Fausto Canel: ·Té y galleticas con Pier Paolo Pasolini·

Autores | Cine | 25 de noviembre de 2019

El régimen vota contra los gays en la ONU y después se justifica. En los años 60, Pier Paolo Pasolini criticó las UMAP y fue desinvitado a las fiestas por el 26 de julio.

«¿Cómo que no quiere?», le respondí a Rafa, sorprendido. «¿Se declara simpatizante de la Revolución y ahora me responde que no? ¿Qué está pasando? ¿Por qué Pasolini no me da la entrevista?»

Era el verano de 1966 en Roma y la izquierda italiana estaba en plena efervescencia. Ya en el Festival de Cine de Karlovy Vary, Jorge Semprún había contado a la delegación cubana los enormes problemas que los estalinistas les habían creado a él y a Fernando Claudín por sus ideas de democratización dentro del Partido Comunista Español.

De democratización nada, les habían dicho, y de ideas mucho menos. Lo que los llevó, claro, al rompimiento definitivo, de donde surgió el guión de La guerre est fini, que Semprún había escrito para Alain Resnais, y que ambos habían conseguido exhibir en Karlovy Vary gracias a los nuevos aires que soplaban en Checoslovaquia.

Ese verano los vientos sobre el puente Carlos adquirieron dimensiones de huracán. Los renovadores de Alexander Dubček habían tomado control del Partido en Eslovaquia y ya avanzaban sobre Praga.

De hecho, la «apertura» en la Europa del Este ya la habíamos vivido Tomás Gutiérrez Alea y yo en Budapest, cuando el húngaro encargado de nuestra invitación nos había preguntado a qué país queríamos que nos extendieran los pasajes de regreso.

«¿Cómo que a qué país?», le preguntó Titón, sin creerlo todavía.

«Sí, al país que ustedes digan», aclaró el húngaro.

Acostumbrados a la tarjeta blanca y al extremo control de nuestros movimientos en el extranjero por Seguridad del Estado, que nos ofrecieran la posibilidad de viajar a cualquier país de Europa, incluyendo, por supuesto, la Europa Occidental, nos parecía, más que inesperado, increíble.

«Bueno, a mí me gustaría consultar documentos en los archivos de Madrid», dijo Titón, tentativamente, y enseguida, sin necesidad, explicó: «Es para una película que estoy escribiendo sobre el siglo XVIII».

A lo que el húngaro dijo, sin darle la más mínima importancia: «De acuerdo, a Madrid para usted», y tomó nota. «¿Y usted?». Se dirigía a mí.

«A Roma», le dije, con la esperanza de que mi guionista, el poeta argentino Mario Trejo, estuviese todavía en Italia.

«Muy bien… Esta tarde les traigo los pasajes», dijo el húngaro. Vientos nuevos, indeed, en las fronteras con la URSS.

En Italia ya no estaba Trejo, pero sí el periodista Tutino, el cineasta Birri, el fotógrafo Gasparini, el saxofonista Barbieri, y también Rafa.

Rafa era Rafael Torrecilla, a quien había conocido a mediados de 1958 en una pequeña sala privada de proyección en La Habana, acompañado de su mujer, Margarita Alexandre.

Rafael y Margarita proyectaban dos de sus películas españolas, buscando distribución cubana: La gata, dirigida por ambos, con Aurora Bautista y Jorge Mistral, y Un hecho violento, dirigida por José Maria Forqué. Luego siguieron viaje a México, de donde regresaron, entusiasmados, al triunfo de la Revolución.

Margarita comenzó a trabajar en el ICAIC, convirtiéndose en la respetada productora habitual de Gutiérrez Alea. Y Rafa consiguió representar a Cuba en Italia, para el Ministerio de Comercio Exterior.

A pesar de su excelente trabajo en Roma, en una de sus visitas rápidas a La Habana, al aprestarse a regresar, Rafa fue bajado del avión por la Seguridad del Estado, sin explicaciones.

