Carlos A. Aguilera: Interviú a Lorenzo García Vega / El oficio de perder

Archivo | Autores | Memoria | 17 de septiembre de 2015

Entrevista al escritor Lorenzo García Vega: «Hace tantos años que soy un apátrida, que no sé dónde me ubicaría dentro de la literatura cubana».

Escritor no-escritor, notario que escribe, escritor autista…, las definiciones sobre Lorenzo García Vega (Jagüey Grande, 1926) se suman con los años. No sólo porque su obra, quizá la más interesante que se haya intentado sotto vocce después de Lezama, ha venido a confundirlo todo aún más; sino, porque su intenso cuestionamiento de sí mismo, que es por supuesto también un cuestionamiento al grupo Orígenes (al que perteneció de facto) o a los diferentes devaneos de la vida política y literaria cubana, dentro y fuera, lo han hecho quedar en una posición incómoda.

Una posición de guerra contra el nacionalismo y toda la clasificatoria comercial que suelen hacer las editoriales antes de publicar un libro. Una posición «albina», para decirlo con sus propias palabras… La presente entrevista, realizada por correo electrónico a García Vega, intenta abundar en esta «guerra» y en los diferentes contextos donde esta ocurre; de lo que sin dudas El oficio de perder, su reciente autobiografía publicada en México, vendría a resultar un verdadero ejemplo.

El oficio de perder, más que un libro de memorias o testimonios, parece una suerte de monólogo perverso sobre su infancia, Orígenes, Cuba (a la que usted en el libro llama repetidas veces «la Atlántida») o la revolución. Si tuviera que clasificar estas memorias, ¿cómo lo haría? ¿Pudiera pensarse que El oficio… es una mezcla o un juego con diferentes géneros?

No, no. Insisto en que yo he escrito una autobiografía, y sólo una autobiografía. Siempre se toma un modelo (para seguirlo, o para tomarlo en cuenta, o para superarlo, o para rechazarlo) cuando uno se propone escribir un libro sobre uno mismo. O, al menos, es lo que yo siempre he hecho (recuerdo, por ejemplo, que al escribir Las espirales del cuje estuve leyendo y releyendo el Absalón de Faulkner, aunque esta lectura no aparece en mi relato: fue una influencia indirecta, muy indirecta).

Y así, entonces, al proponerme con El oficio de perder escribir mi autobiografía, tomé como modelo, o como contraste, o como lo que fuera, esa otra autobiografía: El espejo que vuelve, de Alain Robbe-Grillet. Recuerdo, todos los meses yo le iba leyendo mi manuscrito de El oficio de perder al novelista amigo, Carlos Victoria. Entonces él me hizo saber que existía la autobiografía de Robbe-Grillet, y me lo hizo saber por lo atípica que es esa autobiografía, y por lo cercano que siempre me ha sido el hombre del «Nouveau Roman». ¿Entiendes, ahora, cómo yo soy el autor de una autobiografía albina? Una autobiografía albina, es una autobiografía albina, y no puede ser de otra manera.

Entre Los años de Orígenes y El Oficio… existe una obvia diferencia, a pesar de que ambos son una reflexión «privada» sobre contexto, literatura y política en la Isla. ¿Considera usted que uno es la continuación del otro? ¿O piensa más bien que no, son dos libros que no deben mezclarse, unirse, con propuestas y lógicas diferentes?

Por supuesto, me he pasado la vida inventándome la vida a través de lo que he escrito, pero entre un libro y otro está el salto de los años con el peso que van dejando en mí, y con la manera que en que va cambiando mi mirada con el tiempo. En mis veinte años escribí mis recuerdos de niño de Jagüey Grande en Espirales del cuje, pero es difícil, y laberíntica, la continuidad que puedo encontrar dentro de mí con ese libro.

Claro que hay un hilo, pero el hilo se me pierde. Los años de Orígenes responde a un momento en que todavía me invento, como un apasionado, un trozo de un pasado al que creía haber pertenecido. Ahora, cada vez más me siento alejado de todo aquello con teleología insular y otros rebumbios, que ahora sí sé nada tenían que ver conmigo. Pero El oficio de perder, mi autobiografía, ya es otra cosa: aquí trato de buscar, o de inventarme, o de lo que sea, las piezas de mi vida, y esto, como continuamente digo, para tratar de hacerme un laberinto.

Usted se ha declarado un seguidor de «escrituras malas»: Macedonio, Gombrowicz, Arlt, quizá alguna zona de Piñera… ¿Pudiera narrar cómo llega a esta literatura? ¿Qué es exactamente lo que le interesa y rechaza en ellas?

