de algunas naciones que se les señala como recinto, donde las meretrices deben vivir, dedicadas al comercio de su cuerpo. Aunque la ley señala la decencia pública, que naturalmente debe existir en dichos lugares, aquí, la costumbre, la policía, el público y hasta la misma sociedad, ha sido y es tolerante, quizás por encontrarse dentro de la zona de tolerancia, y permiten en esa zona cierta relajación, cierta inmoralidad pública intolerantes.

 En ese recinto habanero hay casas grandes, ocupadas por varias meretrices; otras más pequeñas, ocupadas solamente por dos, y otras, más pequeñas aún, las denominadas accesorias, ocupadas por una sola mujer. Las ventanas y las puertas del 99 por 100 de esas casas y accesorias están abiertas y se contempla desde la calle a las mujeres en muy ligeros trajes, muchas veces en camisón, con las piernas levantadas, fumando, charlando con el transeúnte, cantando coplas y canciones de un subido color, a la altura naturalmente de sus trajes y posiciones. Allí, detienen al visitante de esos lugares y lo invitan al coito, valiéndose de todos los medios posibles, para provocar la excitación del hombre y hacerlo entrar.

 Ese espectáculo se contempla igual de día que de noche; y si familias decentes se ven obligadas a ir a lugares próximos de esa zona de tolerancia y toman un coche, y el cochero, por maldad o por descuido, transita por aquellos lugares, ellas contemplan ese rincón nauseabundo de la sociedad.

 He oído a extranjeros hablar escandalizados de lo que han contemplado en ese bazar de carne humana. Indiscutiblemente que el ver las calles de las zonas de tolerancia, llenas de hombres de todas clases, gritando, gesticulando, sin más frases que las de una pornografía grosera y sucia, da materia para hablar, y no bien por cierto, de tales costumbres y de tal tolerancia.

 Las llamadas zonas de tolerancia no pueden ni deben ser suprimidas, al menos en Cuba. No puede autorizarse a estas mujeres depravadas y relajadas hasta el máximum, a quien el escándalo con personas decentes les da cartel, a que vivan en cualquier calle o en cualquier casa de los pueblos o ciudades. No; la costumbre y la educación de ellas no puede adaptarse a la costumbre y a la educación de los medios decentes.

 Todo el que gana, en cualquier sentido, con la práctica de una cosa cualquiera, la estimula, la busca y la produce; y si el escándalo en estas desgraciadas, que inspiran lástima profunda, les produce de algún modo algo que aumente o mantenga sus productos a buena altura, es natural y lógico que ellas busquen la producción del escándalo. Aunque no fuera nada más que por lo acabado de decir, las zonas de tolerancia, y menos en la ciudad de la Habana, no pueden ser suprimidas.

 Pero si a ese mal del escándalo, en cualquier forma que se produzca, se le agrega el ejemplo que ellas dan con sus gestos, con sus palabras y con sus actos, a la sociedad sana donde ellas establezcan sus guaridas, se hace más incomprensible todavía la supresión de la zona de tolerancia; y si todavía se le agrega el eterno compañero de la prostitución, ese gusano de basurero inmundo que se denomina «chulo», entonces se ve mejor la imposibilidad de gritar a ese ejército de meretrices: «¡Rompan filas!» y darles derecho de establecerse en accesorias o en varias casas contiguas en una calle habitada por familias decentes.

 No hay quien me pueda probar, no hay argumento posible que me convenza de que no tengo la razón en lo que acabo de mantener.

 No se me diga por nadie que las familias no deben ser curiosas al pararse en las ventanas de las casas e investigar lo que pasa a su alrededor. No; no tienen necesidad de ser curiosas para oír lo que dicen los vecinos del frente o los de al lado.

 Ni tampoco van a vivir encerradas en medio de estos tórridos calores, para darles el derecho de libertad individual a las meretrices y a los chulos, con la alcahueta y toda la corte que acompaña siempre a la prostitución; ni tampoco se diga que porque en la ciudad de la Habana existan cien o más casas de lenocinio que no pueden ser llevadas a las zonas de tolerancia, por muchas razones fútiles y cobardes, se comete una injusticia llevando sólo a las que bondadosamente se prestan a fijar su domicilio en las zonas de tolerancia.

 Ahora bien; convengo en que la zona de tolerancia de la Habana debía ser trasladada a un lugar menos céntrico de la ciudad, a un extremo más apartado. Igualmente el Hospital de Higiene, que se encuentra en la calzada del Cerro, debe ser también transportado a un lugar próximo e inmediato, a donde se sitúe el nuevo recinto de la zona de tolerancia. 

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La prostitución en Cuba: sus causas, sus males, su higiene, La Habana, 1914; Capítulo V (fragmentos), pp. 145-164. Publicación fuente ‘Hotel telégrafo’