Torrecilla trató de averiguar lo que estaba pasando y nadie supo avanzarle la menor idea. El ministro no respondía a sus llamadas y Rafa se desesperaba, preguntándose en qué había fallado. Años más tarde un amigo se apiadó de él y le confesó, confidencialmente: «No te tortures, chico, no hiciste nada… Roma era una plaza envidiable y probablemente querían tu cargo para algún familiar de alguien importante». Fue su cruel despertar del sueño revolucionario cubano.

Rafael terminó abandonando la Isla para radicarse en Italia por cuenta propia. Allí consiguió contactos con los exiliados españoles en Moscú y muy pronto se convirtió en intermediario entre la Unión Soviética y las industrias del Partido Comunista Italiano.

Prato era por entonces una importante ciudad industrial de la Toscana, donde numerosas familias vivían de la fabricación de tejidos elaborados con desechos de telas recicladas. Pero los ingleses, inesperadamente, consiguieron mecanizar un procedimiento hasta entonces artesanal, bajando enormemente los costos y Prato, sin mercado, se encontró al borde de la ruina.

Al enterarse, Rafa, con habilidad comercial y mucho olfato, movió sus contactos y consiguió que la URSS —muy interesada en mejorar su imagen en Italia, ya que el potentísimo Partido Comunista podía en cualquier momento ganar las elecciones—, firmara un contrato por el cual comprarían, por un cierto número de años, la producción textil completa de la ciudad. El asunto fue de tanta trascendencia que hasta el Ayuntamiento pratense se planteó la posibilidad de erigir un monumento en una plaza para dejar constancia de su agradecimiento a Torrecilla por el éxito de aquella jugada magistral.

Pero ya las simpatías de Rafa se alejaban de Cuba y de los estalinistas PC Español e Italiano para interesarse por las nuevas ideas de Il Manifesto, un nuevo movimiento de izquierdas que, sin renunciar a Marx, se distanciaba de Lenin para acercarse a Antonio Gramsci —el nuevo gurú—, cuyas teorías apuntaban a que la «clase» intelectual (y no la clase obrera) se convirtiera en el motor capaz de conseguir, democráticamente, los cambios necesarios en la sociedad. Como dijo Dylan —no Thomas, sino el otro, Mr. Bob—, «the-times-they-are-a-changin».

Y yo, por mi parte, en aquellos días romanos seguía con mi barrenillo: «¿Qué está pasando, Rafa? ¿Por qué Pasolini no me da la entrevista?».

«Averiguaré lo que pueda», me prometió. «Rossanda lo ve casi todos los días».

Novelista, poeta y el más importante cineasta italiano de la nueva generación, Pier Paolo Pasolini era uno de los pilares de Il Manifesto y, a través de Rosana Rossanda, una de sus organizadoras principales, Rafa le había pedido, en mi nombre, una entrevista para la revista Cine Cubano. Y Pasolini nos había dado un no rotundo.

Dos días más tarde Rafa tenía una respuesta: «Es que Pasolini dice que ha tenido un problema muy serio con Cuba».

«Pues precisamente por eso… Si ha tenido problemas mejor que lo diga… Ahora más que nunca quiero hacerle una entrevista».

Rafa volvió a la carga y esta vez la respuesta de Rossanda fue: «Mañana, de 6 a 6 y 15 de la tarde… Quince minutos de entrevista solamente, en su apartamento del EUR».

Rafa conducía raudo y, desde su pequeño automóvil, el EUR se veía como un plácido y elegante barrio suburbano, salpicado de parques y jardines floridos, cuyos modernos edificios de oficinas aparecían mezclados con elementos del proyecto original —el Coliseo Cuadrado, por ejemplo—.

La Esposizione Universale de Roma, EUR, fue comenzada por Benito Mussolini en 1935, con la intención de celebrar en 1942 los 20 años de su régimen fascista. Pero llegó la guerra, el régimen cayó ante el empuje de las tropas aliadas y Mussolini fue colgado cabeza abajo en una estación de gasolina. Mala cosa. La exposición nunca se llevó a cabo. El EUR de los años sesenta nunca fue expresado mejor que en la larga y silente secuencia final de El Eclipse, esa obra maestra de Michelangelo Antonioni.

