Antonio José Ponte: Martí: los libros de una secta criminal
Gastón Baquero fue el primer escritor exiliado cubano que conocí, y fue él quien me enseñó, cuando todavía faltaba una década para que dejara atrás mi casa en La Habana, cómo lidiar con los libros cubanos que podrían encontrarse en las librerías de segunda mano del exilio, en las librerías de viejo.
El piso donde Baquero vivía estaba atestado de libros, parecía la trastienda de un anticuario. Los estantes habían sido repletados del todo y columnas de libros estaban por cubrir aquellos estantes. Desde la entrada hasta el rincón de su butaca cruzamos un pasillo estrecho, más estrechado aún por los tomos apilados.
Había, según recuerdo, una o varias banderitas cubanas.
Había un retrato del general Antonio Maceo.
El viejo poeta me advirtió de un libro a punto de caerse como si se tratara del desprendimiento de una roca. Caminábamos por un desfiladero, y al final de ese desfiladero quedaba la butaca de todos sus días, en la cual leía y escuchaba música.
Para quien lo visitara había un asiento más pequeño. Dentro de un nicho cavado en las paredes de volúmenes, un moderno aparato de música y unas columnas de discos compactos. Años después, cuando leí la autoantología poética donde a cada poema suyo le corresponde una pieza musical, recordé aquel rincón.
La salud achacosa le impedía sentarse cómodamente, así que, con la ayuda de varios cojines, se mantenía casi en pie en su butaca. Baquero era alto, corpulento, con cejas y ojos de búho. Llevaba chaqueta y chaleco. El piso olía a libros viejos. Hablamos no, él habló. De todos los escritores del grupo Orígenes a los que alcancé a conocer, él único capaz de dialogar fue aquel que creía imposible cualquier diálogo, Lorenzo García Vega. Los demás, Baquero incluido, sólo monologaban.
Habló esa tarde de historia americana, de héroes, de antiguas relaciones entre América y España. Me preguntó, y fue la única pregunta que hizo durante la visita, si conocía que mi apellido paterno era uno de los apellidos de Simón Bolívar. Cuando le contesté que sí, me avisó de que era por esa rama que le había llegado a Bolívar su familia negra. No mencionó en ningún momento a José Lezama Lima, quizás porque se daba por sobreentendido entre nosotros. No preguntó por sus antiguos colegas literarios que vivían en Cuba.
En un momento del monólogo, al referirse a la invasión de libros en el apartamento, comentó que en sus excursiones por librerías de viejo tropezaba a veces con libros publicados en Cuba, libros de cuyos autores no tenía la más mínima noticia, cuyos nombres no le decían nada. Así y todo, no dejaba de comprarlos, no podía dejar de comprarlos. Se los traía a casa aunque luego no fuera a leerlos, aunque desde el principio supiera que no los leería.
Por alguna razón que no entró a explicar, no sabría dejarlos abandonados allí, en una librería madrileña de segunda mano, expuestos a la falta de curiosidad de los demás. Era como si aquellos libros no pudieran encontrar otro lector que él, quien al final no iba a leerlos y se echaría atrás apenas los hojeara, rechazando tan burda propaganda.
Aquel hábito suyo no era achacable a curiosidad pues en la mayoría de esos libros cualquier curiosidad sería escarmentada. Lo hacía, supongo, por robinsonismo. Por la alegría de reconocer un objeto escupido por la marea, sin importarle cuán inservible fuera. Compraba aquellos libros del mismo modo que otros visitan las perreras municipales con el fin de salvar a unos perros tan desprotegidos como ellos mismos.
Al llevárselos a casa pasaba por encima de sus antipatías y de su aburrimiento. Era compasión lo que debía moverlo, una piedad por cualquier cosa que sus lejanos compatriotas imprimieran, sin importar cuán repugnante fuera el tema o la escritura o cuán pobre la gráfica.
Más que en las banderitas, más que en el retrato del general Maceo, lo profundamente nacionalista de su biblioteca estaba, no en las obras cubanas admirables que mencionara en su monólogo, sino en unos títulos prácticamente desconocidos, de autores opacos, a los que, pese a todo, cobijaba. Esos títulos venían a confirmar que aquella era la biblioteca de las mareas y de los derelictos, el exilio.
