Yoandy Cabrera: El quinquenio gris cubano: aplauso y censura

Autores | Memoria | 9 de septiembre de 2017
©Marta Arjona lee las palabras de apertura del Museo Nacional de la Música el 18 de octubre de 1981.

Pero si yo también he prohibido cuadros.
Marta Arjona Pérez, artista plástica
(Jiménez Leal y Zayas, 199)

En la sesión del 23 de junio de 1961 de la histórica reunión de Fidel Castro (por entonces primer ministro) y el presidente Dorticós con los intelectuales cubanos en la Biblioteca Nacional de La Habana, dos años después del triunfo revolucionario, Julio García Espinosa declaraba que los mismos que aplaudían el documental PM tras su proyección en Casa de las Américas pedían luego su prohibición. Esa aparente paradoja, esa contradicción supuesta, es más bien el pecado original de semejante proceso. La censura no venía directamente del gobierno en el ámbito de la cultura. No hacía falta mientras hubiese gente como Mirta Aguirre, el mismo García Espinosa, Alfredo Guevara, entre otros que consideraban inoportuna la proyección de la película. Nacía así el ICAIC como prolongación paralela al gobierno en otros ámbitos. Cuenta Dorticós que fue consultado por Guevara para confirmar que la prohibición del documental no era una decisión personal, no estaba transida por pasiones subjetivas.

El dilema estaba, con PM, en si el haberlo prohibido era una decisión acertada o no. El caso del filme realizado por Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal destapaba entre los intelectuales algo más profundo, complejo e ilustrativo de otra realidad cubana: la lucha gremial entre distintos focos de poder que tenía lugar en el nuevo mapa cultural de la isla. Algunos de los que intervienen en la reunión hablan de esos enfrentamientos, parece haber cierta oposición contra los viejos socialistas por sus posturas que algunos llegaron a catalogar como estalinistas. Pero lo cierto es que, desde el comienzo del affaire, el propio gobierno pudo identificar que no sería difícil lograr cualquier objetivo frente a creaciones artísticas que no considerasen beneficiosas para la Revolución, porque ni siquiera tenían que crearse, o construir portavoces, no hacía falta prohibir directamente: la maquinaria había echado a andar en cada uno de los que se movía por el ámbito cultural. La censura partía de un imaginario colectivo que se propagaba y fraguaba desde el poder, del cual, lamentablemente, se hicieron eco muchos de los críticos literarios y artísticos, no sólo en esas décadas de fogueo y enfrentamientos abiertos, sino después, en los años ochenta —y sin duda también en el presente. El mayor logro del régimen instaurado en Cuba a partir de 1959 es haber hecho de cada uno de nosotros un árbitro potencial, un enjuiciador oficialista, un comisario de las limitaciones y las prohibiciones. Hasta hoy el cubano medio sigue haciendo lo que aquellos espectadores de Casa de las Américas: aplaudir lo prohibido y luego censurarlo o callarse ante esa prohibición. Apruebo lo que censuro, podría decirse. Censuro lo que apruebo.

Dorticós repite una y otra vez que él somete a debate su decisión y la decisión de Guevara y el ICAIC para saber si actuaron correctamente. Hay muro y hay corral, un atolladero llamado desde entonces “revolución”. Nada puede salirse de ese establo, del gallinero revolucionario, del chiquero comunista. El de Cuba es un ambiente viciado desde el comienzo, asfixiante. Y en ese aplauso simultáneo a la prohibición está el murmullo (“se dice”, “se comenta”) del que habla Virgilio Piñera en la misma reunión. Al aplauso se une el miedo, a la censura se agrega el temor. Mal fundado, innecesario, según Dorticós. No hay que tener miedo, hay que debatir, comentar, proponer, dialogar. Sin embargo, desde entonces lo que se impone es la reserva, la alarma y la desconfianza. Algo estaba claro: el gobierno no necesitaba enfrentar a los intelectuales, no había que hacer divisiones. Ya existían. Bastaba con establecer ciertas pautas para saber cómo escalar desde lo político a las cimas artísticas. Era fácil, ya desde entonces, desacreditar, juzgar a alguien en nombre de la “Revolución”.