Vuelvo a la inmadurez de Gombrowicz: eso es lo que me mantiene fijo en lo que tú llamas las «escrituras malas». Soy un obseso con el punto último que se pueda alcanzar, con eso último que se pueda confesar. Siempre, como tú bien sabes, me siento impulsado a hurgar, y a volver a hurgar, para encontrar el reverso. O también puede ser que nunca se me ha quitado una manía infantil: la de romper los juguetes con un hachita, para ver lo que tenían dentro.

Así que, por supuesto, Macedonio Fernández, quizás Arlt, pero en cuanto a Piñera, nunca me he sentido identificado con él. No es Piñera una referencia mía. No, de ningún modo. Acuérdate lo que decía Gombrowicz sobre Piñera: «Si el sentido moral del mundo es inalcanzable me dedicaré a hacer monerías, tal es, en rasgos generales, la venganza de Piñera, su rebeldía», y yo nunca me he sentido cercano a esas ñoñerías. Así como no puedo dejar de saber que Piñera fue el «papacito» de esa generación cubana del cincuenta; la generación que no sólo me ha resultado extraña, sino que nunca me ha gustado.

En un ensayo sobre su obra, Antonio José Ponte escribe que » Los años de Orígenes (…) pertenece a la tradición cubana del no». Es decir, a una serie de «libros-negaciones» que van a injuriar y a burlarse del contexto y el país al que pertenecen o fueron escritos. ¿Le parece válida esta definición? ¿Dónde se ubicaría usted dentro de la literatura cubana? ¿Podemos seguir pensando en eso que aún llamamos literatura cubana?

Francamente, ahora me es difícil responder sobre una tradición cubana del no. ¿Me puedes entender? Porque a medida que ha pasado el tiempo, después que escribí El oficio de perder, me siento como…, ¿cómo decirlo?: me siento como turulato, o como si algo se me hubiese perdido. Y me pregunto si eso será debido al hecho de haber escrito una autobiografía. Quizás después de ponerse uno a hurgar y a hurgar en una autobiografía, uno acaba sintiéndose como atontado.

¿Literatura del no? ¿Tradición cubana del no? Ahora no puedo opinar sobre eso. Quizás en otro momento, pero ahora no. Ahora, después de El oficio de perder, siento que debo esperar. ¿Esperar? No sé; quizás otra cosa se me aparecerá, pero no sé lo que pueda ser.

¿Dónde me ubicaría dentro de la literatura cubana? No sé, hace tantos años que soy un apátrida, que no sé. Decirte otra cosa sería inventarte una respuesta para salir del paso. También me preguntas si deberíamos seguir pensando en una literatura cubana. Y sin que lo piense mucho, te digo que deberíamos de tratar de insertarnos en la literatura hispanoamericana. Mira, yo viví en una década del cincuenta donde se vivía dentro del saco de la cubanidad, y eso no fue nada bueno.

Por lo que usted ha descrito, el delirio de los origenistas fue algo realmente grande: podían lo mismo inventarse un pasado, que aceptar o negar algo, que ver «irradiar» la pobreza… Sin embargo, aunque en otra dirección (por lo menos en otra dirección a la de Lezama), su obra parece también alimentarse de este delirio. ¿Tiene usted conciencia de esto? ¿Cómo lee usted lo delirante en la relación intelectuales-Estado en Cuba? ¿Cree que todo lo que ha sucedido con Vitier en los últimos años es un efecto que comenzó cuando aún existía el grupo Orígenes?

¿Conciencia de ser un delirante? ¿No crees que si uno toma conciencia de ser un delirante, ya ha dejado de serlo? Me preguntas cómo leo lo delirante en la relación intelectuales-Estado en Cuba. Y lo único que por ahora se me ocurre decirte es que yo soy un apátrida albino, y ¿qué tiene que ver un albino con la relación intelectuales-Estado en Cuba? No sé de eso. Yo me he pasado años mirando una colchoneta vieja tirada en un solar yermo, y de eso sí puedo decir. Por último, me preguntas por todo lo que ha sucedido con Vitier, y lo único que puedo contestar es que, lo mismo que hay un colesterol bueno y un colesterol malo, hay también un delirio bueno y un delirio malo, por lo que cuando vemos, como hemos visto, a Lezama hacer el elogio de Dulce María Loynaz, o a Cintio Vitier utilizar la teleología para congraciarse con el caudillo, lo único que nos queda es pensar sobre las dos clases de colesterol.

Hablando del diario de Lezama y de la relación entre ocultación y tapujo en Orígenes, usted escribe: «Antes de intentar el heroísmo martiano, habría que liberarse de lo que implica la defecación». ¿Pudiera abundar más sobre esto? ¿Qué vendría a significar la defecación en el contexto político-literario cubano?

