Jossianna Arroyo-Martínez: Lectura del universo femenino de Lydia Cabrera
Este patakí o historia de santo dialoga con los temas principales que serán el punto de partida de este ensayo. Por un lado, la ley de Ifá, asociada con Orula como un espacio del saber masculino, y por el otro, el “atrevimiento” femenino de Yemayá, la esposa de Orula que se atreve a consultar el tablero a sus espaldas. Yemayá adivina “a escondidas” de su marido, y busca ante todo hacerle un servicio a la comunidad. Más, sin embargo, su tipo de saber, la pone en contra de la ley del espacio doméstico —de su casa— y más aún de la ley de Ifá, o sea la de la cultura definida a través del orden patriarcal. También, el conocimiento de Yemayá es, en ese sentido, un servicio hecho para el bien de la comunidad, pero que va en contra de la ley que define la cultura yoruba, específicamente, sus leyes sobre lo masculino y lo femenino.
De cierta forma el dilema de Yemayá “quien consulta a espaldas de su marido” y ofrece otro tipo de conocimiento necesario para la comunidad es el que enfrenta la mujer que escribe sobre la cultura. Y, a pesar de que lo que James Clifford ha definido como “writing culture” se da un cruce entre los saberes científicos, subjetivos y ficcionales de la escritura, la mujer etnógrafa se enfrenta a una serie de contradicciones, que problematizan esta forma de “escribir la cultura.” Es así como la escritura etnográfica femenina se define como una práctica en la que “writing culture” —escribir la cultura— se convierte en una forma de “writing against culture” o escribir en contra —o de espaldas a— la cultura (Abu-Lughod, Behar). La etnógrafa escribe “de espaldas a la cultura” porque su escritura aparece —tanto a niveles académicos, como dentro de la comunidad científica de etnográfos— como una crítica de las nociones de la objetividad pura, y del sujeto masculino que escribe y que se define como un sujeto occidental. El escribir la cultura plantea la salida de la mujer a la calle, la entrevista con sus sujetos, y el encuentro solitario y subjetivo con la escritura. También crea, según Ruth Behar, un puente problemático entre los “otros” que son objetos de estudio y la mujer etnógrafa. Parecería que la investigadora tiene que tener una voz propia, pero su cuerpo tiene que desaparecer. Más aún, la mujer que escribe tiene que verse en un doble espejo: “A woman sees herself being seen […] she wonders how the “discipline” will view the writing she wants to do” (2). En el caso de una mujer, que es al mismo tiempo, una etnógrafa nativa, esta doble conciencia adquiere un matiz interesante: su habla y la de sus “otros” está contaminada por un espacio mutuo, pero que a niveles de género, raza y clase, se problematiza constantemente .
Para la etnógrafa y folklorista cubana Lydia Cabrera la escritura fue un espacio para situar las memorias de su niñez y más adelante, un puente de conexión con Cuba. En sus textos, asumidos como: “notas en desorden”, “conversaciones sin guía” o “escritos sin pretensión científica” aparece esta doble conciencia que se localiza como “saber situado” en todos sus textos (Haraway). Los “saberes situados” revelan una serie de posiciones de sujeto en en el que el saber científico se “localiza” y se sitúa de modos objetivos y subjetivos. En el caso de Cabrera, aunque la escritura sigue siendo el espacio de mediación, contactos y conflictos con las voces de sus otros, lo femenino, y el universo de lo femenino añade “otra” ley textual, que se abre a nuevos diálogos. Por un lado, al diálogo con los informantes y sus mitologías y por el otro, a una crítica del canon etnográfico y folklorista en Cuba. Podría decirse, que a partir de sus usos y representaciones de lo femenino, Lydia Cabrera completa el imaginario sugerente de la identidad cubana como máscara de lo femenino de la etnografía de Fernando Ortiz. Una mirada crítica a la obra de ambos autores revela un diálogo crítico y sugerente. Y, aunque Cabrera abre el espacio de la diferencia cuando afirma: “nunca hice ni he hecho vida intelectual”, reconoce, sin duda, el valor inmenso de la obra de Ortiz, lo que hace que muchos la vean como su continuadora. Sin embargo, y aunque ambos escritores utilizan el discurso genérico-sexual—Ortiz como un «contrapunteo» y Cabrera como parte de la oralidad del mito— Cabrera «escribe» el género y la sexualidad desde lo femenino y de las atracciones “queer” que posibilitan su posición.
