Jorge Edwards: Persona non grata / Prólogo para generaciones nuevas

Archivo | Autores | Memoria | 28 de octubre de 2018
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Van a cumplirse treinta años exactos desde el día de fines de noviembre de 1970 en que recibí instrucciones de viajar a Cuba para abrir la nueva embajada chilena. En aquel entonces yo era diplomático de carrera y estaba destinado como consejero de la embajada de Chile en Lima.
Todos los Estados miembros de la Organización de Estados Americanos, la no muy afamada OEA, con la sola excepción de México, habían acordado romper sus relaciones con Cuba en 1964. Salvador Allende, que había asumido la presidencia de Chile en los primeros días de noviembre del 70, era el primer gobernante latinoamericano que reanudaba aquellas relaciones. Y a mí, con mis Cartas de Gabinete colocadas en una carpeta oficial, con mi máquina de escribir portátil, desde una habitación en menos que regular estado del Hotel Habana Riviera, me tocaría ser el símbolo encarnado, la representación personal de los nuevos vínculos entre la naciente revolución chilena y el castrismo. Símbolo frágil, como se puede observar, y puesto en duda y hasta en solfa desde un principio. ¿Por qué, se preguntaban unos, el primer diplomático de los nuevos tiempos y el último del Ancien Régime, del Antiguo Régimen, tienen el mismo apellido? ¿Se trata, acaso, de una familia inmortal? Nadie en Chile, ni yo mismo, se había percatado del alcance de nombres, pero la coincidencia no dejaba de prestarse para interpretaciones intencionadas. ¡De qué revolución chilena nos estaban hablando! Otros, mejor informados, más sutiles, sostenían que un amigo de Pablo Neruda, poeta estalinista convertido con el paso de los años en escritor reformista, altamente sospechoso de aburguesamiento, no era la persona más indicada para asumir estas funciones. Al fin y al cabo, algunos de los personajes cubanos de la misma línea de Neruda, miembros de la vieja guardia comunista, como era el caso de Joaquín Ordoqui y de Edith García Buchaca, se encontraban desde hacía años en residencia vigilada en La Habana. En las manos astutas de Fidel Castro, el antiestalinismo era un instrumento más, paradójico y sumamente útil, para dividir y reinar. Fidel usaba la crítica de Stalin para construir su estalinismo propio. Muchos no terminan de entenderlo, y es probable que no lleguen a entenderlo nunca.
     La misión diplomática mía tenía que ser necesariamente breve. En la Constitución Política de la época, los embajadores eran designados por el presidente de la República, pero el nombramiento tenía que ser aprobado en sesión secreta por el Senado. Mi mandato sólo consistía en hacer los primeros contactos formales con el gobierno de Cuba, abrir la embajada y esperar la llegada del embajador. Después debía partir a Francia para trabajar como ministro consejero de Pablo Neruda, ya nombrado embajador en París del gobierno de la Unidad Popular. Lo que nadie había previsto era que la primera persona propuesta para la embajada en Cuba por Salvador Allende, el ahora senador socialista Jaime Gazmuri, fuera rechazada por el cónclave de los senadores, como en efecto ocurrió un par de meses más tarde. Cuando recibí la información oficial y se la transmití a uno de los directores del Ministerio de Relaciones Exteriores cubano, su reacción espontánea, expresión de confianza y de amistad con nosotros, fue la siguiente: ¿Y por qué no cierran ustedes el Senado? Como todos saben, el cierre del Congreso fue una de las primeras medidas tomadas por la Junta Militar chilena, cerca de tres años más tarde. Desde esa perspectiva, la frase del funcionario cubano, propia del desdén de la época por la llamada «legalidad burguesa», suena hoy como una muestra perfecta de humor negro.
     Eran otros tiempos, otro mundo: una atmósfera política, social, cultural, muy difícil de entender para las generaciones de ahora. Este libro podría servir, quizás, para empezar a captar algunas de las claves de aquella prehistoria. No es que las generaciones actuales demuestren mucha curiosidad por el tema, pero sucede que el presente, a pesar de las abismales diferencias, del largo camino recorrido, viene de allá. La euforia de aquellos años era engañosa. Era un producto de los buenos deseos, más que del examen riguroso de los hechos. La fragilidad del socialismo real, la atmósfera represiva de las sociedades comunistas, el fracaso estrepitoso de las economías centralizadas o «centralmente planificadas», para utilizar la jerga de entonces, ya eran más que visibles. Los buenos observadores sabían muy bien a qué atenerse. Pero formaban parte, estos buenos observadores, de una minoría ínfima, sospechosa por definición, que tenía necesidad de esconderse y de funcionar como masonería, como sociedad de iniciados.