Rafa aparcó ante un edificio de apartamentos de cuatro pisos. Un jardín bien cuidado flanqueaba todo el frente y al vernos, un portero en uniforme nos vino al encuentro.

«Vamos al 401», le dijo Rafa, sin detenerse apenas.

«Ah, si, il signore Pasolini», respondió el portero. «Il signore aspetta».

Entramos en el moderno pero minúsculo ascensor y marcamos el cuarto piso. Tocamos el timbre del apartamento y enseguida nos abrió una joven mucama en uniforme, que nos invitó a pasar.

Nos llevó hasta un salón de gusto discreto, nada ultramoderno, con un sofá y butacones con el respaldar protegido por brocados blancos. Era difícil imaginar que Pasolini fuese el diseñador de aquel espacio. La luz hermosa de Roma en verano le agregaba un ambiente espectacular.

Enseguida una puerta interior se abrió y apareció el cineasta, quien con paso rápido y ademanes precisos nos invitó a sentarnos. «Les escucho», dijo. Su actitud no era de enfado, pero sí de impaciencia. No tenía tiempo que perder.

Pier Paolo no era un hombre alto, pero si enjuto, con un rostro cuadrado, como cincelado. Aquel hombre tenso ante mí había sido el adolescente que a los 19 años había ganado en concurso la publicación de su primer libro de poesía, para luego, como joven novelista, adaptar y filmar como director esa novela impresionante, su primera, que se llamó Accattone.

No imaginaba entonces, ni siquiera Pasolini, la recurrencia definitiva que Accattone, aquella descripción violenta de la vida de un chulo en los barrios bajos romanos, iba a tener sobre su vida —el final de su vida—.

«Inicialmente le iba a hacer una entrevista sobre su cine», le dije. «Pero como me he enterado de que ha tenido problemas con Cuba…»

«No, se equivoca», me respondió, sin siquiera intentar un amago de sonrisa.

En ese instante se escuchó un toque ligero a la puerta del salón, la cual se abrió para dejar pasar a una señora de unos 60 años, elegante y coqueta en su vestido de tarde, pelo blanco y perlas discretas alrededor del cuello.

«Con permiso», dijo la señora.

«Mi madre», dijo Pasolini.

Rafa y yo nos levantamos e hicimos una ligera reverencia con la cabeza.

«Signori…», nos reconoció la señora. Luego se hizo a un lado para dejar entrar a la mucama, que portaba una bandeja plateada con tres tazas y una tetera.

La muchacha depositó la bandeja sobre la pequeña mesa que nos separaba del cineasta y en silencio sirvió el té. Tres tazas. Té para tres. Y por parte de Pasolini, té y ninguna simpatía. Luego la mucama avanzó la azucarera y el plato de galletitas hacia nosotros. Y salió del salón.

La madre de Pasolini, que en silencio había supervisado la operación, se despidió con su humilde sonrisa amable. «Que tengan buenas tardes».

«Buenas tardes…», le respondimos Rafa y yo al unísono. Pasolini se había quedado sentado, en silencio, dejando que el ceremonial de su madre ocurriese ante nosotros. Ahora me miró directo a los ojos, con su mirada de pocos amigos.

«Le decía que se equivoca», me dijo en un susurro que sonó más bien a amenaza. «Yo no tengo —no tenía— ningún problema con Cuba… Es Cuba la que parece tener un problema conmigo».

«¿Por qué? ¿Qué pasó?»

«Me habían invitado al 26 de julio y después parece ser que me ‘desinvitaron'». Pasolini bebió de su té. Despacio. Luego continuó.

«Luis Amado Blanco, embajador de Cuba ante el Vaticano, nos llamó a Alberto Moravia y a mí para informarnos que nos invitaban a las fiestas del 26 de julio».

