Guillermo Cabrera Infante: Todo está escrito con espejos

Archivo | Autores | 7 de noviembre de 2017
©Guillermo Cabrera Infante el 7 de abril en Londres / Ulf Andersen / Getty Images

Las malditas ventanas no tienen cristales, sólo celosías. La luz de la bujía parece que se apaga sin haber aire alguno. Pero no se apaga. Debe de hacer un calor de todos los demonios en esta ciudad infernal y he aquí que estoy temblando debajo de estas sábanas de lino, vestido con mi ropa de salir todavía. No sé cuánto tiempo llevo aquí. Tengo fiebre, por eso es que tiemblo.

¿Dónde estará el Maestro? No creo que se haya ido dejándome aquí solo entre esta banda de extraños, de extranjeros, hablando su incomprensible idioma lleno de aes y de oes. Pero si el Maestro se fue, después del fiasco, la culpa no es de él sino del otro, del que escribió, casi elogiándolo; en todas partes donde lo han visto ha provocado una intensa curiosidad en cuantas personas piensan. Parece un elogio pero no lo es. No lo es en modo alguno. Yo me sé todas sus palabras. Se me quedaron en la memoria desde el día que las publicó sin embargo la cuestión de su modus operandi, eso fue lo que dijo, modus operandi. Ahí comenzó la caída. No tienen escrúpulos en declarar que el autómata es una pura máquina insinuando ya que yo estaba dentro, sin decirlo todavía. Un chocolate caliente eso es lo que me haría falta. Quiero un chocolate caliente, bien caliente para que me caldee las entrañas pero ¿cómo hacerme entender por esta gente? Además, no viene nadie. Esta maldita posada. Llevo horas y horas solo en este cuarto. Adoptando esta hipótesis, dijo. Eso fue lo que dijo. Adoptando esta hipótesis sería torpemente absurdo comparar al jugador de ajedrez con cualquier cosa semejante. Incomparable: eso es lo que es, lo que siempre fue pero ya no será más después del artículo, cuando el público se volvió inquisidor, lleno de escepticismo donde antes no había más que creyentes, fieles. Un chocolate. Tomarme un chocolate caliente. La bujía parece que se apaga otra vez y el cuarto se vuelve más obscuro. Apenas veo los bordes de la cama. Menos mal que no es muy grande: los nativos son más bien pequeños, aunque pocos, por no decir ninguno, llega a mi tamaño. No obstante han existido muchos y maravillosos autómatas. El Maestro no hizo caso cuando yo le dije que debíamos suspender la función. Él nunca me ha hecho caso por otra parte, aunque le soy imprescindible –o al menos le era imprescindible. Con todo, espero que no se haya ido dejándome aquí. ¿Cuánto tiempo llevo encerrado en este cuarto de techo tan alto que ahora no veo el cielo raso? ¿Dos? ¿Tres días? No sé. El jugador de ajedrez es una pura máquina y realiza sus operaciones sin intervención humana inmediata. Eso dijo. Claro que no quería decir eso sino lo contrario. Ninguna jugada en el ajedrez es resultado necesario de otra jugada cualquiera. Ya he dicho que me sé sus palabras de memoria. Eso es lo grande que tengo yo: una gran memoria. Lo recuerdo todo. Recuerdo el artículo de principio a fin como recuerdo las jugadas. Caballo del rey alfil cuatro.

A la hora señalada para la exhibición, se descorre una cortina. ¡Dios, cómo sudo! Tengo las sábanas todas mojadas y, sin embargo, no hay una frazada. Si pudiera levantarme para correr el mosquitero. Pero entonces volverían los mosquitos atraídos por mi olor como ahora lo están por la luz de la bujía. Apagar la bujía. Pero no me atrevo. No quiero quedarme solo en esta habitación a oscuras. La compañía de una bujía. Échec! Y la máquina rueda a unos doce pies de los espectadores más próximos, entre los cuales y aquella máquina queda tendida una cuerda. Lo vio bien todo. Debe de haber venido muchas veces a ver la función. La pasábamos de lo mejor, antes, cuando llegamos de Europa, que teníamos un éxito tremendo. Lleno todas las noches. En las mejores ciudades: New York, Boston, Philadelphia. Todo lleno. Chocolate. Un chocolate. Bien caliente. Siento como si tuviera arena y no sangre en las venas y las manos, es como si llevara los huesos por fuera. Manos de cangrejo. La masa adentro. Un cortinaje o paño verde oculta la espalda del turco y recubre en parte la cara anterior de los hombros.