Con el fin de localizar las problemáticas de género y sexualidad, que “diferencian” la obra de Cabrera, valdría la pena, aunque sea en breve, entrar en los pormenores de este diálogo. En el prólogo a la edición en español de sus Cuentos negros de Cuba (1940), Ortiz “bautiza” esta primera incursión de Cabrera en los temas afrocubanos, ya que, como texto de autoridad, estas páginas inaguran su trayectoria como etnógrafa-folklorista. De modo similar, y salvando las distancias, parecen ubicarse en ese espacio mediado entre la autoridad y la crítica a esa voz autorial que vemos en el prólogo al Contrapunteo cubano de Brolisnaw Malinowski. Aquí, Lydia Cabrera, sería esa voz nueva, que Ortiz autoriza en su papel de precursor de los estudios afrocubanos. Ortiz se distancia críticamente de los rasgos literarios y ficcionales de los cuentos y los llama:“una colaboración, la del folklore negro, con su traductora blanca. Porque también el texto castellano es en realidad una traducción […] Quizá la anciana morena que se las narró a Lydia ya las recibió de sus antepasados en lenguaje acriollado» (32-33). Es, desde esta visión de Cabrera como “traductora” y específicamente, desde la multiplicidad en la que la localiza Ortiz—la de la voz, el género y la de la raza—que se sitúa la aportación principal de su etnografía. También la traducción alude a los cruces lingüísticos y de géneros en el universo mítico de su obra. Si en la obra de Ortiz el sujeto masculino blanco, aparece, en un doble matiz en donde lo íntimo y el control articulan la máscara “femeneizada” del mulato o el negro popular, Cabrera, por el contrario, se sitúa desde una perspectiva femenina un hecho que transforma sus diálogos y su visión de la cultura.
En esta reflexión leo la representación de lo femenino en los escritos de Lydia Cabrera a partir de algunos de los símbolos y las alegorías principales: el monte, el mar, el río, la jicotea y en la voz de Teresa Omí— Tomí una de sus informantes más importantes. Estos símbolos sacados de las religiones afrocubanas aparecen en varias de sus obras más importantes: El monte (1958), Cuentos negros de Cuba (1936, 1940) y Yemayá y Ochún (1975). También son arquetipos que Cabrera utiliza para situar y dialogar con la representación de lo femenino en la cultura cubana, pero al mismo tiempo, articulan una posición frente a “la ley” de la escritura etnográfica en Cuba y su situación compleja ante esa ley. Es así como en Cabrera, la escritura como acesso a la subjetividad, sitúa en el folklore sus diálogos como etnógrafa nativa y como lesbiana—un aspecto que no se ha explorado en relación a su obra— y que considero influye en mucha de la importancia social, cultural y subjetiva que se le da a la sexualidad y a lo femenino como símbolo en su obra. ¿Cómo esta escritura «otra” transforma el canon etnográfico en Cuba? y ¿cúal es la contribución femenina de esa etnografía? Una mirada al “universo femenino” de la etnografía de Lydia Cabrera nos revela ése doble espejo de su escritura y a los saberes mediados y subjetivos que ésta produce. Entre “bruja” y “adivina” esta crítica de la etnografía, revela un deseo de enteder el universo femenino para crear un arquetipo femenino universal. También, y al escribir a «espaldas a la cultura» su experiencia como etnógrafa nativa se traduce una práctica de la memoria. Concluyo con una meditación sobre los arquetipos femeninos, los aciertos y problemáticas, de esta “traducción” y las alternativas de una práctica de la memoria como crítica cultural y espacio de negociación.
