Hacia finales de los ochenta, vivir como extranjero en La Habana, era lo más parecido a la vida de un personal diplomático. Nuestros recorridos urbanos siempre estaban “protegidos” por la imposibilidad de mezclarnos con los habitantes de la ciudad. La Habana en ese entonces era una urbe habitada, eso recuerdo, por miles de ciudadanos del Este europeo que trabajan como técnicos y que vivían cómodamente en el Focsa o en el Sierra Maestra, edificios desde cuyos balcones uno lograba divisar desde la altura el mar volcado hacia el infinito. Eran los años en que la Casa de las Américas seguía siendo el faro que atraía a la progresía latinoamericana y europea, y entonces, con mis compañeros de beca, hacíamos largas filas para escuchar conferencias o asistir a presentaciones de libros, actividades que nos hacían sentir que formábamos parte de un universo o cofradía de elegidos. Para seguir leyendo…
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