De esas guerras generacionales, gremiales será resultado también, pocos años después, la disolución de Ediciones El Puente. Es sintomático e ilustrativo del ninguneo y la rivalidad reinante que los hoy conocidos como “Generación del Caimán Barbudo” se adjudicaran, tras aplastar las Ediciones El Puente, el título de la primera generación poética joven de la revolución. Si Dorticós decía que a Sabá y a Jiménez Leal había que enseñarles, educarlos para que sirvieran con sus talentos a la Revolución (sus intenciones eran buenas y no eran contrarrevolucionarias, decía, pero el resultado sí), luego tal “enseñanza” se volvió innecesaria; ni con estos, ni con los venideros que presentaran síntomas de desaliento, parcialidad o debilidad de cualquier tipo. Los mismos intelectuales se encargarían de expulsar, satanizar, borrar al otro: Guillermo Rodríguez Rivera decía en 1978, con respecto a “los puenteros”:

Lo propio de la poesía que difundía El Puente era el auge de un trasnochado hermetismo; de un intimismo que parecía ignorar en absoluto la existencia de una auténtica revolución socialista en Cuba.(…) La profundización de la Revolución fue abriendo un abismo insalvable entre ella y los que pretendían desconocerla, colocarse al margen; no es extraño, sino perfectamente lógico, que los directores de El Puente se convirtieran en enemigos de la Revolución y pasaran a engrosar las filas del exilio contrarrevolucionario. (Rodríguez Rivera 66)

Pertenecer desde entonces al “exilio contrarrevolucionario” (dentro o fuera de la isla, entendamos el concepto como algo más allá de lo territorial, más bien ideológico) era no existir, y si el desafecto levantaba la voz, como Tersites en la Ilíada, se le callaba al instante, así fuese con huevos, piedras y palos. La construcción desde el poder de un enemigo al que te pliegas irremediablemente una vez fuera de los límites del gallinero proletario, es una idea extendida hasta el presente. La labor de un Rodríguez Rivera entre los escritores la realiza hoy un Edel Morales que afirma y cree necesario borrar, olvidar a todo el que hable desde la otra orilla (aunque se esté dentro de la isla), al adversario, al enemigo con quien no hay posibilidad ninguna de diálogo, de intercambio, de discusión. Desde los sesenta hasta hoy en Cuba es necesario declarar desde dónde se habla, nunca fuera del gallinero: o se habla desde dentro del corral o no se habla. Es inimaginable que alguien pueda emitir un criterio y no estar de acuerdo con el único partido y el único gobierno existentes. Se tiene que discutir desde dentro de la “revolución”; si no, no te dan la palabra, no existes. De ese modo, en una reciente diatriba sobre el racismo en Cuba, intelectuales de cierto calibre y valor como Víctor Fowler se ven obligados, precisados a decir desde dónde hablan, de qué bando están, como si ello fuese una condición sine qua non para emitir un criterio determinado, como si ello fuera más importante que la idea a proponer (Fowler). No es extraño, entonces, que la tendencia del cubano en general, después de 55 años de censuras y aplausos, sea desentenderse y sobrevivir, callarse ante los temas políticos y seguir con su vida como puede, o lograr, del algún modo, como sea, irse del país.

La dialéctica del cubano desde 1959 ha sido más bien de relevo constante, de cambio de rol. Es fácil comprobar cómo los que alguna vez fueron censurados terminan censurando o haciéndole el juego fácil a la censura. La culpabilidad, de ese modo, se camufla. La cultura cubana es camaleónica. Nos gustan las formas del verbo: censurar, censurarte, censurado. Las vamos alternando como en un vals que a la larga es esperpéntico, terrorífico, interminable. Padecemos el síndrome de la censura, algo que ya forma parte de nuestra piel más de lo que quizá quisiéramos o imaginamos.