Entrar en El monte de Lydia Cabrera
El monte (1958), texto inagural de la obra etnográfica de Lydia Cabrera, anuncia desde su primera página el espacio mediado y dialógico de su etnografía. Dedicada: “A Fernando Ortiz con afecto fraternal”, la voz etnográfica se ubica desde el espacio “fraternal” y se hermana con Fernando Ortiz. Al “hermanarse” familiarmente deja clara la erudición de su proyecto y se ccolocándose en el espacio masculino que define la cultura nacional. Por otro lado, señala a su vez, que las “notas sin asomo de pretensión científica” no tienen un método claro ya que: “lo han impuesto con sus explicaciones y digresiones, inseparables las unas de otras, mis informantes, incapaz de ajustarse a ningún plan y a quienes insensiblemente[…] he seguido siempre estrechamente, cuidando de no alterar sus juicios y palabras”(7). Aquí no sólo se señala la “diferencia” de la erudición de El monte, frente a la complejidad textual orticiana, sino que se presenta la oralidad como función que guía las conversaciones del texto. La oralidad, hecha al tiempo de los informantes quienes creen que “De la prisa solo se saca el cansancio” le provee otra temporalidad al texto. El interés por el “documento vivo que no haya pasado por el filtro de la interpretación” hace de El monte un texto cuyo “cuerpo” se ofrece al lector. En ese sentido, la definición del monte como espacio sagrado, pero también como origen alude directamente a ese cuerpo y a un saber femenino: “Engendrador de la vida somos hijos del monte porque la vida empezó allí […] el monte equivale a Tierra en el concepto de Madre universal, fuente de vida, tierra y monte es lo mismo.” Si el monte es el principio del origen del mundo, es el monte femenino, origen de la sexualidad y de la vida. En las palabras de los informantes: “el monte tiene su ley” y “hay que saber entrar en el monte” se escribe, por consiguiente, un doble juego con la subjetividad y la escritura. El “monte” del origen o de Venus como lugar sagrado —es un oricha, Osain, andrógino y experto en hierbas cuya fuerza provee la sanación natural del cuerpo.
También en Yemayá —Olokún la diosa mayor de todo lo creado, ya que es la madre del agua, se representa la Madre Universal: “Sin agua no hay vida. De Yemayá nació la vida. Y del mar nació el Santo, el Caracol, el Ocha verdadero. El Santo que primero habló y le dijo a las criaturas lo que deberían hacer” (Y y O 21). De Yemayá-Olokún se inagura, sin embargo, un principio andrógino ya que “el océano es hombre” y “Olokun es varón y hembra, andrógino y de sexo anfibio” (Y y O 28). Esta cualidad “masculina” que se le concede a la madre traza la subjetividad de una maternidad fálica a la que se le concede una sexualidad tan agresiva como la de la ternura maternal, un aspecto que puede verse en las historias entre Yemayá y Changó su hijo de crianza, en el incesto entre la madre y su hijo Ogún, o en el amor apasionado que siente Yemayá por Inle: “un andrógino a quien raptó y llevó al fondo del mar y allí lo tuvo hasta que, saciado todo su apetito se aburrió de su amante y deseó regresar al mundo[…] y para que Inle no contara el misterio del fondo del mar, antes de emprender el retorno a la tierra, le contó la lengua” ( Y y O 45).
Puede afirmarse, entonces, que tanto en los patakís, como en los Cuentos negros, la transformación fabulosa y mágica de los orishas y el carácter andrógino de algunas deidades y de los animales, reformula los lugares subjetivos del texto. Aquí, la inversión de género pasa del lugar del mito al de la cultura cubana para deconstruir la narrativa «masculina» del canon nacional: «Las mujeres eran como flores; y muchos hombres parecían mujeres, las caderas blandas y el pie menudo. Vestían de blanco y hablaban con voz azucarada» («Taita Jicotea y Taita Tigre» 71); «Un hombre cree que una mujer es realmente una mujer. Una mujer está segura de que un hombre no es más que un hombre ¡Y nadie sabe lo que se esconde en un disfraz humano! Quien menos se piensa, secretamente puede ser un diablo, una fiera, un monstruo…» («El sabio desconfía de su misma sombra», 122).
La sexualidad femenina y sus dimensiones públicas se representa mejor en la figura de Ochún la mulata-santa, hermana de Yemayá y dueña del río. La “miel” de Ochún y de su sexualidad hace posible lo imposible, antes que el principio materno Ochún aparece como la: “Amante, la personificación de la sensualidad y el amor, da la fuerza e impulsa a los dioses y a todas las criaturas a buscarse y a unirse en el placer” (Y y O 89). Aunque muchos informantes dicen que “la putería de Ochún es santa”, Cabrera señala que la representación de la santa “como mulata de rumbo con mantón de burato y muchas joyas” es la que permanece en Cuba. Aquí, la religión traduce los discursos contradictorios de la mezcla racial en Cuba y su asociación con lo femenino, ya que, en la mulata se presenta el “ajiaco cubano” que define Ortiz. Y a pesar de que Cabrera define el problema racial en Cuba como “el de la convivencia armoniosa de dos razas”, Ochún presenta una doble cara, que se asocia con la condición racial y social, de la mezcla racial pero específicamente, con su mulatez. Cabrera retoma el esterotipo de la mulata trágica, y temperamental de la cultura cubana (y de América Latina) sobre ela mujer mezclada. Ochún es unas veces es “alegre y sensual” y otras veces aparece “castigada y rechazada por todos y viviendo en el agua sucia.”