     Eran, pues, otros tiempos y, más que eso, otros signos, otros códigos y lenguajes. Los buenos entendedores observaban con preocupación, con alarma, y callaban, o intercambiaban gestos de complicidad. Ser admitido a conversaciones entre viejos militantes y compañeros de ruta, como me sucedió más de una vez, sobre todo en el París de los años sesenta, era una fuente de sorpresas continuadas. Los neófitos, los ingenuos, perdíamos la inocencia política por la vía más rápida. «¡No hablan en serio!», me advirtió una vez, desesperado, Jean Marcenac, traductor de Neruda, acólito de Louis Aragon, mientras los dos poetas que habían salido del estalinismo hacía pocos años despotricaban, con la mayor seriedad de este mundo, contra la burocracia y la censura de la era de Leonid Brejnev. Yo callaba, y me decía que la cara de espanto de Marcenac era más reveladora que las palabras de Aragon y Neruda.
     De hecho, había unos «happy few», para citar a Stendhal, quien, en sus años maduros, escribía en el receso de un temporal revolucionario, pero los tiempos, y las privilegiadas minorías, distaban mucho de ser felices. La ola del dogmatismo, de la obcecada ingenuidad, de los fervores juveniles utópicos, se alzaba con estruendo, voluntarista, escasamente racional, poderosa y peligrosa. Y tendría consecuencias graves, dramáticas, que hasta hoy perduran. Habíamos asistido a una serie constante, no interrumpida, de sucesos reveladores, ominosos, y que la abrumadora mayoría no sabía o no quería interpretar. En octubre de 1967, el Che Guevara, después de un largo y angustioso asedio, en absoluta desigualdad de condiciones, fríamente abandonado a su suerte por Fidel Castro (los datos que conocemos ahora no permiten hablar con eufemismos), había sido derrotado y ultimado a tiros en el pueblo de La Higuera, cerca de Vallegrande, en el interior de la selva de Bolivia. Era el comienzo de un final, la demostración de un fracaso, una advertencia para la revolución de América Latina y de todo el Tercer Mundo, aun cuando pocos lo entendieron de esta manera. En sus memorias, Régis Debray cuenta que Salvador Allende, a quien vio en las primeras semanas de su presidencia, tenía en su escritorio una foto del Che dedicada: A mi amigo, etcétera, que va al mismo fin por otro camino. Todos creían, comenta Debray, que el fin común de ambos personajes era la Revolución, y no se daban cuenta de que era, en realidad, el suicidio. ¿Lo comprendió así Debray al leer la dedicatoria, poco después de salir de la cárcel boliviana y al visitar el Chile de los primeros días de Allende, o cayó en la cuenta largos años más tarde, al rememorar los sucesos para escribirlos?