De los autores que publicaron en los años sesenta y setenta en Cuba, hay muy pocos que no entraron en la dinámica censurante-censurado. Ni Virgilio Piñera. Que yo sepa y haya comprobado, sólo se salvan de este círculo vicioso y meta(dia)bólico cubensis excepciones como Isel Rivero, la más visionaria y, dentro de la isla, una de las más olvidadas de su generación. En el año 1960, con su libro La marcha de los hurones, se adelantó a todos los demás en más de 30 años.

Cuando hablamos de censura en Cuba entre los años sesenta y setenta me refiero a censura política, dictada desde el poder, de la cual se hicieron eco, a coro, muchos intelectuales que luego la padecieron con un peso que multiplicaba la que ellos mismos habían ejercido consciente o inconscientemente contra otros autores. Censurantes censurados es el papel más común en este período, algo que llega hasta el presente. Basta pensar en nombres como el de Miguel Barnet. Política y literatura se mezclaron de forma indiscriminada y los resultados fueron variopintos y nada provechosos.

Quizá sea hora de matizar la victimología cubana de esas décadas, las variaciones y relaciones entre víctima y victimario, la capacidad de transformación casi infinita de los cubanos en medio de la censura, sobre todo cuando le toca a otro. Ello se relaciona con el silencio que aún hoy pesa sobre esos años y sobre los actuales abusos de poder en la sociedad cubana. Pero no todos los martirizados son mártires, más bien la mayoría de ellos se movió entre el silencio y la palabra en una dinámica que hoy los señala y no de forma complaciente.

En el caso PM, hay tres referencias esclarecedoras de este tipo de comportamientos desde los primeros años del régimen: el primero es la expulsión de la revista Bohemia del crítico de artes escénicas Néstor Almendros por el director de la publicación, Enrique de la Osa. La razón fue la publicación por Almendros en Bohemia de una crítica favorable sobre PM. En cuanto De la Osa vio el revuelo y la opinión oficial al ser prohibido el filme, decidió despedir a Almendros sin hablar siquiera antes con él. La censura actuó antes que el gobierno. Dorticós, al parecer, se entera de los detalles después, en la reunión con los intelectuales. El incidente es relatado en la reunión de la Biblioteca Nacional con Fidel Castro en 1961 por Rine Leal. Enrique de la Osa llamó a Fausto Canel y le ofreció el cargo de crítico de artes escénicas de Bohemia, según el propio Canel. Éste preguntó por Almendros y De la Osa le dijo que “sus manifestaciones en la revista no eran las más adecuadas” (Jiménez Leal y Zayas 199-200).

El segundo ejemplo es el de José Hernández que propuso entre los dirigentes del ICAIC en un momento de exaltación “que estos compañeros [los realizadores de PM] debían ser fusilados, fusilados por contrarrevolucionarios”, según narra Heberto Padilla. Tomás Gutiérrez Alea (le) aclara que José Hernández no trabaja en el ICAIC, que “ni siquiera está en la plantilla del Instituto”, “y además el compañero José Hernández hoy no está trabajando en el Instituto”. Aunque al parecer los comportamientos de Hernández ya tenían su trayectoria en el ICAIC, lo cierto es que tras sus declaraciones no fue vuelto a llamar a trabajar allí, en ese caso extremo, fuera de todo bando, Hernández quedaba anulado: no representa al Instituto, no está en su plantilla. En resumen, el verdadero fusilado había sido Hernández. El que había mandado a fusilar fue fusilado culturalmente, anulado, silenciado. Heberto considera que José Hernández debería poder explicarse, debería ser invitado a la reunión y el comentario de Gutiérrez Alea al respecto es: José Hernández es un Don Nadie, no representa nada, no existe, ya no es. Este es un ejemplo pionero de esos victimarios vuelto víctimas (Jiménez Leal y Zayas 193-195).

