Justo Planas: Los muertos y moribundos de Titón

Autores | Cine | 3 de junio de 2019

En 1960, Tomás Gutiérrez Alea dirige Historias de la Revolución, que se convertiría oficialmente en el primer largometraje de ficción del ICAIC. Los tres relatos de la película, que capturan la experiencia de la Revolución Cubana, se encuentran extrañamente conectados por cuerpos moribundos cuya presencia desata una secuencia de contagios, de suplantaciones. En “El herido”, Alberto escapa de su casa en La Habana que, contra su voluntad, se ha convertido en el refugio de un joven que agoniza baleado en un altercado contra Batista. Sin embargo, su huida lo regresa de vuelta a aquel lugar, ahora custodiado por la policía. El periplo por las calles del Vedado lo ha expuesto, los ha expuesto a todos: a su novia, al revolucionario y a sus amigos. Todos excepto Alberto mueren atrapados en aquella casa que debía resguardarlos. Alberto, en cambio, es ahora el herido que escapa, al día siguiente, desatando un nuevo ciclo de persecuciones.

“Rebeldes”, el segundo corto, que tiene lugar en la Sierra Maestra, es también el relato de un moribundo revolucionario que contagia. Sus compañeros de batalla sienten la necesidad imperiosa de moverse hacia otra zona de la Sierra para evitar que las fuerzas de Batista caigan sobre ellos y los aniquilen; sin embargo, trasladar aquel cuerpo casi sin vida terminaría asesinándolo. Los jóvenes se debaten entre su propia muerte o la de su amigo, conscientes de que de abandonarlo significaría para ellos un tipo también de extinción, un suicidio moral. Y se vigilan mutuamente mientras el caído va perdiendo poco a poco su personal combate por la existencia.

El último título, “La batalla de Santa Clara”, parecía concluir con el encuentro entre Julio y Teresa en medio de una muchedumbre que celebra el triunfo. En cambio, un ataúd se interpone en el camino de Julio, transformándolo en el siguiente muerto. Teresa llega a él, entonces, solo a tiempo para encabezar su procesión fúnebre y acompañarlo a la última morada.

De esta forma, Tomás Gutiérrez Alea cifra la génesis de la Revolución en un discurso luctuoso, de transmutaciones que, como intentaremos demostrar, marcan parte sustancial de su obra. Un herido anuncia otro herido. Las Historias de la Revolución están archivadas en el trayecto de un cuerpo a su sepultura. Un fallecimiento abre Las Doce Sillas (1962) y Memorias del subdesarrollo (1968). La muerte de un burócrata (1966) y Guantanamera (1995) giran alrededor de cadáveres, funerarias, cementerios. La última cena (1976) constituye el performance de la inmolación de Cristo, mientras que Cumbite (1964) y Los sobrevivientes (1978) son la crónica de una muerte anunciada.

Tomás Gutiérrez Alea ha archivado en sus varios cadáveres la historia de la Revolución, sus inquietudes como intelectual y artista. En esa anatomía en desintegración cuya sola presencia amenaza el mundo de los vivos, Titón ha escrito y reescrito su propia genealogía del devenir cubano. Sin embargo, no me propongo aquí explicar los distintos valores que este director ha asignado a la muerte, los moribundos, los muertos en sus filmes. Esa es una indagación posible y legítima, pero me intriga más bien el itinerario imposible y quizás ilegítimo que sus cadáveres ocultan: los cadáveres de Titón también son ese archivo otro. Como Jacques Derrida propone en su ensayo Mal de archivo, la pregunta que pesa sobre cualquier acto de archivamiento es ¿dónde comienza su afuera? Por esta línea, por ejemplo, Historias de la Revolución esconde una suplantación que precede a cualquiera de las otras ya mencionadas. Historias de la Revolución es la suplantación de Cuba Baila, la película que Julio García Espinosa terminó antes de Historias…, la primogénita del ICAIC, que debió ceder su lugar en el tiempo a la de Tomás Gutiérrez Alea porque acaso una Cuba épica, que muere, debía ser el alfa de las otras Cubas, especialmente de esa que baila.

Más que el Tomás Gutiérrez Alea autor, progenitor de un cine, me interesa el Tomás Gutiérrez Alea hijo de un proceso, de una generación, de un grupo social. Para encontrar ese otro Titón resulta imprescindible no ya hurgar en sus cadáveres sino en sus criptas. Jacques Derrida, en Fors, un texto suyo menos conocido, define la cripta como el lugar de una ausencia. La cripta, el monumento, la tumba son incorporadas al cadáver en calidad de apéndices, no son el cadáver mismo sino su exclusión, es decir, sus afueras.

En La muerte de un burócrata, los afueras del cadáver del Tío Paco adquieren una materialidad aplastante, arrolladora. El carnet laboral del difunto, al decir de uno de los burócratas, constituye “un símbolo de su condición obrera”, “una prolongación de su propia persona”. Y aunque este proletario ejemplar se esté descomponiendo en casa de su viuda, el cuerpo continúa en una tumba vacía del Cementerio de Colón porque así consta en los archivos.