Ángel Pérez: La decadencia de Antonia Eiriz

Artes visuales | 4 de febrero de 2020
©Imagen de la exposición ‘Felices los normales’, 2020

¿Qué sentido tiene recordar hoy la obra de Antonia Eiriz, en medio de las transformaciones radicales que está experimentando la sociedad cubana, ahora que se tensan cada vez más las relaciones entre el discurso y la gestión de las instituciones estatales y los intereses de múltiples grupos sociales con medios de intervención pública, en un momento en que los antagonismos ideológicos se polarizan más en Cuba? ¿Por qué volver sobre el legado artístico de Antonia Eiriz? Pasados casi cincuenta años desde que esta mujer ocupara el centro de la visualidad nacional ¿tiene su arte algo que decir a nuestros contemporáneos?

La pintura de Antonia Eiriz fue una explosión en el contexto cubano de los sesenta. En medio de las transformaciones que el evento revolucionario privilegiaba, ella se atrevía a presentar su arte como una negación del optimismo y la jactancia triunfalista de los días primeros del triunfo. Sus creaciones, en ese sentido, eran el equivalente plástico del pensamiento que animaba a artistas e intelectuales como Nicolás Guillén Landrián, Tomás Gutiérrez Alea, Sara Gómez o Heberto Padilla, por sólo mencionar a unos pocos. De ahí que resulte imposible limitar la grandeza o el genio de Antonia a la consistencia estética de su expresionismo. Y ciertamente basta con los valores plásticos de sus cuadros, con el impacto emotivo de su específico pictórico: la tragicidad y la violencia de su figuración, el descentramiento de la composición, la desgarradura física de los lienzos, el informalismo de la pincelada, las combinaciones entre el grosor de las texturas y la importancia de la escena representada, la trabazón profunda entre una iluminación sombría, una estructura espacial marcadamente teatral y una iconografía de un alcance semántico invaluable. La convergencia de todos estos elementos garantiza un registro expresivo preñado de múltiples sentidos.

Pero la verdadera contemporaneidad de Antonia emergía de la capacidad con que supo, como diría Agamben, sostener la mirada en la oscuridad de su tiempo. Antes que sumarse a la celebración, sus creaciones procuraban aprehender ciertos perfiles problemáticos de la época, en lo que fue, sin dudas, un acto genuino de amor. Antonia era una revolucionaria que, desde el régimen de lo estético, procuraba salvar un proyecto ético. El dolor, el drama humano, el sufrimiento que late en sus obras alcanzan a compendiar el abatimiento del ser al interior de los acontecimientos que impactan su mundo inmediato. Mas la real singularidad del lenguaje poético de Antonia reside en cómo penetró “la verdad” propuesta por La Revolución. Es decir, su pensamiento estético nace del programa ideológico que entonces aspiraba a inventar un mundo, pero se configuraba como una suerte de hermenéutica de lo negativo. Estamos hablando de una poética de lo abyecto: una acción plástica que, inscrita en los principios axiológicos de La Revolución, transgredía el régimen discursivo trazado por los grupos hegemónicos. Pensemos nomás en Una tribuna para la paz democrática: cuando Antonia advierte allí los peligros de que la “masa” –entendida como protagonista de La Revolución– deviene un cuerpo social sin identidad al servicio del poder, está conjurando una transgresión sumamente escandalosa. La exhibición de esta pieza era una perturbación pública que atentaba contra la consistencia del sujeto revolucionario.

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