El tercer caso lo relata Eduardo Manet: la escultora y ceramista Marta Arjona Pérez, miembro fundador de la Asociación de Pintores y Escultores de Cuba (APEC) desde 1949 y Directora de Artes Plásticas de la Dirección Nacional de Cultura desde 1959, le comentó con toda naturalidad: “pero si yo también he prohibido cuadros”; dice Manet que se quedó aterrorizado y ella agregó: “y cuadros por contenido”. La estética al final no era determinante, mientras no tuviese una repercusión, aunque fuese mínima, en lo ideológico. El problema estaba en el “contenido”, en la interpretación. Arjona, artista plástica y comisaria política, censuraba aquellos cuadros en que el tema de la llevada y traída “revolución” no fuese tratado “revolucionariamente”. De ese modo, en el caso concreto de PM, José Manuel Valdés Rodríguez declara que “el hecho de que yo señalara que formalmente la película está bien —como creo que lo está— no quiere decir que aprobara su contenido” (Jiménez Leal y Zayas 199 y 223).

Comparados con los poetas y escritores rusos y alemanes frente al estalinismo y su aparato represor, lo que padecieron la mayoría de estos autores fue un paseíto, una revolución de terciopelo. ¿Existe el terciopelo gris? Si alguno tiene dudas, que revise las biografías de Limonov, Mandelstam, Brodsky, Ajmátova, Tsvetáieva… A nosotros el trópico, la sangre latina nos impide quizá ser tan resolutos e intransigentes. Y esa ha sido a la larga una de las grandes coartadas del régimen cubano que cada vez se potencia con más fuerza: contribuimos a la alternancia: arriba-abajo, de un lado y luego de otro, adentro hoy y mañana afuera, ahora como victimario y luego como víctima. Y así sucesivamente, durante más de cincuenta años.

Si revisamos las revistas de los sesenta y setenta nos podríamos sorprender con el hecho de que muchos escritores que supuestamente padecieron la fuerza represora del régimen también fueron parte activa y continua de esa maquinaria que hasta hoy sigue bien engrasada. Por ejemplo, el último número de La Gaceta de Cuba de 1970 está dedicado a Lezama Lima, para comenzar con un peso pesado. Sus colaboraciones en esa década satanizada y oscurecida por la mayoría de los autores que la vivieron no fueron constantes, pero sí periódicas. En el propio Lezama, que ha sido uno de los grandes rescatados en las últimas décadas, una de las supuestas víctimas del gobierno, tenemos un engrase del ataque al Cuartel Moncada cuando ya había pasado, y la propuesta que hace de la continuidad del proceso revolucionario desde Martí hasta Fidel es paralela a la que describe y sistematiza en su Antología de la poesía cubana en tres tomos (Gotera). También Lezama ayudó a construir la teleología del 59 como parte de su teleología insular que había comenzado a fraguar y a ensayar desde 1936 en su “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”, cuando sólo tenía 27 años.

En el mismo año (1961) en que Fidel Castro da un tapabocas a la cultura y pone su revólver sobre una mesa de la Biblioteca Nacional, Lezama bautiza el asalto al Cuartel Moncada como parte de su proyecto, como metáfora encarnada. En su texto, el autor de Paradiso no menciona a Fidel directamente (tampoco Virgilio Publio Marón menciona a Augusto en su Égloga I), pero sí a Martí, lo cual entronca y hermana al escritor con la idea castrista de que Martí fue el autor intelectual de aquel asalto.

Si leemos las revistas del período, si somos justos con la visibilidad de los autores otorgada por el oficialismo cultural, tendremos que revisar el canon de la literatura cubana. En esas dos décadas, el poeta alrededor del cual debe girar el valor estético (sincrónicamente hablando) es David Chericián. Sería injusto no reconocerle ese lugar. Ni Lezama, ni el muy militante Eliseo, ni Fina, ni Cintio, ni siquiera Guillén o Retamar. El poeta más importante de los años setenta es Chericián. Es el más publicado de todos. ¿Dónde está la edición crítica y compilatoria de sus obras? ¿Dónde están los que lo publicaban con tanta frecuencia que no han mantenido su supuestamente importantísima obra viva? ¿Por qué tengo que ser yo, que he nacido en 1982, quien diga que el poeta más importante de los años setenta en Cuba es Chericián? Y lo repito como un conjuro homérico, como un verso épico, a ver si a alguien le duelen los oídos. Porque, por supuesto, este párrafo está escrito desde la más profunda ironía [1].

