Dennys Matos: Interviú a Ricardo Rodríguez Brey / Dejar el ghetto, pero no con las manos vacías

Artes visuales | Memoria | 10 de diciembre de 2016

En la casa de Ricardo Rodríguez Brey, en La Habana, escuché por primera vez a Laurie Anderson y Philip Glass. Brey nos sorprendía siempre con algo nuevo e interesante: el catálogo de la última exposición del entonces exultante Jonathan Borofsky, los cuentos completos de Borges, prologados por el Bioy Casares de La invención de Morel; o una edición revisada del bello Tristes Trópicos, de Lévi-Strauss. En las paredes de su casa colgaban obras de Gustavo Pérez Monzón, Bedia, y curiosos artefactos de una perdida tribu australiana. En las paredes, un par de obras suyas de la serie sobre Alexander Von Humboldt, discretamente colocadas en lugares no muy visibles.

El aeropuerto de Bruselas tiene largos pasillos con iluminación y música, que varían según el lugar por donde se transite. Los espacios en dirección al tren de Gante acogen obras de artistas belgas de relevancia internacional, entre ellos, Ricardo Rodríguez Brey. Su inclusión en la Documenta de Kassel IX, de 1992, catapultó una dimensión del arte del llamado Tercer Mundo, que ha rearticulado su capital simbólico en sintonía con el nuevo mapa global.

Su última gran exposición, Universo (2007), exhibida en el Stedelik Museum voor Actuele Kunst (S.M.A.K), de Gante, está formada por mil dibujos. Como las apostillas que siguieron a El nombre de la rosa, estos necesitan ser explicados por otros dibujos. Una historia del universo, interminable como el universo mismo, contada a través de la del dibujo.

Su obra, junto a la de Juan Francisco Elso y José Bedia, entre otros, encabezó a principios de los ochenta una profunda renovación de las artes plásticas en la Isla. ¿Cuáles fueron sus principales aportes?

Los aportes radican en dos aspectos sustanciales. El primero es práctico, relacionado con qué medios se podía hacer arte en Cuba. Hasta ese momento, dentro de lo que se quería hacer como arte revolucionario o de la revolución, se usaban medios muy tradicionales. Técnicas como la pintura, el grabado, etcétera. Todo ello confinaba los mensajes y contenidos artísticos a caminos muy trillados. Me parece que el vuelco lo dimos en el hecho de que pudimos emplear metodologías e instrumentos que se estaban usando en esos momentos, con un carácter renovador, en el plano internacional, y lo pudimos nacionalizar, por decirlo de alguna manera, extrayendo de ellos otras dimensiones mucho más interesantes y productivas.

El otro aspecto es un poco más sutil, mucho más difícil de explicar, porque se cruza con cosas como la búsqueda de una identidad cultural. En aquellos momentos, el Tercer Mundo no estaba buscando tan obviamente, como ahora, una identidad respecto a Occidente. En ese sentido, nosotros fuimos un poco pioneros. Aguzados por toda una política cultural trazada desde el gobierno, nos convertimos en peones y pioneros.

Viéndolo desde un punto de vista positivo, exploramos la posibilidad de buscar una identidad cultural del Tercer Mundo, una identidad cultural de Cuba. Y cada uno de nosotros desplegó una serie de mecanismos, de sistemas, para lograr sus objetivos artísticos. Esto, con mayor o menor éxito, sin olvidar que este fenómeno tiene sus raíces en los setenta y se despliega con toda su intensidad en los ochenta, llegando a su ocaso a finales de esta década.

¿Esta renovación era consciente antes de la exposición ‘Volumen I’?

Creo que sí. Antes de Volumen I yo ya estaba gravitando alrededor de temas que se han convertido en recurrentes en toda mi obra. Bedia, por ejemplo, estaba trabajando con el tema de los indios desde que yo lo conocí, en los años setenta. Al principio, lo trataba con un carácter exótico, porque eran los indios, los «cowboys»; después lo convierte en una reflexión etnográfica y luego en una búsqueda mucho más acuciante de una identidad cultural continental, que se contrapone a una cultura anglosajona. Estos aspectos ya estaban iniciados en la obras de todos nosotros.

Diría que Volumen I fue simplemente un accidente, una piedrecita en medio de la carretera, pero se convierte dentro del marco artístico de Cuba en algo parecido a una montaña con cierto carácter ya mitológico, difícil de superar. Pero no es de ninguna manera el detonante de los aspectos que ya hablamos, de la actitud artística renovadora que estas obras mostraban. Creo que es indecoroso decir que Volumen I fue el detonante o que escenifica estos cambios. El detonante hay que buscarlo en una serie de fricciones que estaban produciéndose dentro de la política cultural. De cosas muy mezquinas que sucedían dentro de la política cultural cubana. Pero, en general, Volumen I no pasa de ser un accidente.

