José de la Colina: Heberto Padilla

Autores | Memoria | 10 de junio de 2016
©Fotograma de la autoconfesión de Padilla

No lo olvides, poeta.
En cualquier sitio y época
en que hagas o en que sufras la Historia,
siempre estará acechándote algún poema peligroso.
H. P.

Estábamos en La Habana, 1962, o 1963, o 1964, en una recepción dada por la Casa de las Américas a intelectuales extranjeros ansiosos de conciliar el gauchisme letrado con la cordialidad del totalitarismo tropical. «El espíritu del internacionalismo socialista es el güisqui«, susurraba Heberto, y provocadoramente brindaba en silencio hacia dos tipos sospechosos de ser agentes del gedó (el G-2, el cuerpo de Seguridad del Estado) que Castro le habría «puesto», decía, para vigilarle desahogos más políticos que poéticos. El paso entre nosotros de una bella journaliste, apretadamente ceñida por una leve tela en imitación de piel de fiera, le causó una mirada de chispeante deseo, y comenzó a recitar: «Tiger, tiger, burning bright!«, para continuar, desplazando las palabras originales y deshaciendo la música: «…in the gardens of Revolution!» «¡Blake en versión Padilla!», exclamó el poeta argentino Mario Trejo. «¿Who’s Blake?«, gruñó Heberto, quizá hastiado de que siempre, e injustamente, lo acusaran de imitar poetas ingleses.

Desde esa ocasión nos tratamos algo. Yo había leído su libro El justo tiempo humano, recién aparecido en 1962, y cuando supe que se decía nacido en Puerta de Golpe creí que se trataba de una mera licencia poética, pero poco después pudo él demostrarme que el lugar existía realmente: en Pinar del Río. Una noche, en el bar Polinesio, al pie del hotel Habana Libre, cuandobebíamos unos «escorpiones», la poeta Laura Yusén exclamó: «¡Puerta de Golpe!… ¡Heberto, qué titulo lindo tenés para unlibro de poemas!» Padilla prometió escribir ese libro y, coqueto, dedicárselo a Laura, pero años después, ya él fuera de la isla, aunque dentro de su propio juego poético, seguiría sin dar un libro con alguna puerta como título, acaso porque ya había sufrido suficientes portazos: el del exilio interior, el que loencerró en prisión, el que lo devolvió al «inxilio», el que lohizo maldito para la izquierda internacional correctamente política, y, finalmente, el portazo con el que la isla se cerró tras él.1

Dejé de verlo a finales de 1964, cuando de Cuba retorné a México. En 1965 supe de él leyendo Fuera de juego, que me impresionó no sólo por su excelencia poética, sino por el hecho de que, por rara vez en la lengua española, y aparte Octavio Paz, hubiera un poeta que atacaba los tótems de la izclesia; y en 1968, sin gran asombro, conocí el «caso Padilla», que consistía, o creo que consistía, en lo siguiente:

Fuera de juego, premiado por un jurado internacional que lo consideraba «no apologético, sino polémico y crítico», se publicó vacunado por una reprobatoria declaración de la Unión de Escritores y Artistas Cubanos. Comandada por un asustado Nicolás Guillén, que como Pilatos ejercía el maniluvio, la UNEAC denunciaba al poeta por su «desviacionismo político» y sucolusión con los traidores a la esperanza tropicomarxista de la humanidad. Había razones (políticas) que la razón (moral) desconocía. El libro evocaba la dureza de los sacrificios exigidos por el socialismo en nombre de bellos horizontes siempre inalcanzables. Con un lenguaje sobrio, con pocos adjetivos y metáforas, pero con un denso tejido de referencias temáticas, Padilla esbozaba el autorretrato del poeta como un hombre solitario, habitual stranger in paradise: el Robinsón descontento en la isla poblada de anónimos héroes y esforzados zombies de la hazaña colectiva. Así, el cantor de la Revolución en El justo tiempo humano se volvía ahora símbolo de la disidencia, representaba una perversa involución en la Revolución y, en lugar de emboscarse, cada vez actuaba con más desfachatez, diciendo lo que pensaba en cualquier parte, en cualquier momento y hasta con un humorístico exhibicionismo oral. Se decía que iba por La Habana llevando bajo el brazo el manuscrito de unas candentes memorias, para que,argumentaba, el gedó no se lo sustrajera del domicilio por órdenes directas de you know who. Pero Fidel Castro lo tenía ya desde hacía tiempoelegido para su propio juego, y quizá hasta secretamente le agradecía que le diera ocasión paracorregir, de una vez y para siempre, a todos los intelectuales incorrectos. Y tres años después de la aparición de Fuera de juego se representaba el «caso Padilla» en tres principales actos. Primeracto: se aísla al poeta, dejándolo sin trabajo y en la muerte social2. Segundo: se le asesta cárcel y terror (a él y a su esposa, la poeta Belkis Cuza Malé) por sus opiniones adversas a la Revolución y al Estado. Tercero: el gran ventrílocuo barbudo y dueño del circo usa al poeta como su muñeco parlante para que se difame él mismo y sirva de trasmisor de la amenaza a otros escritores incorrectos. En la tragicómica farsa participaban como acusadores y fiscales los heterónimos de Fidel Castro: los escritores RobertoFernández Retamar y Lisandro Otero, el zar del cine cubano Alfredo Fouché Guevara, los energúmenos doctrinarios de El Caimán Barbudo y algunos figurones y figurantes más. Y el asunto se amplía: al comienzo, intelectuales, artistas y escritores de todo el mundo protestan por la detención del poeta en unamundialmente difundida carta a Castro, pero, luego, en unarrebato de vuelta al engagement, es decir a la corrección política, muchos de los firmantes de la protesta la atenúan o la retiran, excusándose y proclamando su amor a la Revolución, siempre justiciera incluso en el «error» (que es una necesaria antítesis en la síntesis del materialismo dialéctico, ¿verdad, viejo topo Marx-Lenin?). Esa actitud fue aun más infeliz cuando se dio en escritores estimables y aun admirables: por ejemplo Julio Cortázar, cortando insanamente por lo sano y pidiendo perdón a Haydée Santamaría, ama de casa (de la Casa de las Américas), afirmó que el affaire Padilla era sólo una «crisis de crecimiento» ocurrida en lo que alguien (¿Jean-Paul Sartre?,¿Madame de Beauvoir de Sartre?, ¿un mero agente de agencia de turismo?) llamó el «socialismo con sol». A Carlos Fuentes le oí decir que aquello terminaría siendo mera pequeña historia y que no nos sorprendiéramos si finalmente Padilla resultaba nombrado gran ministro cubano de la Cultura.

