La cabeza de Guillermo Cabrera Infante se destornillaba como un bombillo, sacaba sus patas y se iba a dar vueltas, como atraída por el imán del tiempo. Transitaba La Rampa, la calle 23, rodaba hasta la Habana Vieja y quizá cruzaba el túnel para alejarse hasta Guanabo. Y, cuando las patas de su cabeza con pelo azabache y lacio se agotaban, de un salto caía sobre el fantasma del Nash blanco que había sido suyo allá por los cincuenta y con el que tanta fama ganó entre sus amigos. Entonces, los que habían gritado: “¡Una cabeza rodante!”, cambiaban para la exclamación de: “¡Una cabeza al timón!”. Para seguir leyendo…
Responder