     Alrededor de un año antes de aquel desenlace trágico, los escritores e intelectuales de Cuba publicaron su famosa carta contra Pablo Neruda, documento que fue distribuido en el mundo entero, con gran despliegue de medios, por las instituciones oficiales cubanas. En ella se acusaba a Neruda de los peores crímenes de lesa Revolución, y sobre todo de haber viajado a Nueva York invitado por el Pen Club y de haber aceptado a su regreso una condecoración y un almuerzo del presidente peruano Fernando Belaúnde Terry. La carta era un signo más de los tiempos, y Neruda, su destinatario, la entendió así desde el primer instante. Era la demostración de que la ortodoxia pacifista, gradualista, no partidaria de la violencia armada, que defendía entonces el PC chileno, era mal vista por el Vaticano de La Habana, al menos en aquel momento. Acabo de leer en un artículo de crítica literaria aparecido en la prensa española que la carta era producto de la «envidia a Neruda» de dos a tres de sus firmantes. La interpretación no puede ser más inocente y más inexacta. Ninguno de sus autores habría soñado con adherir a un ataque a una de las figuras emblemáticas del PC chileno sin recibir instrucciones expresas del Jefe Máximo. Sin dichas instrucciones, el texto tampoco habría alcanzado la enorme difusión internacional que de hecho alcanzó. La carta abierta de los intelectuales cubanos a Pablo Neruda, documento de sorprendente virulencia verbal, anunciaba, por el contrario, que vendrían tiempos de confrontación, de acusaciones y exclusiones tajantes, de choque directo, de militarización de la vida política, nos gustara o no nos gustara. Acaba de darse a conocer en estos días, a propósito de una entrevista al poeta Juan Gelman publicada por la revista chilena Ercilla en los comienzos del allendismo, una dolida carta dirigida por Neruda al entrevistador. Gelman había declarado que el autor de Canto General pertenecía ahora plenamente a la derecha, ¡ni más ni menos!, y no tenía nada que ver con la política revolucionaria. Envidia, replicaba Neruda, como el crítico madrileño de un comentario reciente, pero él no quería ni podía darle luces al redactor de una revista «burguesa» sobre el mar de fondo que había entre el comunismo ortodoxo y la Revolución Cubana en su vertiente guevarista. Al iniciar el Che Guevara su lucha guerrillera en Bolivia, esta división se manifestó del modo más claro. Ni el partido boliviano ni el chileno vieron con simpatía la empresa del Che. Sabían que la expedición estaba condenada desde un principio y que aliarse con ella podía costarles muy caro. Poco después, durante todo el proceso de la Unidad Popular, el PC chileno actuó con una desconfianza muy parecida frente a la agitación vociferante y poco eficaz de la ultraizquierda. Sus dirigentes recordaban a cada rato el famoso panfleto de Lenin sobre el ultraizquierdismo como «enfermedad infantil del comunismo». La incapacidad de Salvador Allende y de los sectores moderados de su coalición, entre los cuales figuraba en lugar destacado el PC, para frenar la acción de los sectores de extrema izquierda, adquirió pronto los caracteres de una gran tragedia política.
     El Chile donde nunca pasaba nada, el de nuestra difícil pero, en el fondo, tranquila juventud, el del centro político dominado antes por el Partido Radical y ahora por la Democracia Cristiana, el de los presidentes de la República que paseaban por las calles de Santiago acompañados de un par de amigos y seguidos a distancia prudente por uno que otro guardaespaldas discreto, estaba destinado a desaparecer. Ninguna mirada lúcida podía dudar de este hecho, que había pasado a formar parte de un destino histórico. Los representantes de la vanguardia ideológica, léase, los partidos comunistas promoscovitas, se habían colocado en la retaguardia, como diría Fidel Castro en uno de sus discursos. Habían brotado otras fuerzas revolucionarias, incluso en el interior de la Iglesia Católica. Una persona que estudió teología en aquellos años me habla del ambiente enloquecido que imperaba en el interior mismo de la Universidad Católica de Santiago, de las acusaciones furibundas contra el cardenal Raúl Silva Henríquez, héroe poco tiempo después de la defensa de los derechos humanos frente a la dictadura militar, pero tildado en aquellas vísperas por muchos aspirantes a teólogos de la liberación de «agente del imperialismo». Es curioso el olvido en el que yacen ahora todos estos conflictos. Se diría que el recuerdo no le gusta a nadie, a ninguno de los que participan todavía en lo que podríamos llamar la cultura de la izquierda. Es demasiado sintomático. Nos obliga a entrar, en la práctica, en algunos de los abismos de la historia reciente, y da la impresión de que todavía, a pesar de todo lo que el mundo ha cambiado, resulta más seguro ser prudente y abstenerse.
     El anuncio de los tiempos que se acercaban se hizo más claro y a la vez más sombrío en los días del Congreso de Cultura de La Habana de comienzos del año 1968. Las divisiones de la izquierda europea y latinoamericana se manifestaron en un incidente que tuvo, en un comienzo, por lo menos, caracteres cómicos. Un grupo de simpatizantes del surrealismo y del trotskismo le propinó patadas vengativas en el trasero a David Alfaro Siqueiros, quien había organizado un atentado contra Trotski en el México de 1940, algún tiempo antes del atentado mejor planeado desde Moscú y que le causó efectivamente la muerte. Pero las patadas en el antiguo culo estalinista de una de las cabezas del muralismo mexicano, acompañadas de gritos de «¡Por Trotski!», no quedaron ahí. Hubo un acto formal de desagravio presidido por el poeta Nicolás Guillén. Y el Ministerio de Cultura de Cuba trató de imponer una declaración final del Congreso apelando al viejo y conocido sistema de la mano levantada. No había necesidad de una lectura demasiado sutil de todos estos signos, sólo contradictorios en apariencia. Se terminaba para siempre el periodo espontáneo, libertario o seudolibertario, de la Revolución Cubana. El castrismo ingresaba al orden de la Guerra Fría y pasaba a formar parte, sin nuevas veleidades anarquizantes o independentistas, del Bloque Soviético. El Che Guevara, visto con notoria antipatía por el oficialismo moscovita, había pagado con la vida sus errores estratégicos, pero la astucia de Fidel Castro, maestro de la propaganda y de la manipulación de los medios, transformaría su nombre en un emblema internacional, un poderoso símbolo movilizador.
