La patria (al menos para los escritores) es mucho más que un trozo de tierra, es también la lengua, sobre todo, el lenguaje. Eso lo descubrí en 1978, tras un viaje a la Unión Soviética. Al cabo de un par de semanas chapurreando y desempolvando los dos años de ruso que estudié de niño, volé de regreso a Cuba con una escala en Madrid. Llevaba tantos días sin oír mi propio idioma que al escuchar a todos hablando español en el aeropuerto de Barajas experimenté una especie de iluminación auditiva. Pasar de la lengua de Pushkin a la de Cervantes en cinco horas de vuelo fue una epifanía en la trompa de Eustaquio. Acababa de aterrizar en la patria acústica. Para seguir leyendo…
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