Nanne Timmer: Afectos y desafectos. Lectura de ‘Clausewitz y yo’ de Carlos A. Aguilera

Actualidades | Autores | Diáspora(s) | Libros | 25 de mayo de 2021

Pocas veces una se encuentra con libros que abofetean. Pero Clausewitz y yo, publicado recientemente por la editorial madrileña Esto No Es Berlín, me acaba de dar una buena bofetada. Una de esas doctas y literarias. Una que acabaría con los restos de cualquier lector ingenuo.

La intensidad de la nouvelle de Carlos A. Aguilera ya viene anunciada desde las primeras frases del libro: «A mi padre lo maté de un tiro en la frente. La bala, una de esas redondas que se usan para matar animales, le entró por el borde superior de la ceja derecha y le salió inmediatamente por detrás, llevándose con ella parte de su cabeza, su pelo, su sangre, sus venas…, e incrustándolo todo en la pared».

Así que fue a sabiendas que me expuse a una dosis considerable de anécdotas crueles y repulsivas y les cuento que sobreviví a la experiencia violenta, sí. No solo eso, sino que además me estuve riendo a carcajadas de la lógica grotesca de un soplón y de los bailecitos minué de un gordo e impresentable padre. O mejor dicho: «un gordo muy gordo muy gordo», «un gordo chiquitico y zoológicamente gordo», tal y como canta el hijo con ritmo repetitivo en esta nouvelle.

Ya conocíamos a otros personajes del escritor cubano: Oblómov ‘El Tuerto’, de la novela El imperio Oblómov, o Gran Mongol, de Teoría del alma china, por ejemplo. El ‘cojo’ Néklas, de Clausewitz y yo, es parecido; deforme como muchos otros de los protagonistas de Aguilera. Néklas con su puddel Beppo recuerda por demás a los solitarios personajes de las películas de Ulrich Seidl. Monstruos risibles que lo mismo dan asco que compasión, risa que llanto, como verdaderos antihéroes perdidos en el sinsentido de la vida.

En la hermosa ilustración hecha por Eduardo Sarmiento para la cubierta se ven tres rostros: una madre, un hijo y un padre que sonríen enseñando los dientes tras tres bocas marcadamente rojas. Es difícil desprenderse de la sensación de que estos muñecos expresivos están riéndose de uno. Cuando una descubre además los circulitos psicodélicos de color naranja dibujados encima del autor en la solapa, la sensación de burla se amplía. Como si todo el libro fuera una gran tomadura de pelo, una performance contra la lectura plana.

La ficción de Aguilera crea un espacio transficcional sin referentes donde todo tipo de respuesta moral se neutraliza. Pienso en la generación millennial. ¿Cómo reaccionarían ante personajes tan detestables como esa figura paterna que viola a su mujer o ante el patético Néklas, quien busca refugio erótico en su perro, o ante el narrador que testimonia con tanto detalle cómo asesinó a su padre (a “su propio padre”) antes de invitar a los vecinos a una suculenta comida? Pues se quedarían absolutamente desconcertados ante esta particular combinación de slapstick y descarga eléctrica. Buscar identificarse como lector o recurrir a respuestas prehechas sería absolutamente ridículo ante la turbadora metaficción que es Clausewitz y yo.

Escuchemos: «mi padre era una mierda», «mi padre era un cabrón», «mi padre era un perro»… Las imágenes grotescas y repugnantes reaparecen tan a menudo que un tipo tan desagradable como Néklas, quien “cuando come se lleva la boca a la cuchara en vez de la cuchara a la boca”, podría parecernos un sujeto potable. Se trata de un texto «cabronamente bueno», pienso, mimetizándome con el autor.

Un texto dinamita.

Dinamita que a estas alturas es lo que menos extraña, ya que el grupo Diáspora(s) ―fundado por Rolando Sánchez Mejías y Carlos A. Aguilera en La Habana― formuló en los años noventa una poética molotov contra las ficciones de estado, la Literatura-Nación y todo tipo de canon congelado. Dentro de este marco, Aguilera fue articulando intervenciones poéticas en el campo literario cubano, tal y como ejemplifican poemas como Mao o GlaSS. Con su última nouvelle, el autor de Teoría de la transficción[i] ha sellado un territorio muy propio donde vuelve a entrelazar ―por decirlo así― poesía y performance, ensayo y teatro, relato y monólogo. De hecho, esta nouvelle, que se lee como un largo poema, se compone de tres partes semiindependientes, alguna publicada antes como cuento.

Dinamita que también puede verse en los temas que Aguilera elige y en el uso de lo que yo nombraría “voces catárticas”. No debería ―por lo tanto― sorprendernos la intensidad del monólogo del hijo parricida en Clausewitz si estamos familiarizados con el torrente paranoico de la madre que decide acabar con una plaga de gatos rusos en la obra de teatro Discurso de la madre muerta. Ni tampoco debería sorprendernos la violencia de la autoridad-padre si recordamos las agresiones a las que son sometidos los niños en Matadero Seis, otra de sus nouvelles. Obra, esta última, que al igual que las antes mencionadas, se condensa de alguna manera en Clausewitz y yo, en su violencia y en su risa.

Algo que también sucede con el hogar (su representación).