     La rebelión estudiantil de la primavera del año 68, que culminó en el mes de mayo en París y que conoció brotes de diferente magnitud en todo el mundo occidental, estuvo llena de retratos y de alusiones al Che Guevara, el héroe recién desaparecido, pero omitió en forma deliberada a Fidel Castro. Hemos desfilado en una jornada gloriosa, estudiantes unidos con obreros, declaró en uno de aquellos días Daniel Cohn-Bendit, y no importa que hayamos llevado a la rastra a la «crápula estalinista». Ya se sabía que Fidel se había subido con camas y petacas al carro del posibilismo, el de la razón de Estado, y había pasado a formar parte, por lo tanto, de aquella crápula. De una vez y para siempre. Su amigo Salvador Allende no lo comprendió con la suficiente claridad, con el rigor lógico indispensable, y en definitiva pagó las consecuencias de esta falta de lucidez. Cuando escribo estas líneas, su estatua se instala en la Plaza de la Constitución de Santiago de Chile, junto a las de Jorge Alessandri Rodríguez y Eduardo Frei Montalva. Es un conjunto kitsch: monumentos con bigotes, con anteojos, con hebillas, botones y corbatas. Al fondo vigila Diego Portales, el ministro de hierro, el modelo de todos los autoritarismos de los siglos XIX y XX, sin excluir, desde luego, al del general Pinochet. Es un ingreso melancólico al orden, por lo menos al de las estatuas y los manuales de historia. Pero Allende, pese a todo, representó la ilusión popular y la causa de los más humildes. Con resultados prácticos discutibles, desde luego, pero con una carga simbólica que no se puede negar y que perdura.
     El giro del mundo comunista quedó en la más completa evidencia poco después de la estudiantina del mes de mayo, cuando Fidel Castro aprobó la intervención en Praga de los tanques del Pacto de Varsovia. De regreso de cinco años de diplomacia en la embajada chilena en Francia, me encontraba en ese momento a la cabeza del Departamento de Europa Oriental de nuestro Ministerio de Relaciones Exteriores. «Como eres medio rojillo», me había dicho el ministro Gabriel Valdés, «hazte cargo de esta sección nueva y explora las posibilidades que nos ofrece el bloque soviético». Mi trabajo me ponía en contacto diario con los diplomáticos del bloque. Me convertía en un experto en el doble lenguaje y llegaba a la rápida conclusión de que la disidencia se escondía en las cúpulas más altas de las sociedades y hasta de la diplomacia socialista. Los únicos revolucionarios convencidos eran los jóvenes recién llegados a la izquierda, las diversas categorías de advenedizos del socialismo real, entre los cuales había teólogos de la liberación y guerrilleros en ciernes, hijos descarriados, muchos de ellos, de familias burguesas, tema que recogí en forma de novela en Los convidados de piedra. El lenguaje doble también se practicaba, por lo demás, en los escalones superiores del partido chileno. Al día siguiente o subsiguiente de la invasión de Checoslovaquia, en agosto de 1968, cené en casa de un dirigente comunista con Pablo Neruda y Matilde, con otros miembros de la jerarquía y con algún compañero de viaje. Fue una conversación llena de filigranas y en la que no se mencionó en ningún momento el tema del día, que ocupaba sin embargo todas las primeras planas de los periódicos y todas las pantallas de la televisión. Era un milagro de discreción. O una forma perfecta de hipocresía. Yo sabía que el embajador checo había visitado en la tarde al ministro Valdés y le había asegurado con lágrimas en los ojos que nadie, ningún miembro de su gobierno, había pedido la intervención de las tropas soviéticas en Checoslovaquia a fin de contrarrestar la supuesta acción del imperialismo norteamericano, como era la versión oficial propagada desde Moscú. A la salida de la cena, en una de las típicas despedidas chilenas que pueden prolongarse en la calle, junto a la puerta de los automóviles, durante horas, le preguntamos a Neruda si pensaba viajar a Europa, ya que tenía un proyecto de viaje muy anunciado. «No», dijo Neruda, con una cara entre cómica y patética: «La situación está demasiado checoslovaca». Eso fue todo, y era, como se puede apreciar, más que suficiente.