En poesía, nuestro abanderado es Chericián, su estética panfletaria es la que primó en esos años, la que se priorizó oficialmente desde las publicaciones culturales más importantes de entonces. Octavio Smith lo intentó con algún poema de tema político, pero parece que no se le dio bien y desistió; Vitier ya sabemos que hizo su labor política desde entonces, pero principalmente después. Eliseo Diego fue comisario de congresos, eventos internacionales y reportero en las páginas de las revistas literarias. De los origenistas, al juzgar por revistas como La gaceta de Cuba, el de la Calzada de Jesús del Monte, fue el más integrado, el militante más ejemplar, el que se hubiera ganado el televisor Panda por el sindicato en la emulación.

En el caso de Piñera, que también recibió el triunfo del 59 como algo positivo, que en algún texto fervoroso y equivocado declara que la poesía de Isel Rivero no respondía al momento revolucionario que se vivía en el país (lo mismo que dijo Guillermo Rodríguez Rivera sobre Lina de Feria en 1978), no murió culturalmente en 1979 con su desaparición física, sino una década antes, y su caso fue un fusilamiento cultural. Una vez recibido el premio Casa de las Américas por Dos viejos pánicos, lo lanzaron al foso más oscuro del olvido. De todos ellos, el caso más lamentable es el de Virgilio por haber padecido todo tipo de marginación durante su última década de vida. En la Biblioteca Nacional, frente a Fidel, en 1961 pidió la palabra y dijo “tengo miedo”. Piñera tiene miedo. Piñera es maricón. Piñera no disimula. Piñera es incendiario. Piñera es molesto, ácido, polémico, afeminado, soltero, opuesto, cuestionador, ahistoricista. Piñera no existe. En las páginas de La Gaceta de Cuba salta de su premio de teatro (1969) a la muerte con una nota marginal.

De todos los intelectuales relegados en la década del setenta por ideas, creencias u orientación sexual, nadie fue más ninguneado, apartado, omitido que Virgilio Piñera. Ni Lezama, a quien se le publicaron homenajes y textos en las revistas de esos años, ni ningún otro origenista (Vitier publica textos, Fina publica algunos poemas al final de la década, Octavio Smith escribe algunos versos con tintes políticos, y Eliseo Diego está en los boletines y congresos literarios), tuvieron que padecer el olvido y la marginación que sufrió Virgilio Piñera, al extremo de que es casi imposible encontrar un texto de y sobre él desde 1969 hasta su muerte en 1979 en las revistas culturales de la isla. En una esquina de una de las páginas de La Gaceta de Cuba se da noticia de la muerte de Piñera, en ella se dice que fue un importante dramaturgo que además escribió narrativa y poesía. No se le hace un homenaje como a Lezama y a María Villar Buceta en sus respectivas muertes, o como a Regino Pedroso en sus 80, o a Marinello por sus 75 y luego por su muerte, a Guillén por sus 70, o a Ignacio Villa (Bola de Nieve), o a Manuel Navarro Luna…

Gustara más o menos, Lezama era ya símbolo de la cubanidad, autor que se empeñó en leer la poesía cubana con un sentido insular, telúrico, dándole un curso histórico y orgánico en el que también cabía el Moncada; además de ello, estaba casado, era discreto y eso podía disimular lo demás. Pero Piñera no tenía salvación, no había por dónde enfocarlo: cuestionaba la cubanidad, entendía lo nacional como un constructo, era un homosexual declarado y afeminado, por lo que había que esconderlo; que traduzca, sí, pero que no aparezca siquiera en los créditos como traductor de la obra.

