Héctor Antón: Ideología óptica

Artes visuales | 25 de junio de 2016
©Obra de Lorena Gutiérrez Camejo

La pintura abstracta cubana actual es homogénea, autocomplaciente y friturera. Se trata de un elenco “arbitrario” y “disperso”, que se ama-odia por el hecho de ser incapaces de marcar territorio unos de otros. Hay excepciones, claro está, y por momentos es reconfortante deleitarse con las texturas ruinosas de Rigoberto Mena. Por su parte, el arte minimalista de la ínsula es un derivado de fórmulas contaminantes, que han impuesto su marca a escala internacional.

René Rodríguez (Santa Clara, Cuba, 1966) no es un pintor abstracto más ni un minimalista, aunque guste combinar variantes, tan paradójicamente cercanas-distantes en sus maniobras formales-conceptuales. Más bien se trata de un outsider de la academia, quien pronto concientizó de que “el arte no se enseña” en ninguna escuelita con una biblioteca tan malparada como sus rancios teachers.

El Libro de Job es el título de una serie (compilada en una exhibición personal), que nació, creció y, quizás no muera,  en el campo alegórico. De esta manera, el arquetipo bíblico de paciencia, integridad y lealtad se desdibuja para recobrar su aura simbólica en limpias construcciones abstractas. Por lo cual, el santo de la Iglesia Católica se presentó enmascarado en la galería Casa 8 del Vedado habanero.

Bajo la égida protectora del Fondo Cubano de Bienes Culturales y su voluntad comercial, tratando de sobrevivir encima de un volcán apagado, la muestra dignificó una tarde del eterno verano insular con ciertas figuras del gremio y eventólogos, procurando un refrigerio estimulante junto al vedetismo artístico.

Fiel al legado de los Barnett Newman, Ad Reinhardt, Brice Marden o del longevo Elllsworth Kelly, René Rodríguez persigue rescatar ese último reducto llamado contenido, inexistente en propuestas abstractas-minimalistas, aferradas al dogma misterioso de la “no-lectura”, en clave de subjetividad textual.

Un seguidor de esta línea, reacio al virtuosismo de la pincelada (en tono de parodia seriamente humorística), ha sido el profesor sin cátedra o sin Premio Nacional de Artes Plásticas por residir en México D.F Flavio Garciandía, hombre-arte decidido a espantar el mote de “estúpido como un pintor”. Flavio invierte más tiempo en pensar antes que en pintar. Un hábito que lo aparta de una tradición donde sus laboriosos artesanos se cansan de pintar cielo, mar y vegetación.

Ahora bien, la referencia que iluminó el camino estratégico de René fue un artista cubano que absorbió el pop de Warhol y Lichtenstein, para quedarse en su Isla en pleno auge revolucionario. Lo que no previó el joven Raúl Martínez acabó en un trauma colectivo paralizante: el discurso ideo-estético de la Revolución Cubana emprendió un proceso de radicalización (¿socialista?), hasta llegar al punto de satanizar cuanto provenía del “norte revuelto y brutal”.

El fantasma del diversionismo ideológico recorrería el archipiélago, anunciando la hora de que surgieran títulos como Estudiotrabajofusil (1973), de Nélida López; Macheteros (1975) e Imágenes de Angola Victoriosa (1976), de Roberto Fabelo.

Experimentando bajo presión, Raúl “El bueno”, transformó la cortina de hierro emancipatoria en recurso del método. De ello se encargó su despliegue de un “pop revolucionario”, donde los casi expresionistas retratos patrióticos le otorgan a la serialidad el ingrediente crucial de ironía estética. La solución profiláctica de Raúl Martínez y sus iconos jamás sublimados por el aliento panfletario del momento histórico resultó contundente.

Raúl parecía confesar en un monólogo silente: “Pinto lo que me dejan pintar, pero quiero pintar a Martí, a Camilo y al Che a mi manera -como diría Frank Sinatra”. Al trocar la censura en operatoria tolerable, la apropiación de un estilo norteamericano de reflejar la robótica cultura de masas se erigió en paradigma del “compromiso oportuno”, en lugar de una evasión contextual.

El contenido de las “telas herméticas” mostrado por René Rodríguez deviene tan sutil como los ambiguos (o, tal vez, caricaturescos) homenajes de Raúl Martínez a los héroes de la épica insular. Por esta senda, la manipulación reside en congregar sobre la superficie pictórica un repertorio de uniformes comunes, medallas, condecoraciones e, incluso, los colores de nuestra enseña nacional.

Transformados en abstracción geométrica, los colores racionados del imaginario popular representan la vida abstracta de los cubanos en apariencia y concreta en esencia. Sin embargo, estos gozan de un estatus solamente regido por la disciplina de un diseño atractivo para una mayoría.

De esta forma, interactúa el cromatismo de asfixiantes vestiduras militares y relajantes tiendas shopping. No olvidemos que del pop consumista global al minimalismo de estado local no hay más que un paso. Repetición y represión riman sin dañar los tímpanos.

La “dieta cromática” sugerida por este “anti-pintor” de barras y cuadrículas se inspira, entre otras cosas, en los ocho colores estipulados para diseñar las condecoraciones. Por lo que el ahorro y la escasez (antes o después del eufemístico “Periodo especial en tiempo de paz”), abandona los predios de la sobrevida tercermundista, para instalarse en el ámbito de modalidades elitistas como la abstracción pospictórica o el posminimalismo perverso.

Quizás alguien goloso como René Rodríguez nunca haya sentido ruidos en el estómago, ni ganas de tirarse al agua en un artefacto para cambiar de vida. Aunque dichas contingencias lo toquen de cerca o simule padecerlas desde afuera. Motivo para que esos recortes de verde olivo y rojo involucrados en el glamour fantasioso de su exposición, denoten la pesadez cínica de una impecable levedad formal.

La inocencia del bondadoso y traicionado Job (oculto en lienzos multicolores) es proporcional al sacrificio anónimo de quienes ofrecieron su “edad de las maravillas”, para finalmente ganar una recompensa virtual, gracias a un derroche de entrega y fidelidad. Mito y realidad certifican un axioma en el trasfondo de esta muestra: “Los contenidos de la vida sí pueden convertirse en contenidos del arte”.

El gesto esteticista de un artista de formación autodidacta aborda un contrapunto entre fe y esperanza. Es decir, la fe como grado cero de la duda y esa esperanza como juego infinito de las “cosas que vendrán”. Algo traducido en la boutade de equiparar el porvenir de la ética con el goce retiniano del work in progress visual.

Mientras los ideólogos desaparecen, inmolándose al cumplir tareas de simulacro que vienen de arriba, la ideología (hembra al fin) le queda el consuelo de embrujar a los mortales, sin necesidad de forzar la materia gris cerebral. Ojalá en un futuro los dispositivos ideológicos amanezcan transformados en casas de citas, donde no haga falta el “amor a primera vista” para atrapar una idea chica en formol.

El Libro de Job (junio-julio, 2016) termina por reiterar una verdad de Perogrullo: abstracción geométrica y abstracción política también son las dos caras de una misma moneda. Anverso y reverso de la historia reescrita o pintada por los astutos y los fuertes. Dualidad suficiente para borrar (similar a Willem De Kooning o Cy Twombly), las fronteras entre medio y finalidad. Así, el “hombre nuevo” podría resucitar en un “viejo cuadro” de esta exhibición, meticulosamente restaurado nadie sabe cuándo.

Publicación fuente ‘Cubanet’