      En enero del año 70 fui nombrado consejero de la embajada chilena en Lima. Iba a encontrarme en el Perú, en plena dictadura militar «de izquierda» del general Velasco Alvarado, durante todos los agitados meses anteriores a las elecciones presidenciales chilenas de septiembre de ese año. Ya me había sorprendido en Santiago, mientras entregaba la jefatura del Departamento de Europa Oriental, el hecho de que la casi totalidad de los diplomáticos de aquella parte de Europa, sin excluir a los soviéticos, fueran abiertamente partidarios de la candidatura demócrata-cristiana y oficialista de Radomiro Tomic y no de Salvador Allende, quien proponía, sin embargo, una transición pacífica y por la vía electoral al socialismo marxista. Todos o casi todos, en resumidas cuentas, preferían un reformismo sin sorpresas, continuador del régimen de Eduardo Frei Montalva, a la incógnita representada por Salvador Allende y la Unidad Popular. A todo esto, antes de que los partidos de la coalición de izquierda se pusieran de acuerdo con la postulación de Allende, Neruda había sido presentado como el precandidato del Partido Comunista. En esa etapa, mientras hacía su campaña por todo el país, él miraba la posibilidad de Allende con franca reticencia. Manifestaba a todo el mundo su simpatía por una candidatura eventual de Gabriel Valdés, el ministro de Relaciones Exteriores de Frei y el hombre que había impulsado la apertura diplomática con los países del Este. La preferencia por Valdés implicaba un juicio bastante claro sobre Allende y sobre lo que podría significar el allendismo en el gobierno. Aunque el PC no fuera tan lejos en sus posiciones oficiales, la actitud de su precandidato a la presidencia no podía desdeñarse. Era un signo que había que interpretar. Ahora bien, desde el punto de vista de la Revolución, de la «Revolución idolatrada», como decía un poema un poco anterior, es probable que Juan Gelman y sus amigos tuvieran razón, pero lo que postulaba Neruda en esos días era una política posible para Chile, no un camino al conflicto abierto. Y ya sabemos en qué desembocó ese conflicto.
     A pesar de los lenguajes dobles y de los silencios estratégicos, las cosas empezaban a verse claras. Las elecciones chilenas de septiembre de 1970 ya no serían un episodio local, provinciano, ajeno al mundo exterior, consignado en pocas líneas de la prensa internacional, como las elecciones de épocas anteriores. Chile se había enredado en los vericuetos de la Guerra Fría y ya no saldría fácilmente de ahí. En una sola jornada electoral se podría decidir el paso de un sistema político al otro. Por eso empezaban a intervenir en el país, en forma abierta, pero sobre todo bajo cuerda, con medios lícitos e ilícitos, sin detenerse de hecho ante nada, todas las fuerzas de la escena internacional. Nos habíamos transformado sin darnos cuenta, el pacífico y remoto Chile, en el país donde nunca pasaba nada, como repetían los chilenos, en uno de los campos de batalla de la Guerra Fría, un Vietnam que todavía estaba en su fase pacífica. Los norteamericanos, que nunca habían estado ausentes de la política chilena, intervendrían ahora en forma descarada y apresurada, con escasa visión, con medios torpes, con muchos dólares, con el propósito abierto y plenamente compartido por amplios sectores internos de frenar a toda costa y a cualquier precio el proceso revolucionario. Recordemos que era la Norteamérica de Richard Nixon y que su asesor en cuestiones internacionales era Henry Kissinger. Los soviéticos de la era de Leonid Brejnev, por su parte, alarmados, conscientes de que no podrían sostener a otra Cuba, esta vez más grande y más costosa, en plena esfera de influencia de los Estados Unidos, tratarían a toda costa de moderar y de manejar dicho proceso. Uno de sus objetivos centrales, como ya se sabe a través de los archivos secretos de la KGB, consistiría en ofrecer importantes créditos para abastecer a las fuerzas armadas y establecerse en esta forma en el centro del poder militar. Los cubanos, por su parte, a través de sus aliados de la extrema izquierda, intentarían acelerar la entrada de Chile en la revolución y hacerla irreversible. Así podían distraer la presión que se ejercía contra ellos y contar con un aliado seguro e incluso manejable en el sur del continente.