La mitología yoruba no contiene, sin embargo, el mismo discurso moral que vemos en la Regla de Ocha y en la interpretación cubana de estos mitos. Es así como muchos de estos “patakís” o historias responden a un discurso socio-cultural cubano, en el que media la escritura etnográfica y ficcional de Cabrera. En ese sentido, Cabrera desplaza la enseñanza moral para hacer una crítica abierta a los discursos culturales de género y sexualidad en Cuba. En su cuento «Bregantino, Bregantín» la mulata Sanune pare un hijo y lo tiene que esconder del Toro, el rey del pueblo cuyo poder masculino, hace que no exista más hombre que él sobre la tierra: «Yo, yo yo, yo, yo, yo!, No hay hombre en el mundo más que yo, ¡Yo, yo, yo!» (43). Gracias a la intervención de Ogún y Ochosi dioses de la guerra y la caza, Sanune puede mantener vivo a su hijo, quien logra restaurar el orden de los géneros y de la sexualidad a Cocozumba. La decisión del rey Toro hace que: «Solo existan mujeres en Cocozumba» y que se haga una inovación lingüística que:
consistió en eliminar también, del lenguaje corriente, el género masculino, cuando no se aludía al Toro. Por ejemplo: allí se hubiera dicho, que se clavaba con la «martilla», se guisaba en la «fogona», y se chapeaba con la «macheta». Un «pie» era «una pie», así la pela, la ojo, la pecha, la cuella —o pescueza— las diez dedas de la mana, etc. Nadie se hubiera referido al Cielo, sino a la «Ciela»; Ciela abierta… .(49-50)
En el cambio lingüístico se revela una agencia femenina en la que el coro de mujeres como fuerza colectiva, responde activamente a las exigencias del rey patriarcal. La oralidad como espacio de apertura —la «ciela abierta»— ofrece, por consiguiente, un espacio trascendente en el que no sólo los objetos de trabajo sino también el cosmos y el origen, adquieren un significado femenino. La guerra femenina, personificada en Sanune, alude, por consiguiente, a ese espacio de la oralidad, la comunicación, y la transformación lingüística.
Los matices de esta transformación lingüística y sus posibles «traducciones» del espacio femenino, aparecen representados en el diálogo entre Cabrera y una de sus informantes, Teresa M. —Omí Tomí, que se plantea una nueva ley textual-social frente al canon y a la sociedad patriarcal. Las diferencias de raza y clase se desplazan en el diálogo entre Cabrera y Teresa. Más que con los otros informantes, Cabrera destaca lo díficil que fue “ganarse la confianza” de Teresa, aunque ella había sido por muchos años costurera de su madre y de su abuela y creció en la casa: “Crecí en la sala como señorita blanca. Yo siempre estaba en el estrado; Mamaíta y la otra niña no me dejaban codearme con negros. Era la bebita de la casa, la niña de sus ojos” (26). Ante la insistencia de Cabrera Teresa contestaba: “De negros yo no sé nada, si de niña no me dejaron acercarme a ningún negro, siempre apegada de los blancos ¿cómo voy a saber esas cosas?” (27).