*

Luego, en 1987, nos reencontramos en Valencia, en la conmemoración de los cincuenta años de aquel congreso de intelectuales y artistas en defensa de la República Española realizado durante la guerra civil de 1936-9. Había cubanos del exilio: Martha Frayde, Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante y su Miriam Gómez; y cubanos de Fidel Castro: Lisandro Otero, Miguel Barnet, Pablo Armando Fernández. Había un ortodoxo, antediluviano comunista portugués: el talentoso narrador José Saramago. Y Heberto, como un planeta giratorio con un nerviosismo alegre y algún fervor alcohólico, iba sonriente,efusivo, carcajeante, de uno a otro grupo. Piropeaba a las mocitas edecanas, las cortejaba y proclamaba sus ganas de quedarse en España, y de no volver «allá» (los Estados Unidos), donde hacía tanto frío, «pero frío humano». Más Groucho que Marx, lanzaba chistes en torrente, y se hubiera dicho que huía de la soledad, y de cualquier posibilidad de pensarse él mismo en serio. Y sin embargo, en un anochecer caluroso, en una tradicional horchatería del centro de laciudad, nos dijo a Ricardo Muñoz Suay y a mí que su autoinculpación como intelectual era la mejor escrita de todas lashechas por intelectuales en la historia de las dictaduras comunistas: una obra maestra en su género. Lo contradijimos: aquella autoinfamación de 1968 tenía la falla de la inverosimilitud, se le notaba el exceso en la inculpación de sí mismo y de otros, de modo que en realidad la «autocrítica» resultaba un testimonio acusatorio contra Fidel Castro y sus métodos para doblegar y humillar a los disidentes. Sonrió con su rostro lleno, de joven y rubio scholar, y un tiempo estuvo silencioso. Luego, en el hall del gran hotel de los invitados del Congreso continuó mostrándose con el «traje de bufón impuesto», haciendo un show oral desesperado, excediéndose en esenegro placer del muy inteligente: hacer el tonto; pero, viendo llegar del elevador a Octavio Paz, le gritó: «¡Torre de Dios, poeta, tú lo sabías, tú lo has sabido siempre!»
     —¿No les parece que Heberto está muy alegre?, les dije a Miriam y Guillermo Cabrera Infante.
     —Demasiado alegre, dijo Miriam, severa y compasiva.
     Entonces Guillermo, separándose unos centímetros y unos instantes del cigarro habano, observó un buen rato al amigo y dijo, causándome un escalofrío:
     —Yo veo un suicida.
     Y Miriam, alarmada:
     —No, Guillermo. Heberto no va a suicidarse nunca.
     —No, pero yo veo un suicida.

*

Hacia comienzos de los años noventa Padilla me telefoneódesde alguna parte de los Estados Unidos, me felicitó profusamente por el título de un artículo mío: «Los rollos del Marx muerto», avisándome que me iba a «plagiar» esa frase(y en realidad me la acreditó luego en un artículo o en unaentrevista), y me anunció que en unos días me enviaría, para que yo le hiciese el favor de presentarlo a alguna editorial,el «mamotreto» de un libro que era, dijo, una loca comedia política y poética; una parade sauvage añadió, citando a Rimbaud.

Esa fue la última vez que le oí la voz, y nunca recibí el «mamotreto».

Publicación fuente ‘Letras Libres‘.