     Permanecí en mi puesto en Lima en los días de las elecciones presidenciales, sin hacer el menor esfuerzo para viajar a votar a Santiago. Sabía que el triunfo de Salvador Allende, que sería inevitablemente un resultado de minoría, con una mayoría de votos sólo relativa, provocaría una división tajante, de largas e incalculables consecuencias, en la vida chilena. Permanecer en la embajada en Lima en mi puesto de consejero vino a ser una buena manera de abstenerse. Como era previsible, Allende ganó la elección con alrededor de 37% de los votos, menos del porcentaje que había obtenido en la elección de 1964, y seguido por el candidato de la derecha, Jorge Alessandri. Era la peor de las coyunturas que se podían presentar: Allende no tendría más remedio que promover cambios revolucionarios, pero lo haría desde una base frágil y en una atmósfera internacional altamente peligrosa.
     Viajé a Santiago pocas semanas más tarde, después de presenciar escenas de pánico y de verdadera locura entre los burgueses chilenos residentes en Lima, y fui a visitar a Pablo Neruda a su casa del cerro San Cristóbal. Me hicieron subir hasta su biblioteca, construida en el lugar más alto del sitio en pendiente, y el poeta, mientras bajaba unas gradas, me dijo, como ya también lo he citado, que lo veía todo negro. Percibía por todos lados una atmósfera de violencia en erupción, de guerra interna en ciernes, un aire tenso y denso, que se podía cortar con un cuchillo, y a mí me pareció que su percepción era enteramente realista. Después me tocó estar con Salvador Allende en su casa de la calle Guardia Vieja, en vísperas de la reunión del Congreso Pleno que debía decidir entre las dos mayorías relativas, la suya y la de Jorge Alessandri Rodríguez. Esto ocurría, si no me equivoco, durante un almuerzo de escritores y de personas amigas convocado por Tencha Bussi, su mujer. Allende me llevó durante la sobremesa a un rincón que hacía las veces de escritorio; allí, junto a una estantería de libros, cerca de una fotografía del Che Guevara, ¿la misma de Régis Debray?, me transmitió, como Neruda, una visión de violencia, de peligroso trastorno de la convivencia chilena. Él debía pronunciar al día siguiente un discurso en la plaza Victoria de Valparaíso y había indicios serios de que intentarían atentar contra su vida. «Pero no puedo andar escondido», me dijo: «Tengo que correr riesgos». Supongo que la noción de una guardia personal, diferente de la que podía ofrecerle el ejército o el Cuerpo de Carabineros, el grupo especial que él definiría después ante el Parlamento como Grupo de Amigos Personales, GAP, con fuerte influencia y hasta con estilo cubano, ya estaba en la mente suya y de muchos de sus compañeros. Era una protección de visión corta, que provocaba irritación entre los militares y en muchos otros sectores, y que no podría impedir nada en el momento en que las Fuerzas Armadas tomaran la decisión de intervenir.
     Regresé a Lima y a los tres o cuatro días supe la noticia del intento de secuestro del general René Schneider, comandante en jefe del ejército, y de su asesinato a tiros. Los conspiradores, en lugar de provocar, como esperaban, una intervención militar en la vida política, con el comandante Schneider secuestrado, habían producido el efecto contrario: una reafirmación de la legalidad, fenómeno que favorecía plenamente la causa de Allende y que resultó determinante, de hecho, para su elección por el Congreso Pleno pocos días más tarde.
     Volví a estar en Chile en los días de la transmisión del mando presidencial, en la primera semana de noviembre del año 70, como edecán de la delegación peruana, que presidía uno de los miembros del gobierno militar del Perú, el general Edgardo Mercado Jarrín. Sólo me acuerdo bien de una cosa: del silencio de Mercado Jarrín cuando salieron a relucir las imágenes del Che Guevara en una fiesta en el Estadio Nacional, silencio que contrastaba con su interés y hasta su entusiasmo cada vez que se mencionaba al presidente saliente, Eduardo Frei Montalva. Pensar que la llamada Revolución Militar del Perú podía mirar con buenos ojos una revolución marxista de su vecino del sur era otra de las ingenuidades de la época.
