Rafael Rojas: Mirta Aguirre y el barroco de Estado

Autores | Memoria | 11 de febrero de 2020
©Detalle de portada de un libro de Mirta Aguirre

El recorrido de Mirta Aguirre por el romanticismo francés, entre los años cuarenta y setenta del siglo pasado, fue lo suficientemente exhaustivo como para arrancar con Rousseau, luego detenerse en Chateaubriand, Lamartine, Musset, Dumas, Stendhal, Gautier, y concluir con Hugo y Balzac. El repaso de toda aquella tradición estaba guiado por Marx, al punto de que en algún momento Aguirre entendía el siglo XIX francés como una experiencia destinada a producir a Balzac en la literatura y a la Comuna en la política.[1] En otro momento, la ensayista se preguntaba, muy en la línea de Arnold Hauser y otros historiadores sociales del arte, si podía haber alguna correspondencia entre las teorías de la economía política capitalista y las plataformas estéticas de los románticos franceses.[2]

Aunque advertía que no era su objetivo sostener que “lo que se da en las letras es un reflejo de lo que se produce en las corrientes económicas”, sus conclusiones llevaban a identificar rígidamente el romanticismo con el capitalismo.[3] La historia del romanticismo reproducía la de la propia decadencia del capitalismo: “lo que había empezado con Rousseau y hecho eclosión en Francia con Chateaubriand, a partir de Stendhal se hizo a cada paso más informe y más híbrido”.[4] Balzac y Hugo, según Aguirre, consumaban aquel declive abriendo las puertas al realismo social, que sería la expresión literaria correspondiente a la revolución proletaria personificada por la Comuna de París.

Aguirre alternó sus lecturas de Hugo y Rolland con las del Siglo de Oro español y Cervantes desde los años cuarenta. Sin embargo, fue en los setenta, su década de más productividad y reconocimiento en la isla, asegurada por el avance de la sovietización de la política cultural cubana, que aquellas lecturas se convirtieron en libros definitivos. Unos años antes de la versión final de El romanticismo de Rousseau a Víctor Hugo (1973), había aparecido su ensayo La obra narrativa de Cervantes (1971) y, un par de años después, en 1975, el que sería, de lejos, su mayor ensayo: Del encausto a la sangre: Sor Juana Inés de la Cruz (1975).

La obra de Aguirre describe por tanto una intervención en la historia de la literatura universal que se mueve del romanticismo al realismo social francés, o mejor, de Hugo a Rolland, por un lado, y de Cervantes a Sor Juana por el otro. Ambos desplazamientos están relacionados con la convicción de la crítica cubana de que en la Cuba socialista, posterior a 1959, las dos figuras cimeras de la literatura nacional eran Nicolás Guillén y Alejo Carpentier. El primero, un poeta que veía anclado en formas populares que expresaban la realidad de los oprimidos. El segundo, un narrador que a través de la estética de lo “real maravilloso” había replanteado la pertinencia del barroco para una literatura latinoamericana adscrita a la izquierda comunista.

Ese canon, que Aguirre compartía con otros críticos literarios marxistas, como José Antonio Portuondo y Roberto Fernández Retamar –este último, a partir de 1965, ya que en los años cincuenta había sostenido ideas muy cercanas a Cintio Vitier y el grupo Orígenes–, se proyectaba en la obra crítica de la ensayista cubana por medio de una inmersión en las estéticas de Cervantes y Sor Juana. La operación crítica de Aguirre pudiera describirse, por tanto, como uno entre varios intentos de la teoría literaria marxista latinoamericana –muy en sintonía con la propia teoría literaria soviética y de Europa del Este– de avanzar sobre los tópicos centrales del hispanismo y el latinoamericanismo durante la Guerra Fría.

Siguiendo la tesis hegeliano-marxista del Aufhebung o superación filosófica, Aguirre veía en Cervantes a un autor que, como Hugo en el XIX, o Rolland en el XX, rebasaba formas estilísticas previas y agotadas. Si el Quijote representaba la superación de la novela de caballería, las Novelas ejemplares, La Galatea y Los trabajos de Persiles y Segismunda suponían la liquidación dialéctica de la novela pastoril y bizantina.[5] Aunque más ponderada o cuidadosa que otros críticos marxistas latinoamericanos, Aguirre acompañaba aquellas tesis de una aplicación del concepto de superación al campo de los estudios cervantinos. Así, sus citas de autores como Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset, Américo Castro y Ramiro de Maeztu, Ángel Ganivet y Jorge Mañach, aparecían sucedidas de sutiles correcciones.

La maestría de Cervantes, según Aguirre, había sido construir una novela épica de nuevo tipo, sin la cual era imposible pensar la narrativa moderna en castellano.[6] El ingenio lego de Cervantes era producto de un apego a la realidad y de una sensibilidad abierta a la cultura popular. Es por ello que, según Aguirre, la ficción en Cervantes estaba llena de “alusiones a lo real” y de síntesis de la “aventura y la verdad”.[7] Esos atributos dotaban la prosa cervantina de una “densidad ideológica”, que los críticos idealistas eran incapaces de advertir.[8] Fina García Marruz refutó a Aguirre en este punto, cuando en su reseña en Orígenes definía a Cervantes como el “anti-juez” y el “anti-dogma”.[9]

Un enfoque similar, aunque más apegado a una estrategia identitaria o de género, siguió la marxista cubana en su gran ensayo sobre Sor Juana Inés de la Cruz, que ganó el Primer Premio, dotado de 25 000 pesos, en el concurso sobre la vida y obra de Sor Juana, convocado en 1973 por la Secretaría de Obras Públicas de México, y que fuera editado por el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, en México, y Casa de las Américas, en La Habana, en 1975.[10] El jurado del concurso, integrado por el escritor Agustín Yáñez, el poeta Carlos Pellicer y Amalia Castillo Ledón, importante política y diplomática del PRI, concedió el Primer Premio a Aguirre y el segundo al crítico salvadoreño César Augusto Barrios.

[Para seguir leyendo…]