Con respecto a la homosexualidad, podríamos hacer una larga lista de homosexuales que delataban, en esos mismos años, a otros homosexuales que eran castigados o expulsados de la universidad o del trabajo. Homosexuales o no homosexuales que veían injusticias y callaban, que veían marginación y seguían apoyando un sistema que los negaba, se hacían los de la vista gorda, sobrevivían, no se metían en eso, no era con ellos. Un maricón salvado por Alicia Alonso de las UMAP, otro salvado por Mirta Aguirre, lesbiana comunista que apoyó al régimen a pesar de semejantes abusos y que fue incapaz de denunciarlo o de plantearlo donde correspondiese.

En el ámbito literario de los setenta, la dueña de la crítica teatral cubana de ese período fue Nancy Morejón, la crítica literaria más visible con mucho es Belkis Cuza Malé. José Prats Sariol cumple la función de enseñar al pueblo cómo leer y criticar una obra literaria. Los primeros números de la revista Criterios, de pura y dura teoría literaria proveniente de los países socialistas del este, aparecieron en La Gaceta de Cuba, traducidos, por supuesto, por Desiderio Navarro.

Cuando Manuel Díaz Martínez y Guillermo Rodríguez Rivera argumentan que también ellos fueron censurados en esa época, que padecieron el silenciamiento del régimen, quizá no comprenden que era/es parte de la maquinaria, de hoy te toca a ti, mañana a mí. Hoy contribuyes a la censura y a la poética política comprometida, mañana eres cuestionado y castigado. Así todos tienen culpa y liberación, y han podido por décadas seguir tranquilos porque alguna vez padecieron el rasero gubernamental. Así se justifican en la sombra y en público. Mientras, la maquinaria sigue intacta, en constante evolución, adaptación, pero, en esencia, con cada comunicado comprometido y político, la UNEAC demuestra estar al día en cuanto a censura, abyección e inmovilismo de pensamiento. Otra cosa es lo que digan entre amigos, en tertulias, en lecturas, en eventos. Pero cuando hay que hacer declaración oficial de principios ideológicos, todo sigue como en 1975.

Edel Morales, por ejemplo, desde las páginas de La Jiribilla, no propone un diálogo con otras formas de pensar; al contrario, quiere para los otros autores, los que se oponen a ciertas ideas oficialistas, el mismo silencio que padeció Piñera. Desaparecerlos, borrarlos. Ellos no son importantes. No hay diálogo posible, según Morales, con Duanel Díaz, Rafael Rojas y Antonio José Ponte. Lo que habría que hacer, propone él, es escribir lo que ellos abordan del modo que él considera correcto y olvidarlos. La memoria y el futuro de Cuba no los incluye, agrega. Morales los llama “refinados vocales entusiastas del parricidio intelectual” (Morales, “A propósito”), hace una división insalvable entre su posición y la de ellos a quienes llama “adversarios”, no se trata de posiciones contrarias que interactúan aunque sea a distancia. Esto es un campo de batalla, donde uno sobrevive y otro muere, desaparece, es lanzado a la sombra. Morales intenta convencer que él está del lado de la verdad, de los buenos, de la victoria, habla desde esa pluralidad militante propia de los años setenta, incluye sin ningún recato a sus interlocutores en su “nosotros” bélico. Estas palabras evidencian que la maquinaria sigue intacta principalmente en lo tocante a intolerancia, retórica politiquera, envilecimiento y hostilidad irreconciliable hacia el otro por tener un pensamiento opuesto al suyo y principalmente al poder:

Creo que nos asiste el derecho intelectual y ciudadano a disentir, a probar nuestras verdades, a proponer nuestra propia mirada, a tratar de encontrar respuestas, a realizar nuestras pequeñas maniobras, a intentar la recuperación de nuestro pan dormido, y evitar quizá la disfunción del campo que, ellos, nuestros adversarios, tratan continuamente de minar. Y sobre todo nos asiste el derecho a pensar por nosotros mismos, a plantear las preguntas de fondo, sin mediaciones exteriores ni aprobaciones internas y sin miedos, ser capaces de hacer también las necesarias preguntas sobre el aquí y ahora, sobre el aquí y ayer, sobre el mañana que viviremos aquí, como individuos y como país. Es la mejor manera que conozco de olvidarlos y creo que es la única manera de ganar para nuestros hijos esa memoria del futuro que ahora nos ocupa. (Morales, “Anomalías de la verdad”)

El comisariado de los años setenta lo han continuado una enorme lista de autores, entre los cuales destacan Nancy Morejón, Miguel Barnet, Edel Morales, Alpidio Alonso… Pero todos sin una obra que los respalde, todos prescindibles como comisarios y como autores. Ante semejante panorama, cabe preguntarse: ¿nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos? Al parecer el quinquenio gris llega hasta el presente, está en las manos grises de estos portavoces oficialistas que aún se mueven entre el aplauso y la censura.

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Notas:

* Este texto fue originalmente publicado en el sitio web Penúltimos días el 11 de abril de 2014. Se toma de Deinós.

[1] Debo aclarar que la referencia a David Chericián es totalmente irónica, satírica, para causar molestia. Lo considero un pésimo poeta, representante de lo peor del coloquialismo militante de los setenta.

Por ello mismo, en un período de censura y vigilancia extrema, era el poeta del momento, y ahí se quedó. Luego tuvo que escribir cada vez más poesía infantil, no podía seguir escribiendo, a finales de los ochenta ni en los años noventa, la misma poesía de tema social, no se la hubiera creído ni él mismo, así que se dedicó a plenitud a la poesía para niños, evidencia clara, para mí, del fracaso de la poética coloquialista de la que fue el gran abanderado, y también creo que la literatura infantil fue el modo suyo de evadir los poemas que escribió él mismo en libros tan serviles e insustanciales como El autor intelectual de 1975.

Murió en Bogotá en 2002, fuera de Cuba, donde dedicó sus últimos años a la promoción y animación de la literatura infantil y juvenil. Atrás quedaron aquellos poemas espantosos que respondían servilmente a los postulados oficialistas.

Al leer los números de La gaceta de Cuba de los años setenta, Chericián y Alberto Rocasolano son dos de los pocos nombres del patio que pueden competir con autores checos, rumanos, y de cualquier país socialista que invadieron esa publicación, que eran los verdaderos dueños de la poesía en La gaceta.

Se publicaba más poesía de los países socialistas que de autores cubanos. Chericián es una excepción, que haya caído en el olvido es un acto de justicia, pues creo que su poética era bien circunstancial e intrascendente.

Obras citadas:

– Fowler, Víctor. “Dolor, alegría y resistencia”. La Jiribilla, año XI, nro. 622, 6 al 12 de abril: http://www.lajiribilla.cu/artic…/…/dolor-alegria-resistencia (consultado el 2 de enero de 2014).
– Gotera, Johan. “En el fondo, en el centro, estaba Lezama” (entrevista a Octavio Armand). Diario de Cuba, 26 de enero de 2013: http://www.diariodecuba.com/de-leer/1359186178_250.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
– Jiménez Leal, Orlando y Manuel Zayas. El caso PM. Cine poder y censura. Editorial Colibrí, 2012.
– Morales, Edel. “Anomalías de la verdad”. La Jiribilla, año VI, nro. 321, 30 de junio al 6 de julio de 2007: http://www.lajiribilla.cu/2007/n321_06/321_08.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
— “A propósito de Tumbas sin sosiego, de Rafael Rojas. Examen de memoria”. La Jiribilla, año V, nro. 285, 21 al 27 de octubre de 2006: http://www.lajiribilla.cu/2006/n285_10/285_03.html (consultado el 29 de diciembre de 2013).
– Rodríguez Rivera, Guillermo. “En torno a la joven poesía cubana”. Unión, No. 2, pp. 63-80, 1978.