Pasolini volvió a beber de su té, sin apuros. «Luego llegaron las invitaciones impresas a nombre de Moravia y Sra. y de Pasolini y Sra., y Moravia llamó a la embajada para explicarles que hacía muchos años que no vivía con su esposa, de la que no se había podido divorciar ya que en Italia no había divorcio, y que ahora su mujer era la escritora Dacia Maraini… ¿Sería posible que la invitación fuese extendida a Maraini, sin mencionar a su ‘esposa’?»

«Sí, claro», le dijeron de la embajada. «Sin ningún problema».

«Moravia me informó enseguida del éxito de su gestión y yo también llamé a la embajada para explicarles que no estaba casado, pero que me gustaría que la invitación incluyera a Ninetto Davoli, uno de mis actores preferidos y un joven realmente interesado en lo que está pasando en Cuba».

«¿Y entonces?»

«Nunca me contestaron… Pasaron semanas y Moravia recibió sus pasajes y con Maraini viajó a Cuba, pero a mí ni una palabra… Hasta que me enteré que el gobierno cubano enviaba a los homosexuales a campos de trabajo forzado… Sartre acababa de declarar en Francia que los homosexuales eran a Cuba lo que los judíos habían sido al estalinismo en la Unión Soviética».

«Es cierto… Eso está ocurriendo», le contesté. «Pero acabo de recibir una carta de La Habana contándome de las gestiones que figuras importantes están haciendo ante Fidel Castro para que los artistas e intelectuales homosexuales no sean incluidos en las razzias… Gentes como Carpentier, Guillén, Alfredo Guevara, Haydée Santamaría, Alicia Alonso están haciendo lo posible…»

Pasolini levantó la mano para interrumpir mi intento de explicar lo inexplicable.

«Eso es precisamente lo que me preocupa», dijo. «Los artistas y los intelectuales siempre tendrán padrinos en todas partes del mundo… Pero a los obreros, que no son ni artistas ni intelectuales, que no tienen padrinos pero que sí son homosexuales, a esos, ¿quién lo va a sacar de un campo de trabajo forzado?»

Se hizo un silencio. Pasolini tenía toda la razón. Ya no había nada que contestar. Sintiendo la tensión, Rafa trató de desviar la conversación.

«¿Y prepara ahora alguna película?». El cine como evasión.

«Sí, preparo una película que voy a titular Teorema», dijo. «Es la historia de un desconocido que se presenta en la casa de una familia adinerada… El visitante seduce a la sirvienta, luego al hijo, a la madre, a la hija y finalmente al padre, antes de marcharse… Ninguno de los personajes podrán seguir viviendo igual a como lo hacían antes de la visita… Pero, ¿quién era el visitante? ¿Dios? ¿La gracia de Dios?»

(Pier Paolo Pasolini asesinado)

No hubo sarcasmo en su voz, ni siquiera ironía. Protagonizada por Terence Stamp y Silvana Mangano, Teorema fue estrenada en 1968 y constituyó uno de sus mayores éxitos de crítica y taquilla. En ella Ninetto Davoli interpreta al «mensajero Angelino», un papel simbólico que ya Pasolini le había dado en Edipo Rex, bajo el nombre de «el mensajero Angelo».

Cuando regresé a La Habana en enero de 1967, le ofrecí a Alfredo Guevara escribir esta entrevista para la revista Cine Cubano. A lo que me contestó que «no era el momento». Año y medio más tarde, decidí que para mí sí era el momento de abandonar la Isla. Definitivamente.

Pasolini, por su parte, continuó su exitosa carrera con títulos como El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Saló, o los 120 días de Sodoma, entre otros ejemplos de talento, inteligencia y voluntad de revolver las mentalidades establecidas en su época.

Hasta aquel 2 de noviembre de 1975, nueve años más tarde de nuestra entrevista, en que leímos en la prensa sobre la muerte violenta del cineasta, asesinado en Ostia, la playa de Roma. Curiosamente, el lugar sobre el que Pasolini había escrito un libreto para que lo dirigiera su amigo Sergio Citti, co-guionista de Accattone.

La muerte de Pier Paolo Pasolini nunca ha sido aclarada.