Una década después de mi visita, fallecido ya Gastón Baquero, me tocó repetir sus expediciones por librerías madrileñas de viejo. Me tocó tropezar con unos libros publicados en Cuba. Podía distinguirlos a simple ojeada entre montones de otros títulos, los veía antes de verlos. Eran, no otra vida posible como debieron serlo para Gastón Baquero, sino mi pasado. Porque lejos de aquí, océano por medio, en otras librerías, esos libros y yo nos habíamos visto las caras. Tal como soy capaz de detectar en medio de una multitud a quien lleve el rostro del comandante Guevara en su ropa, podía descubrir por el lomo a cualquier librito cubano que intentara escurrirse de incógnito.
Lograba verlos, al lomo y a la camiseta guevarista, con el octavo o noveno sentido, aquel que sirve para detectar erratas. A diferencia de Baquero, yo no alcanzaba a mostrar compasión. Ni siquiera iba a compensarme abrirlos y mirar dentro y ver toda la porquería que sus páginas contuvieran. La superioridad que podría sacarse de un asomo de lectura así no valía la pena. De modo que los evitaba y todavía, al encontrármelos, sigo evitándolos. Igual que evito a cualquiera que lleve el rostro de Guevara, por joven e ignorante e ingenuo que pretenda ser.
No es que no compre esos libros, es que ni los hojeo. Con una sola excepción: la de José Martí.
Los de Martí son, evidentemente, los libros de una secta. Ninguno de ellos prescinde de un estudio preliminar y de notas, han sido organizados por una filología política. Conozco bien la secta que los ha ordenado y no termino de aceptar el hecho de que la más inesperada frase necesite de explicaciones tan groseras, empeñadas en abotargarla, en despojarla de cualquier felicidad que no sea utilitaria.
Son libros de una secta criminal, hechos para justificar crímenes de Estado. Se imprimieron para justificar la complicidad de José Martí con Fidel Castro, para propiciarle una coartada a este último. Constituyen los pasos previos a ese arreglo funerario en el cual la tumba monolito de Fidel Castro se encuentra lo más cerca posible del mausoleo donde reposa Martí.
Me tropiezo con alguno de ellos, los intuyo antes de haberlos visto, los agarro, los abro al azar y me asomo a lo irrespirable. A un lugar de crimen cerrado durante mucho tiempo y corrompiéndose. Y, aún cuando son hallazgos que deberían resolverse en una risotada, no consigo nunca soltarla.
Hay ocasiones en que me sobrepongo por puro pragmatismo. ¿De qué otro modo podría conseguir aquí, agrupado en un volumen manejable, todo lo que José Martí escribió sobre el Caribe? Paso entonces por encima del aparato crítico que ciñe sus textos, acepto del mejor modo posible la estupidez y la mediocridad, y me dispongo a escuchar cuantas mentiras quieran contarme a cambio. Me lo llevo a casa sabiendo que será un huésped tóxico. No servirá para la relectura, y únicamente conseguirá salvarse gracias a alguna que otra consulta, bueno únicamente para lecturas de punción.
Son otras, por tanto, las ediciones en las que alcanzo a leerlo. Me fío para ello de editores extranjeros, no cubanos. De editores no pertenecientes a la secta. Sus compilaciones cargan prólogos también, pues un autor así se diría necesitado siempre de avisos previos, de alguien que garantice que lo que va a leerse a continuación es literatura. La ventaja es que esos prólogos no establecen complicidades políticas, no les forjan misión actual a sus escritos. No va a salir de allí ninguna república pendiente, no cabría imaginar un gobierno capaz de basarse en tales antiguallas. En caso de que esos escritos tengan consecuencias, habría que buscarlas en el ánimo del lector.
Sólo así consigo leerlo todavía. Su ensayo sobre Emerson, por citar un ejemplo, alcanza a convertírseme en incomprensible. No acabo de entender a dónde procura ir, ni qué puedan querer decir esas frases que no terminan de suceder una a la otra, que no acaban de cerrarse ni de abrirse, abriéndose y cerrándose todas al unísono. Es a ese punto de no comprensión al que debe aspirarse en la relectura, según creo, y llegar a él, más en el caso de un escritor tan vapuleado como José Martí, está entre los estados de lectura más insostenibles que puedan alcanzarse.
Este texto apareció originalmente, bajo el título «José Martí leído afuera y según qué ediciones» en la revista sevillana ‘Sibila’ (número 52, abril de 2017). Se toma vía ‘DDC’.
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