Sin embargo, y al darse cuenta de que Cabrera “no tenía desprecio ni antipatía por esas cosas” la lleva a conocer a su madrina de santo. La historia de Teresa, quien pierde una hija por un brujo que le hace la ex-amante de su marido construye la alianza femenina entre etnógrafa e informante. El discurso de la maternidad y de la hija que se pierde se convierte en el espacio de alianzas entre las dos y hace que se produzca una escritura cruzada de saberes de lo femenino: “Pero Omí Tomí ni siquiera sabía que un zahorí lloraba en el claustro materno ni que toda mujer embarazada debe tomar ciertas precauciones para que no se malogre la criatura[…]” (43). El lenguaje del universo femenino pasa aquí del arquetipo a convertirse en el de lo “universal femenino.” Teresa, la informante ideal, dada su “mezcla” con el lenguaje de los blancos y su alianza cuasi “familiar” con Cabrera, es la voz que lleva este diálogo a las fronteras de lo femenino, a “ese conocimiento” al que el etnógrafo científico no puede acceder. También, la duplicidad del relato, presupone una universalidad de lo femenino, que se problematiza en el espacio social y subjetivo que ocupa Teresa-Omí Tomí en la casa. Es la voz subalterna que sigue siendo representada pero que al mismo tiempo reconoce su diferencia “de negros yo no sé nada.” Si la etnografía desplaza los cruces de poder (raza, clase) que forman parte de este diálogo, por otro lado, Teresa construye, la voz del informante ideal y también la subjetividad femenina que Cabrera quiere representar en su escritura. No es en los factores aparentes de ése diálogo —la condición subalterna de Omí Tomí como liberta y criada de la casa— sino en la posibilidad del mismo, que se construye la crítica al canon etnográfico en Cuba. Es así como Lydia Cabrera sitúa la ausencia de esta representación de lo femenino haciendo a su vez una crítica de esas ausencias. En las contradicciones y los aciertos de este feminismo es que se establece su crítica al discurso masculino y se inaguran nuevos lugares en donde conviven la oralidad y la memoria. La escritura se convierte, por consiguiente, en el lugar en donde se sitúa la situación afectiva —y física— entre Cabrera y Teresa —entre el yo femenino y su otredad— en un relato “de espaldas” a la cultura del canon masculino en donde el cuerpo femenino es un puente de saberes y de apertura a nuevos diálogos.
Entonces, ¿en qué “cuerpos” se escriben las memorias de la etnografía de Cabrera? y ¿desde dónde leer los puentes simbólicos entre mitología y ficción que cruzan su escritura? Para la crítica feminista estadounidense, en particular, la de las mujeres de color que publicaron en la antología This Bridge Called my Back 1980), ese (a) “puente” de la mujer se sitúa en la espalda como espacio en donde confluye “el trabajo” que las oprime y las libera. Saberse un (a) “puente” es cargar con la responsabilidad íntima que la mujer recibe de la familia, la cultura y la nación. También, es tener que “definirse” a través de códigos fijos en los que resalta “la diferencia” cultural y política que crea la mujer que escribe. La obra de Lydia Cabrera, en sus distintas fases, ofrece, como afirmó recientemente Ana Cairo, un espacio en el que conviven el imaginario subjetivo, la ficción, y la historia. Los pedazos de la historia que la etnógrafa deja cuando emigra de Cuba en 1960, se convertirán en los trazos necesarios que Cabrera “cargará” en su vida de exilada:
Mientras hacía las maletas vi uno de esos baúles franceses con los que viajábamos antes—todavía no me lo explico—, me asaltó un impulso: lo llené con todas las fichas que había reunido en mis largos años de trabajo y también metí unas joyas antiguas[…] Parecía absurdo pero esas dos cosas, las fichas me han permitido continuar escribiendo y la colección de cadenas, pulseras broches, todo eso, nos ayudó a subsistir un tiempo (aunque si confieso que tenía un presentimiento… aquel “ferry boat” que se alejaba de la costa, el último que salió) jamás volvería a mi país. (15)
De ahí que esa nación dividida, y específicamente la disputa de esas culturas nacionales sea lo que Cabrera “carga” en sus papeles de exilada. Estas joyas y fichas de escritura representan esa “cadena” simbólica con la que Cabrera escribirá la Cuba que dejó atrás. El organizar estos papeles es, por lo tanto, el gesto necesario en la recuperación de un pasado, y en la escritura de un imaginario del presente. Será desde estos imaginarios, en donde sigue mediando el impulso, la intuición y la nostalgia que Cabrera construye sus visiones de la cultura cubana, y las localiza, mayormente en el espacio del origen del mito y lo femenino universal. Es así como el puente de Cabrera hace del exilio, otro puente desde donde se negocian saberes e imaginarios culturales.
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Publicación fuente ’80 grados’, 2018
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