¿Se resolvieron los retos que entrañaba buscar una identidad cultural?

A mi modo de ver, no. Nunca se resolvieron, no hubo tiempo de resolverlos. Quedaron planteados como una ecuación, sin cerrarse, sin lograr llegar a la cuenta final. ¿Por qué? Pues porque de pronto te dabas cuenta que el contexto nuestro le había añadido a la ecuación un número más al otro día, o sencillamente había omitido uno nuevo. Estoy pensando en términos matemáticos, pero hablo de una situación que era orgánica totalmente y a la cual nunca se le pudo dar una respuesta.

Para dar una respuesta, para resolver todo lo que nos habíamos planteado, hubiésemos necesitado que ciertas condiciones no se hubieran radicalizado tanto, hasta el punto de que pareciera que uno dejara de vivir, para comenzar a vivir en un laboratorio. Las preguntas que me hice en los ochenta, las estoy cerrando ahora. Es tener la ambición de plantearse esas preguntas y luego tener la constancia de buscar las respuestas el resto de tu vida.

¿Ha vuelto a trabajar con temas influenciados por el discurso de la identidad?

Hace poco recuperé unos dibujos míos de Cuba, algunos de ellos del año 1970, y me encuentro que los primeros peces que pinté a principios de los setenta estaban un poco influenciados por Raúl Martínez. Pero, los peces que estoy haciendo ahora, ¿por qué estarán influenciados? ¿Por el exilio, por Cristo, por la escena de los panes y los peces o por la ecología? ¿Por la lejanía de la Isla? ¿Por pensar que va a venir un tsunami y va a arrasar el mundo?

Pues bien, los peces se han convertido ahora en una cosa distinta. En aquel momento, si pensaba que había una identidad continental y me inventé el alter ego de Alexander Von Humboldt para, mediante él, investigar quiénes éramos con unas referencias de distancia, ahora la distancia la tengo yo. No necesito buscarme la máscara de Humboldt. Soy el que vivo al lado de Alemania, en un país completamente extraño y pensando con nostalgia en las islas aquellas. ¿Me interesa seguir pensando en las islas o veo cada isla como un «ghetto»?

Es como si estuviéramos en un restaurante pidiendo el postre, y estamos discutiendo cómo nos va a ir ese postre cuando el restaurante está en llamas. ¿Qué es lo más importante? ¿Discutir qué postre vamos a comer, un flan o unas galletas de Bruselas, o poner fin al fuego que nos está quemando? Uno empieza a cuestionarse todas estas cosas con tiempo. Me parece que lo lindo es haber tenido y vivido un espacio único en los ochenta.

¿En qué sentido se refiere a ese espacio único?

Espacio único en el sentido de juventud, idealismo, ambiciones, pureza, inexperiencia, talento. Todas esas cosas combinadas para hacerte grandes preguntas, sin poderle encontrar solución y pasarte el resto de tu vida rompiéndote la cabeza.

¿Cómo describiría la relación de este grupo con las instituciones político-culturales de entonces?

De algunas instituciones tuvimos apoyo. Tuvimos un apoyo, diría yo, «por abajo», porque había gente que estaba colaborando. El Ministerio de Cultura, por ejemplo, ayudó, aunque siempre fue selectivo. Es decir, no a todo el grupo, no a todos los artistas, pero siempre ayudó en cierta política de apertura. Por ejemplo, la Bienal de La Habana, con sus pro y sus contra, siempre fue de una política muy activa en este sentido de apertura. Además, en la 1ª Bienal de La Habana, creo que de una forma u otra, el peso lo cargaron los artistas de Volumen I.

Hay que hablar de una política cultural que estaba todavía definiéndose, pero me parece que en ese momento hubo una tregua. Una tregua entre sociedad, política y artistas, que fue lo que permitió esta política de renovación, aparentemente de apertura, de Perestroika, durante diez años. La visión más compleja la tienes cuando analizas el país donde estaba produciéndose esa política cultural. ¿Hasta qué punto había una traición de todo el resto de la política a la política cultural general del país?

A grandes trazos, no creo que en aquellos años estuviese desencaminada la política cultural de Cuba. La Bienal de La Habana, por ejemplo, sirvió como modelo a bienales como la de Johannesburgo o Seúl, entre otras. Es decir, esas experiencias trascendieron, se intercambiaron. No creo que la política cultural llevara al fracaso, sino la otra política, que tenía males de fondo y estábamos arrastrando, y con nuestras inexperiencias, no podíamos detectarlos; pero que eran problemas fundamentales que debía resolver una revolución. Al final, fueron los males que salieron, los que siempre habían estado ahí.

¿Esos males se extrapolaron a la política cultural?

