A lo mejor es solo paranoia, pero los circuitos del arte contemporáneo rebosan hace tiempo de una impunidad tan idiota como fatal. En primer lugar, seducen al artista a adorarse a sí mismo; redundan en la teología privada. En segundo lugar, las galerías, que tenían como finalidad inconsciente servir de laboratorios de experimentación, zonas para poner a prueba saberes, técnicas, disciplinas y comportamientos, se han convertido en peceras. (Nadie culpará a quien diga que la curaduría ha seguido los pasos de la acuariofilia.) Hay excepciones, claro, pero esa es otra historia. Y, en tercer lugar, porque son el hábitat preferido de las señoras de pelo lila. Para seguir leyendo…
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