     En aquella transmisión del mando tuve otra experiencia reveladora. Por intermedio de Enrique Bello, una de las personas mejor intencionadas que he conocido, periodista de temas culturales y hombre cercano al PC, conocí a dos miembros de la delegación oficial enviada por Polonia comunista: Yanek y Yolanda Osmancic. Yanek era parlamentario y especialista en derecho internacional. Yolanda era periodista. Las observaciones de ambos frente a los sucesos de Chile eran cautelosas, reservadas. Confirmaban mi sospecha de que el escepticismo y la franca disidencia habían penetrado hasta en los escalones más altos de los países del bloque soviético. Yolanda siguió viaje a Lima y la hice invitar a una cena de la embajada de Chile en el Perú. «¿Ustedes saben en qué se están metiendo?», preguntó ella de repente, en voz alta, mirando a toda la concurrencia. Ellos, en Polonia, sabían, sin la menor duda, y a nosotros nos quedaba mucho por aprender. Años después, cuando yo había publicado este libro y vivía en un virtual exilio en Barcelona, me llamaron desde Madrid. Era la época en que el régimen polaco se tambaleaba y en que se iniciaba la transición en España. Me anunciaron que deseaban detenerse en Barcelona y conversar conmigo, antes de seguir viaje a Varsovia. Fuimos a un restaurante de las ramblas y comimos unas tapas en el mesón. Ellos estaban encantados. No tenían nada, dijeron, en contra de la sociedad de consumo. ¡Más bien lo contrario! Y Yanek, a propósito de Persona non grata, que acababa de hacer rasgarse las vestiduras a buena parte de la izquierda europea y latinoamericana, me comentó textualmente: «Tú te has limitado a ver y contar que el rey anda desnudo». Yanek murió años más tarde, agotado por su participación en la lucha del sindicato Solidaridad contra la dictadura del general Jaruszelski. Alguien, una personalidad de la vida intelectual de su país, me dijo que si no hubiera muerto, probablemente habría sido presidente de Polonia después de la caída del comunismo.
     Dos o tres semanas después de regresar a Lima, como lo cuento al comienzo de este libro, recibí un llamado por teléfono. Por expresa voluntad del presidente de la República, debía viajar de inmediato a Chile a recibir instrucciones y dirigirme en seguida a La Habana como encargado de Negocios, con la misión de abrir allá la primera embajada chilena después de siete años de ruptura de relaciones. En mi breve viaje a Santiago me tocó ver de nuevo a Salvador Allende, pero ya como presidente y en su residencia de la calle Tomás Moro, hasta donde se había trasladado desde su modesta casa de Guardia Vieja. Mi primera impresión fue francamente extraña. Había jóvenes de su recién formada guardia personal, el famoso GAP, sentados en los rincones de una galería, más o menos despaturrados, que me seguían con la vista con caras de ostentosa indiferencia o de poco disimulada desconfianza. Una de las hijas del presidente, que mostraba un paquete de cigarrillos cubanos, Populares, y que no podía, por lo visto, fumar otra cosa, me pidió que le mandara cigarrillos de Cuba apenas pudiera. El presidente, por fin, me hizo pasar a una sala donde se encontraba en compañía del director de Punto Final, semanario que representaba a los sectores castristas y del Mir del Chile de aquellos días y que atacaba con frecuencia a los escritores tildados de reformistas o de burgueses, Pablo Neruda, Mario Vargas Llosa y hasta yo mismo entre ellos. En ese curioso ambiente, Salvador Allende me llevó a un lado. Los «sabios» del Ministerio, me dijo, le habían insistido en que yo, conocido como intelectual de izquierda e invitado dos o tres años antes por la Casa de las Américas de La Habana, debía ir a Cuba para abrir la embajada chilena. Él, por el contrario, creía que yo estaba muy lejos de ser la persona más indicada para cumplir esa misión. Podía prestar muy buenos servicios a la diplomacia chilena sin salir de mi puesto de consejero en Lima. En cambio, cualquier problema que surgiera entre Cuba y Chile podría ser resuelto con un simple llamado por teléfono de él a Fidel Castro. ¿Qué sentido tenía sacarme, entonces, de mi trabajo en el Perú? Ahora, por desgracia, mi nombramiento ya había sido comunicado a la prensa y no había más remedio que seguir adelante