Se extrapolaron a todo. Se extrapolaron a la práctica de la medicina. Si nosotros no teníamos lienzos para trabajar en los ochenta y lo superamos haciendo instalaciones con las ramitas, con esto, con aquello y con la inventiva, cuando los ochenta terminan no había aspirinas para curarte un dolor de cabeza. Porque en realidad nunca hubo ni lienzos ni aspirinas. Simplemente hubo una tregua para encontrar soluciones, pero el mal siempre se fue acumulando. En definitiva, siempre fue un país subdesarrollado que no tenía aspirinas, ni lienzos para darles a sus artistas. Los artistas encontraron soluciones. ¿Pero podían los médicos decirles a sus pacientes que comieran hierbas para calmar el dolor?

¿Acaso la política cultural iba a contrapelo de la política ideológica revolucionaria?

Te pongo un ejemplo, tal vez muy mítico, pero creo que es ilustrativo de lo que quiero decir. Los aztecas hicieron Tenochtitlan en el Valle de México, arriba del agua, porque fue donde el águila y la serpiente se encontraron, símbolos de la bandera mexicana. ¡Coño! Los dioses podían haber escogido otro lugar. En otras palabras, hicieron Tenochtitlan, ahora Ciudad México, encima de un lago que a cada rato la coge y la mueve.

Nosotros hicimos algo por el estilo. No había una estructura sólida para consolidar una política cultural y una cultura revolucionaria. Ahí fue donde ciertas circunstancias y condiciones nos señalaron que debíamos hacer arte y lo hicimos. ¿Pero esto quería decir que fuera perenne, estable, que lograra tener un cimiento, que pudiese erigirse realmente como una política de renovación cultural profunda? No.

Siempre iba a adolecer de que no había una economía, no había un mercado, no había un coleccionismo, no había museos. Siempre era el Estado quien asumía todos estos papeles, con todos los males que arrastra un modelo de Estado, pero el de nosotros peor que ninguno. Esto fue algo que yo intuí desde el principio y me decía: «aquí siempre va a haber elegidos, aquí siempre va a haber rechazados», y siempre iba a haber una política cultural definida en cómo va la economía de Cuba.

Aquí no hay iniciativas de capitales privados que puedan ayudar a los artistas, simplemente es una visión del Estado, que puede ser sustituida por un ministro o por otro. En definitiva, el arte no es para decorar hoteles, y en Cuba comenzó a definirse el arte en estas direcciones. Por eso cobraron un poder monstruoso instituciones como el Fondo Cubano de Bienes Culturales, creadas para decorar hoteles. Es increíble. Entonces el artista se convirtió en un decorador de hoteles. Por lo tanto, yo y muchos éramos artistas que estábamos fuera de la decoración de hoteles.

Actualmente, ¿cómo se ve en Bélgica?

Encontré aquí un medio muy propicio, fui un pionero aquí, llegando al corazón de Europa, como es Bélgica, preguntando y radicalizando ciertas posturas que venían del Tercer Mundo, de un país que era de los más radicales en esos momentos con esas formulaciones. Por lo tanto, ocupé una plaza aquí, que ahora es una plaza común para mucha gente, pero en aquel momento era algo novedoso.

¿Cómo repercutió el cambio de contexto en su obra?

Por ejemplo, cuando llegué me di cuenta que nosotros habíamos definido el espacio tridimensional en Cuba por el uso de las esquinas. Que cosa más simple. Pero eso se convirtió prácticamente en una marca registrada del arte cubano (como lo señalara Luis Camnitzer). La forma de enfatizar la tridimensionalidad era el encuentro de dos esquinas. En aquellos años, yo vi muy pocas obras que estuvieran en el medio del espacio. Es más, se hacían figuras tridimensionales que se trataban de arrinconar, de imitar una perspectiva propia de la fotografía.

La inspiración le viene de aquí y de allá…

A mi me parece trágico salir de Cuba, de África, y no ingeniártelas para llevarte contigo una valija llena del capital simbólico de tu propia cultura. Luego, debes pensar en cómo lo haces funcionar dentro de un nuevo contexto. Formularte ideas, cuestionamientos que la gente entienda, y resolverlas sin necesidad de caer en la anécdota, en el costumbrismo, en el exotismo, y sin convertirte en un fast food internacional, que en todas partes va a ser lo mismo, un artista sin ningún sabor.

Si soy cubano, tengo una experiencia única como cubano, del mismo modo que tendré una experiencia única como negro, como mujer, como indio o chino. Uno tiene que salir del «ghetto», pero no irse con las manos vacías a vivir a la gran villa universal. Tienes que irte del «ghetto» con lo más puro que el «ghetto» te dio, con la experiencia que La Habana te dio, con la experiencia que Sao Paulo, Johannesburgo o la última aldea perdida en el Congo te dio. Porque ahí hay una parte esencial única del hombre que tú traes, susceptible de compartir con otros en cualquier parte del mundo.

Publicación original en Cubaencuentro.