Mistez (recuerdo que había esa errata en el artículo: lo recuerdo todo, eso y no padecer de claustrofobia) Maelzel anuncia entonces a la reunión que va a poner ante su vista la maquinaria del autómata. Es monótono, es monótono el tiempo. No es para pasarlo aquí. Debíamos habernos quedado en el balneario, en los baños. Baden. Baden Baden. Eran mejor que los de allá, los de mi pueblo. Todo lleno de señoras con grandes pamelas y los hombres vestidos de blanco. Hasta el sombrero era blanco. Panamá hats. Así se llaman. Vestidos de blanco como en el sur. Chocolate, mejor que el té y que el café. Chocolate con buñuelos. Pero no, no tengo ganas de comer nada, solamente de tomar chocolate a ver si se me va este frío de adentro. Estoy temblando debajo de estas sábanas, la sábana de lino de taparse y el cubrecamas encima y todavía estoy temblando en mis ropas de salir. Debía por lo menos haberme desvestido. Lo voy a hacer más tarde, cuando tenga más fuerza.

Las celosías, por las celosías se ven las hojas de una palmera. No hay nada de viento. Las hojas están caídas, lacias y nada las mueve –aunque yo no las veo, las imagino después de haberlas estado viendo todo el día. La ventana con celosía y detrás la palmera de hojas lacias, a un lado, y al otro la puerta y el armario de madera que cruje al abrirse como si fuera a venirse abajo. La habitación es muy grande para mí y me cuesta trabajo subirme a la cama. Todo es muy grande para… Y presenta el armario completamente abierto al examen de todos los espectadores. Esto es verdad. Así lo hace, así lo hacía el Maestro. Ese hueco está en apariencia lleno de ruedas, piñones, palancas y demás mecanismos. Difícil. Dejando esta puerta abierta del todo, Maelzel pasa entonces por detrás de la caja y levantando el paño de la espalda de la figura abre otra puerta colocada justo detrás de la primera ya abierta. El Maestro tuvo suerte conmigo. Primero que yo cupiera. Luego que supiera jugar. Además de mi memoria. Aunque ahora la estoy perdiendo. Debe de ser la fiebre. No, la estoy perdiendo desde antes de caer enfermo. Es la preocupación. Todo comenzó con el artículo. La cama es inmensa, el mosquitero llega hasta el cielo raso.

Teniendo una bujía encendida delante de esa puerta y cambiando al mismo tiempo la máquina de sitio varias veces, hace penetrar así una viva luz por todo el armario, que aparece entonces lleno, lleno en absoluto de mecanismos. Chaumugra, aceite de chaumugra y chocolate caliente. Y el Maestro no viene, no viene. Me ha dejado solo, solo en esta isla, tendría que aprender a nadar para salir de aquí. Además la ropa tropical no me sirve, me queda todo muy grande a pesar de que ellos, los extranjeros, no son muy altos tampoco. Mucha chaumugra. La puerta marcada con el número 1 ha quedado abierta, como se recordará. Sin embargo, a la derecha de este compartimiento, es decir, la derecha del espectador, existe una pequeña parte separada, de un ancho de seis pulgadas, ocupada por mecanismos. La fiebre, la fiebre me reduce la chaumugra. El interior de la figura visto así por esas aberturas parece repleto de mecanismos. No hay necesidad, no hay necesidad, no había ninguna necesidad de publicar esas cosas. Y a él, ¿quién lo mete? Mister Maelzel, volviendo a colocar la máquina en su primera posición, informa ahora a la reunión que el autómata jugará una partida de ajedrez con quien esté dispuesto a medirse con él. Caballo cinco rey y cambio peones. Échec. El turco juega con la mano izquierda… con la mano izquierda… Chaumugra y échec. En general queda vencedor el turco. Jaque mate. La máquina rueda hacia atrás y una cortina la oculta a la vista de la reunión… El primer ensayo de explicación escrita… impreso en París… la hipótesis del autor… que un enano hacía mover la máquina.

Después comenzó a faltar el público… Los movimientos del turco no tienen lugar a intervalos regulares de tiempo. El mosquitero no me deja respirar, pero si lo quito vendrán entonces los mosquitos y me llenarán de ronchas como el primer día… en otras palabras: que el autómata no es una pura máquina.

La bujía, una bujía, más bujías durante la exhibición, hay seis bujías sobre la mesa del autómata… Pero no hay más que una bujía, que casi se apaga, se apaga casi y me quedo solo. Mientras el jugador de ajedrez estuvo en poder del barón Kempelen, se observó más de una vez que un italiano del séquito del barón no estaba nunca visible durante una partida. Échec… échec… ese italiano declaraba una ignorancia total del juego de ajedrez… La sangre que se hace espesa… el autómata… adquirido por Maelzel… Sí, sí, adquirido por él. Hay un hombre, hay un hombre, Schlumberger… Herr Schlumberger para usted. Le acompaña dondequiera… no tiene otra ocupación que la de empacar y desempacar… Ese hombre viene a ser de una estatura mediana… je je je… mediana y tiene los hombros notablemente encorvados… describiéndome el autor… describiéndome… diciendo que en Richmond cuando yo caí enfermo se suspendieron las funciones… La explicación de la suspensión de las representaciones… no fue la enfermedad… otra enfermedad… Chaumugra… Dejamos las deducciones, todo esto, sin más comentarios, al lector. Échec!

Publicación fuente ‘Vuelta’, 6, mayo de 1977