Manuel Díaz Martínez: Interviú a Allen Ginsberg

Autores | Memoria | 7 de julio de 2018

La muerte de nuestros contemporáneos nos envejece. Cuando en la foto de grupo en que estamos comienzan a clarear las filas, nos asalta la certeza de que nuestro tiempo se despide y nosotros nos vamos con él. La mancha de vacío que nos asedia se expande con cada figura que se borra, pero mayor es el terreno que gana el desamparo si la que abandona la foto significó algo especial en nuestra vida. Mucho ha significado Allen Ginsberg para mi generación. Este desvergonzado y sonriente judío de New Jersey, profeta de la inconformidad como Whitman lo fue del sueño americano, desde su místico vitalismo dio, a su manera, una respuesta afirmativa a la demanda de Albert Camus, herética para las cabezas esclavizadas de todas los dogmas, de aprender a vivir el tiempo de los rebeldes.

Al comienzo de los 60 llegó el joven Ginsberg a La Habana. Ya era uno de los astros de la constelación beat junto a Jack Kerouac, Lawrence Ferlinghetti, Jakson Pollock, Gregory Corso, William Burroughs y Robert Rauschenberg. Lo entrevisté para el Hoy, pero no pude publicar la entrevista: el cuaquerismo de izquierda, que es el reflejo especular del de derecha, la censuró. Y eso que no les dije a mis escandalizados superiores en el periódico que el poeta me había recibido impecablemente desnudo, sentado en el centro de la cama en posición yoga.

He aquí la entrevista, que permaneció inédita durante más de treinta años:

GINSBERG HABLA Y YO ANOTO

Allen Ginsberg, poeta norteamericano, joven apaleado, está en La Habana otra vez. Vino con su jacket de piel roto, sus zapatos de lona y sus barbas a lo Profesor Nimbus para decir lo que le guste o lo que le dé la gana en relación con los libros de poesía que participan este año en el Concurso Literario Latinoamericano de la Casa de las Américas. Es, pues, uno de los jueces del premio de poesía. Todos esperamos que su aullido se haga sentir.

Conversamos en la habitación 1802 del hotel Habana-Riviera. Me arrellano en un butacón, apresto la pluma y el cuaderno de notas y me dispongo a oír y escribir.

Ginsberg sonríe y comienza a soltar la lengua:

–Me gusta la revolución, pero me disgusta lo que sucede con los homosexuales, porque yo mismo soy homosexual.

Hace una pausa y saca una risita de triunfo de la misma forma como Mandrake saca un pollo de su chistera. Continúa:

–Es decir, no precisamente homosexual, pues lo mismo me gustan los hombres que las mujeres. Walt Whitman dijo que la homosexualidad no es un problema social, sino una forma, una variedad de la naturaleza humana. En este siglo mecanizado, la ternura entre los hombres sirve de buena simiente para la democracia y el comunismo. Como dicen los jóvenes poetas rusos, el comunismo viene del corazón, o lo que es igual, del feeling. Luego entonces no hay por qué cuidar policíacamente el corazón. He oído que aquí existe un Departamento de Lacras Sociales… Antes habría que investigar los sentimientos de los que trabajan allí, que no entienden los signos exteriores del feeling, como la ropa, el cabello, la expresión de la cara… No hablo ahora de homosexualidad únicamente, hablo de todas las variedades individuales del verano de los hombres en este siglo. Pero estoy complacido de ver que los verdaderos revolucionarios, la mayoría de los que encuentro, son gentes muy simpáticas y entienden este problema sin ansiedad histérica o puritana y tienen en sus ojos la vieja estrella cubana.

Vuelve a sonreír. Le gustó el hallazgo de «la vieja estrella cubana». Retoma la palabra:

–Una revolución debe abrir conciencias y sentimientos, debe ser una llamada al amor. Y el amor es real, es del cuerpo, no está en el cielo, como dicen los squares eclesiásticos y la gente cerebral, para quienes el amor no es más que un esquema mental.

Le disparo la primera pregunta:

–¿Ahora escribes algún libro?

–Estoy escribiendo un diario de mi estancia en Cuba. De estas notas y sueños saco mis poemas. Cuando regrese a Estados Unidos voy a escribir poemas sobre Cuba y los publicaré en Evergreen Review. Si escribo crónicas es seguro que tendré problemas con el Departamento de Estado.

Hay encima de la mesa una estatuilla de Buda bañada por la luz de la lámpara. Ginsberg ha recostado, a los hombros del minúsculo Gautama, unas varillas de olor muy finas, a las que acerca una y otra vez la llama de un fósforo. No logra prenderlas. Desiste y se queja de su gripazo. Le disparo la segunda pregunta:

–Como poeta, ¿qué es lo que actualmente te interesa más?

–Actualmente lo que más me interesa es explorar mi conciencia y mis sentimientos y comunicarlos a los demás y a mí mismo en un ritmo que pueda mover el cuerpo. La poesía es una cosa fisiológica, como la música de los santeros.

–¿A todos los poetas de tu grupo les gusta nuestra revolución?

–La mayor parte de los poetas norteamericanos de mi generación simpatizan con la revolución cubana, salvo algunos excéntricos, que simpatizan sólo con su excentricismo.

Me viene a la mente el plantón que le dio Sartre al Premio Nobel. Tengo delante de mí a Ginsberg y no quiero perder la oportunidad de hacerle esta pregunta:

–Si la Academia Sueca te concediera el Nobel, ¿qué harías con el dinero, en caso de aceptar el premio?

–Si la Academia Sueca me otorgara el Nobel, con el dinero compraría algunos kilogramos de marihuana; daría unos miles de dólares al grupo de muchachos que hace cinematografía del desnudo en Nueva York (la Film Makers Cooperative, de la revista Film Culture); daría otros miles de dólares a algunos poetas esqueléticos de los Estados Unidos y la India; me compraría una buena grabadora; finalmente, viajaría por Rusia y China durante dos años.

Le disparo la última pregunta:

–Si pudieras hablar con el comandante Fidel Castro, ¿qué problemas le plantearías?

–Le plantearía tres asuntos: a) la necesidad de cuidar el valor social y la sensibilidad de los que aquí llaman «enfermos»*; b) le recomendaría la legalización de la marihuana porque no forma hábito y no es tóxica, se usa en medidas de recreación y no de vicio y es una amenaza social menor que el tabaco y el alcohol y, además, facilita una percepción aguda de la mente; c) si es posible, dar un gran golpe de alma y propaganda, que hiciera tambalear a la revista Time y sacudiera toda la paranoia gubernamental de Estados Unidos, aboliendo la pena capital en Cuba. Se pueden buscar otros modos más agudos para tratar con los enemigos de la revolución. Por ejemplo, pueden darles hongos mágicos y ponerlos a trabajar en los ascensores del Habana-Riviera.

Me despido de Ginsberg. Él queda en la habitación 1802. Yo salgo al fresco del malecón.