Adriana Herrera: Sandra Ramos en un mundo extraño

Artes visuales | 24 de abril de 2018
©Sandra Ramos

Como le sucede a la Alicia de Lewis Carroll, a partir de la caída en el pozo que la lleva al País de las Maravillas, desde el inicio de la travesía artística de Sandra Ramos (La Habana, Cuba, 1969) –que sucede en el año de la caída del muro de Berlín, cuando aún estudiaba en el Instituto Superior de Artes de su país— se encuentra inmersa en un “mundo extraño”.

Rodeada por el absurdo, crea su obra sorteando o desafiando las reglas de esa realidad desconcertante con una aparente inocencia, que responde al sentimiento de extrañeza. Esta cualidad, inherente al lenguaje poético que rompe la familiaridad habitual ante el mundo, le permite hacer cosas indebidas frente a los poderes que rigen el mundo extraño sin que le corten la cabeza.

No importa que la artista habite un reino en el cual, como en la corte de la reina de corazones se da “la sentencia antes que el veredicto” o que haya que pintar de blanco las rosas blancas (¿era la orden contraria en la isla?): ella graba, pinta, hace instalaciones o performances que tienen un modo de atrevimiento, pero también el margen suficiente de ambigüedad para que los curadores o instituciones a cargo las excusen cuando el poder indaga.

Desde los tempranos 90 llamó “Ariadna” a la niña —mitad Alicia, mitad ella misma— que ha protagonizado parte de sus aventuras plásticas y cuya figura es la de un retrato suyo cuando tenía 10 años y todavía era una convencida “pionerita”, que como las demás niñas de la escuela en la isla, repetía las oraciones del dogma comunista. Como Alicia y como “Ariadna” —que entrega a Teseo el hilo para llegar al centro del laberinto y salir con vida— sabe moverse en los mundos enrarecidos. Hay un hilo irrompible de continuidad en su obra.

En los últimos años, la niña retratada en sus obras gráficas es su sobrina Sharon, vestida con su uniforme rojo, no sólo muy parecida a ella a esa edad, sino protagonizando “una historia que se repite”, según aclara Ramos. En una de las magníficas piezas de la serie Apocalyptic Cartographies, exhibida en Pan American Art Gallery, como parte de la exhibición Déjà vu, curada por Alejandro Machado, la mítica niña está de espaldas, remando sobre un oceano en el que acechan rostros y brazos desesperados. La obra alude a los dramas migratorios agudizados tras la finalización de la política de Pies Secos, Pies Mojados, que permitía a los cubanos legalizarse una vez pisaban territorio americano.

Ramos contiene en sus grabados de técnica mixta, en sus animaciones, en la metáfora de páginas de libros de vidrio que son frágiles y cortantes como la historia misma, y en sus instalaciones, cifras del absurdo experimentado en su propia vida y representado con estrategias que apuntalan la dimensión del absurdo en esos mundos; un absurdo que cambia de lugar y de tiempo sin enderezar todo cuanto está cabeza abajo.

Tanto en sus grabados de 1989 como en las diversas series incluidas en Déjà vu recurre al humor negro de la caricatura, apropiándose de personajes vernáculos y populares, que desde la historia decimonónica de Cuba y de Estados Unidos, donde ahora reside, confrontan los relatos del poder. Ramos revive personajes creados por los pioneros de la caricatura política como “Liborio”, el campesino opuesto a las aspiraciones del Tío Sam, que se ingenió Ricardo de la Torriente en el siglo XIX; o el “Bobo” de Eduardo Abela que sirvió de antagonista a la dictadura de Gerardo Machado. Le interesa “el hecho de que incluso la gente que entonces no sabía leer los identificaba”.

A ese repertorio ha sumado al personaje de “Boss”, creado por Thomas Nast en Estados Unidos para opornerse al corrupto político William Tweed. La obesa figura que no tiene en su cerebro más que el signo del dinero, se llama ahora “Trumpito” e inspira tanto animaciones mordaces como caricaturas clásicas. En una de éstas últimas, titulada “Wall”, evoca sagazmente además al Humpty Dumpty que Alicia encuentra balanceándose sobre un muro. La fragilidad de la postura de Trumpito no sólo amenaza hoy su imagen, sino el cuerpo social de multitudes de inmigrantes.

Sin embargo, Sandra Ramos tiene la inteligencia artística y poética para comprender que las fuerzas en juego son mucho más que los bandos partidistas; que el signo del dinero identifica por igual el cerebro de todos los contendores: de ahí que esta artista, que pertenece a la generación post-utópica cubana bautizada como “la mala hierba”, aborde también las tensiones de un mundo donde la orden de las cabezas cortadas es dada por quienes se disputan el campo de fuerzas que define el curso de nuestros destinos.

Así instala numerosos “juegos” como una mesa de ping-pong encogida que tiene impresas en las raquetas los rostros de Hillary Clinton y Donald Trump; un ingenioso bingo en el que participan no sólo estos adinerados contendores sino los líderes de los regimenes dictatoriales de Corea del Norte, China y Rusia, entre otros. Si Trumpito protagoniza el “Golf-World”, el juego no es definitivamente sólo republicano ni norteamericano. Y lo que ocurre tiene dos características clave: los habitantes del mundo no aparecen porque aunque sus cabezas estén en juego no pueden definir ni un solo movimiento, y todo ocurre como si se tratara de una repetición incesante que deja la sensación de Déjà vu: lo que ahora se vive en un lugar parece haber sido vivido anteriormente. El poder es poco imaginativo y repite sus movimientos. Las yuxtaposiciones de espacios y circunstancias aparentemente dislocadas y absurdas son obra de los poderes enloquecidos y por ello el arte de Sandra Ramos destila esa extrañeza.

Publicación fuente ‘El Nuevo herald’