En El imperio Oblómov esta representación viene acompañada de toda una genealogía familiar donde se encadena el mal que pasa de una generación a otra y donde la venganza se fusiona con el delirio y la distopía. En Clausewitz y yo también se trata de un núcleo familiar, pero más micro. A través de esos mundos reducidos el autor teatraliza determinadas dinámicas de poder que están de fondo en la construcción de todo estado-nación. Violencias inmunológicas que funcionan como una constante en la obra del cubano.

Piensen en las razones «muy graves» que tiene el padre en Clausewitz para delatar a otro vecino: «Jota intenta desde hace meses destruir nuestra armonía”, y argumenta, «invita a su casa a personas que no son de esta calle», «personas que ni siquiera viven cerca de esta calle y ni siquiera cerca de las cercanías de las cercanías de esta calle». De este modo quedan expuestas las maneras rancias con las que los humanos deslindamos nuestros territorios de pertenencia.

La crítica a esas herencias culturales está íntimamente ligada a la parodia que construye el autor de El imperio Oblómov en torno a la masculinidad en su versión más autoritaria. Independientemente de si el papel activo ―guardián u opositor de Estado― es mujer (Discurso de la madre muerta) u hombre (Clausewitz y yo), ambos se expresan con un imaginario militar (medallas, objetos de caza, colecciones de tanquecitos) y un discurso defensivo y territorial. Una masculinidad fascistoide que en algo recuerda al padre de la película Canino, de Yorgos Lanthimos, filme donde el progenitor somete a su familia a una jerarquía animal y donde la figura masculina ―al igual que en Clausewitz― queda ridiculizada a través de la caricatura, del vacío que sustenta al discurso-nación.

Articulación que en el caso de este libro va a estar supeditada a dos relaciones filiales: la del abominable y obsesivo padre, obcecado con el militar prusiano que en su momento llegó a deslumbrar al mismísimo Napoleón, y la de unos vecinos, Néklas padre y Néklas hijo, dos entidades muy parecidas en su propia diferencia, personajes todos ellos que, moldeados dentro de un sistema patriarcal, van acoplando violencias que parecen duplicarse al infinito: mientras uno mata a su progenitor, el otro, «el joven y ortopédico Néklas», termina narcotizado por la televisión, mientras uno vegeta afásico, el otro goza dándose latigazos.

Aguilera somete al lector a un juego muy particular de afecto y desafecto. Hay una especie de deconstrucción de la dinámica afectiva generada entre lector y obra y entre sonido y significado. Piensen en inscripciones como «el pequeño Néklas» para atraer simpatía, y en los gestos repulsivos que suelen venir después de estas inscripciones que expresan sentimientos. Inscripciones y bucles sonoros donde podría decirse que el texto se mueve. La violencia de todos estos personajes extremadamente autoritarios y el modo en que van tomando forma a través de tonos, palabras y melodías genera un gran contraste entre todos ellos y el relato. Melodías venenosas que al final te dan una porción de la misma enfermedad que están combatiendo.

Más que leer este tipo de literatura en el plano de la trama, hay que leerla en su plano afectivo y efectivo, en su escenario. Lo que estudia Sara Ahmed acerca de la performatividad de la repugnancia[ii], Aguilera lo investiga a través de la narración. Además, en la literatura de los sentimientos «feos» (la envidia, la angustia, la paranoia, la molestia…), según Sianne Ngai, pueden encontrarse los dispositivos perfectos para pensar la relación entre estética y política[iii]. Esa es la fórmula dinamita mediante la que el escritor cubano se mueve entre maldad y humor, y es así como desintegra los automatismos de identificación entre lector y obra. El texto pide una reflexión sobre los mecanismos perversos o pulsiones arcaicas de nuestra convivencia, tal como se hace evidente si se piensa el texto en términos antiedípicos.

Porque en este monólogo de abominación del hijo parricida no solo hay una ridiculización de la figura paterna sino además del Edipo en sí: drama fundacional de toda comunidad, según Freud. Es decir, a través de la parodia del mito clásico podría decirse que Aguilera se mueve en un plano en el que proyecta una escritura esquizo como máquina de guerra de delirios, imaginarios absurdos y abyecciones que intentan escapar a las paranoias propias de todo esencialismo.

El proyecto Diáspora(s), en su día, se inspiró en lecturas filosóficas postmodernas: Deleuze y Guattari, Vattimo, Derrida… Los autores asociados a él fueron proponiendo escrituras diversas como rearticulación del nexo entre arte y política. Es en Clausewitz y yo donde Aguilera llega a la madurez de su poética con un sello muy propio: el humor. Un humor que invita a dejarse expulsar a un territorio (des)afectivo donde tiene lugar algo tan serio como el acoso de las formas arcaicas de represión que tiranizan nuestra pequeña bios cotidiana. Allí es donde la escritura aguileriana le saca la lengua a los dramas, a lo autoritario ―estatal, personal, profesional― o a las obsesiones, y se ríe, ríe, ríe, como venganza.

Notas

[i] Antología de autores cubanos hecha por Aguilera: Teoría de la transficción. Narrativa(s) cubana(s) del siglo xxi (2020). Madrid: Editorial Hypermedia.

[ii] Sara Ahmed. La política cultural de las emociones. México: Universidad Autónoma de México, 2018.

[iii] Sianne Ngai. Ugly Feelings. Cambridge: Harvard University Press, 2005.

Publicado originalmente en revista Penúltima.