Esta pregunta es el trasfondo que está detrás de Los años de orígenes, y que yo despliego, sobre todo, en el capítulo «De donde son los Severos», donde intento una especie de traducción de las teorías psicoanalíticas de Becker al contexto de la literatura cubana. Pero, insisto, yo no quiero, por ahora, volver a tocar esos temas. Orígenes se ha vuelto el billete ganador, y yo quiero seguir con el oficio de perder y con el colchón de mi Playa Albina. ¡Yo quiero ser albino, y sólo albino! Así que, por el momento, hasta quiero olvidarme de lo que dije en Los años de Orígenes. Dejemos que los ganadores vuelvan a escribir, si es que pueden, esos años.

A la misma vez que la autobiografía, ha salido también por la torre de papel, en Miami, un libro suyo de pequeñas ficciones que se llama Papeles sin ángel. Un libro a veces caricaturesco y a veces abstracto, donde hay un texto sobre Virgilio Piñera que es uno de los más cómicos que usted ha escrito alguna vez. ¿Tendrían estos Papeles… relación con otros libros suyos? ¿Vendría a ser este libro una referencia o una reacción de su escritura contra algo?

No, no se trata de una reacción; se trata de que quizás vivo en un sueño. Cuando uno con 78 años, se siente metido en la jaula de una playa Albina, uno no puede menos que soñar con un Home para ancianos alienados. ¿Qué le voy a hacer? Después de haberme retirado de mi oficio de bag boy, no puedo dejar de pensar en aquella decisión de Robert Walser cuando se metió en un sanatorio. Yo no me metí en ningún sanatorio, pero en sustitución de esto, y después de haber terminado El oficio de perder, he escrito los minicuentos de Papeles sin ángel:unos minicuentos que reflejan las variaciones del sueño que tengo: un lugar de ancianos alienados que sólo viven para contarse las piezas de su no-paisaje, y a los cuales yo oigo hablar, diariamente, a través de mis paseos diarios (mi único contacto con el mundo exterior) por los pasillos de un Centro Comercial.

Tanto en El oficio de perder como en Papeles sin ángel aparecen siempre reflexiones o alusiones a la escritura como fracaso, experiencia-de-falla, pérdida. Como esto ha sido un tópico que usted ha venido repitiendo sobre todo en sus libros más autobiográficos, ¿considera que el exilio ha tenido que ver frontalmente con esta idea? ¿No existía (o no era usted consciente de esta pérdida) cuando aún estaba dentro de Cuba?

La escritura como falla ha sido mi caballito de batalla. Empecé con mis cuentos de Cetrería del títere, ahí me debatí con esto. Estos cuentos fueron escritos y publicados en Cuba en la década del sesenta, pero fui considerado (hay testimonio de esto en Lunes de Revolución) como si fuera un atrasado mental. ¿Para qué seguir hablando de eso?

¿Pudiera pensarse que la Atlántida, más que un país, una historia, una ideología, es también una literatura, una experiencia de vida? ¿Qué quedaría afuera de ese «hundimiento»? ¿Cómo definiría esa Atlántida que a cada rato menciona en su autobiografía?

Quizá la Atlántida como proyecto de vida pueda ser lo que intente en los penúltimos años que me quedan, si es que quedan. Pero, tengo que pensarlo. ¿Me preguntas sobre lo que pueda quedar dentro de ese hundimiento? Creo que para responderte tendría que escribir un libro, y por ahora no puedo, por ahora tengo que ponerme en orden… ¿Cómo definiría la Atlántida? Pues como una mezcla. Una mezcla, digamos, con las ruinas de esa película que han hecho en la otra orilla y que a mí tanto me ha impresionado: Suite Habana, y la novela mala que acabo de terminar y que estoy pasando en limpio: Devastación en el Hotel San Luis. Pero ¿no será delirante esto que estoy diciendo? No, yo sé que esto no pertenece a la teleología insular, esto es colesterol del bueno.

¿Continúa asistiendo al psicoanalista?

Lamentablemente nunca tuve dinero para pagarme un tratamiento psicoanalítico. Solamente pude intentar tratamientos psiquiátricos pobretones; interrumpidos, uno por el susodicho hundimiento de la Atlántida (cuando tuve que salir con lo que me permitieron las autoridades: dos calzoncillos y dos camisas, en un horrible jolongo que llamaban «gusano»), y el otro en Nueva York, cuando alcoholizado y sin empleo, me quedé sin los veinticinco dólares que me costaba el tratamiento con el puertorriqueño doctor Rédinger. Pero, ¿por qué me haces hablar tanto? ¿Voy a terminar hablando como un personaje de un melodrama?

Tomado de Cubaencuentro, 16. 9. 2005