     El asunto era contradictorio, puesto que el alto funcionario que me había llamado por teléfono a Lima había dicho exactamente lo contrario, y no dejaba, por lo mismo, de ser inquietante. Debí darle más importancia, pero ahora no sé si las palabras del presidente, que constituían una señal de alarma, me entraron por un oído y me salieron por el otro. Había comenzado para mí una aventura diplomática que parecía fascinante, y no era fácil que me convencieran de otra cosa. Me dijeron en el Ministerio que mi colega cubano, el que cumpliría con la misión de abrir la embajada de Cuba en Santiago, ya estaba instalado. Hablé con él por teléfono y partí a hacerle una visita de cortesía. Toqué el timbre a la hora convenida en una casa del barrio alto, cerca de las embajadas de Gran Bretaña y de España, sector convulsionado hasta hace pocos meses por las protestas de los pinochetistas contra la detención del general en Inglaterra, y al cabo de un rato más bien largo salió un joven con un manojo de llaves. La puerta de rejas estaba cerrada con una cadena de varias vueltas y con un poderoso candado. El interior, de paredes de un blanco sucio y enteramente desnudo, tenía dos o tres mesas y unas cuantas sillas. Supe de entrada que mi colega, Luis Fernández Oña, había llegado con la delegación cubana a la transmisión del mando y se había quedado en Santiago. Después asumiría el cargo de ministro consejero de la embajada de su país y contraería matrimonio, al poco tiempo, con una de las hijas del presidente, la que fumaba, precisamente, cigarrillos Populares. La historia tuvo un final triste y trágico. Después del golpe militar, la pareja consiguió escapar a La Habana. Pero Fernández Oña, miembro del aparato de Seguridad del Estado y conocido en Cuba con otro nombre, se volvió a reunir con su primera esposa y abandonó en su exilio a la hija del presidente Allende. Ella, profundamente deprimida, se suicidó en La Habana poco tiempo después. Es una historia dolorosa, que preferí no contar en las primeras versiones de este libro, pero que ahora, con la distancia de un cuarto de siglo, me parece importante conocer.
     Como se puede apreciar, las advertencias no me faltaron antes de partir en un largo viaje a Lima, a México y a La Habana. La verdad es que dominó la curiosidad, el espíritu de aventura, y no les presté una atención excesiva. Compré un par de gruesos cuadernos de croquis y me propuse llevar un diario minucioso. Ese cuaderno se podría convertir gradualmente, a medida que pasaran los días, en un libro, un texto de naturaleza muy diferente a la de mis obras anteriores, una escritura en la línea del memorialismo de Vicente Pérez Rosales, de Stendhal, de Jean-Jacques Rousseau, de tantos otros de mis autores predilectos. Lo que me tentaba, en el fondo de todo, era escribir un texto sin ficción, de cosas vistas y vividas, pero a la manera de la ficción, con el ritmo, con el detalle, con la distancia y hasta el humor propios de la novela. Así, con las primeras líneas anotadas en tinta negra en el cuaderno de croquis, comenzó la historia no bien prevista por mí, mucho más larga y más intrincada de lo que me había imaginado en un comienzo, de Persona non grata. En los prólogos anteriores intenté contar la historia del libro después de publicado. Ahora me ha parecido más interesante transmitir una impresión de las vísperas, de la increíble y ya olvidada atmósfera de los años y los meses inmediatamente anteriores. El viaje estaba destinado a ser un desplazamiento en el espacio y también en el tiempo: el encuentro de un mundo, el que yo llevaba a cuestas, el del Chile distraído y provinciano, pero, pese a todo, democrático, con otro enteramente ajeno y que se podría definir, quizás, como el de la necesidad revolucionaria. Yo no lo sabía, o no lo quise saber, a pesar de los signos diversos y que se acumulaban. Lo que escribí, por consiguiente, a mi manera, fue un texto de formación, de aprendizaje por el camino más arriesgado y más imprevisto. Fue un auténtico descenso a los infiernos, pero emprendí la marcha con ánimo desaprensivo, con sentido casi deportivo, y salí con algunos pelos chamuscados, como no podía ser menos, pero bien parado, después de todo.

Publicación original en Letras Libres (2001)