NDDV: Hamlet contrarrevolucionario
De regreso a su país natal, luego de una residencia artística en la Künstlerhaus Bethanien, en Berlín, el artista cubano Hamlet Lavastida fue conducido a un centro de aislamiento para el control de la COVID-19 y, desde allí, directamente, a las mazmorras de Villa Marista.
Sus delitos, según los reportes más recientes, son su pretendida condición de “contrarrevolucionario” y una nebulosa imputación de “instigación a delinquir”. El segundo cargo está relacionado con un chat privado en el que Hamlet comentó la idea de marcar billetes con cuños diseñados con acrónimos del Movimiento San Isidro (MSI) y el grupo 27N.
Dejando a un lado la cuestión estética, o si marcar billetes con acrónimos pudiera interpretarse como una acción subversiva o como una simple apropiación artística, quisiera ocuparme del problema de “revolución versus contrarrevolución” en el nuevo escenario cubano. Vale decir, en el único contexto empírico de que disponemos hoy.
Que ciertos elementos antisociales hicieron una revolución comunista en Cuba en 1959, es todo lo que sabemos con certeza. Lo demás es especulación. Menos sencillo resulta indagar qué es exactamente un revolucionario, y a santo de qué le asiste el derecho de decidir quién es admitido o rechazado en Cuba. ¿Cómo podremos, entonces, arribar a una definición plausible de lo contrarrevolucionario? ¿Mediante qué estratagema esto último pasó a ser un delito?
De entrada hay que rebatir la falacia de que un opositor al castrismo es, de cierta manera ilógica, el auténtico revolucionario, ya sea por incomprendido o por traicionado, y postular que, por el contrario, cada opositor es inequívocamente un contrarrevolucionario. Que el castrismo no comenzó como un proyecto humanista, nacionalista o idealista, sino como una traición y una falacia. Que la revolución fue el crimen de lesa humanidad que perpetraron nuestros padres.
Aún hoy, funcionarios de la calaña de Helmo Hernández, Humberto López y Abel Prieto son tan canallas como lo fueron Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante en 1959, el dúo que cargó el féretro del Diario de la Marina y vio partir al destierro a Gastón Baquero, sin derramar una lágrima. Debemos entender que no existen revolucionarios inocentes, y que no puede haber absolución para la revolución.
El lema “La Historia me absolverá” contiene un mecanismo extrajudicial que no hemos entendido aún en toda su perversidad. Efectivamente, fuimos nosotros los que absolvimos y exoneramos a los revolucionarios, justificando sus acciones, ya sea por la candidez, la obnubilación o el autoengaño. El hecho es que artistas como Pablo Milanés y Silvio Rodríguez fueron revolucionarios y lo siguen siendo, y que nuestro deber de contrarrevolucionarios es condenarlos, así sea retrospectivamente.
Si la revolución es un crimen impune, la contrarrevolución es justicia. De cualquier otra manera nuestra acción política se agotará en el círculo vicioso de la absolución y la culpa. La revolución no es una utopía, ni un proyecto pendiente a la espera de realización ideal. Una revolución es una revolución, y los contrarrevolucionarios tampoco deben sentirse culpables de serlo. Si existen culpables, son los revolucionarios.
Si Patrisse Cullors de Black Lives Matter ensalza a Papá Fidel y lamenta su muerte, entonces BLM es nuestro enemigo. Nada de cartelitos de BLM en nuestros jardines, lo cual no contradice un compromiso con la igualdad racial, genérica o de cualquier otra índole. En Cuba, la lucha por la igualdad social es contrarrevolucionaria, y antecede en muchas décadas el advenimiento de BLM o el movimiento LGBTQ+.
Si Leonardo Padura repite que Fidel Castro fue un idealista y Raúl un pragmático, Padura es el enemigo del MSI y, en términos prácticos, no se diferencia en nada de un chivato. Cuando Josep Borrell desde la Unión Europea le saca las castañas del fuego a Gaesa y el embajador Alberto Navarro afirma que en Cuba no hay dictadura, lo hacen desde la perversión de la falsa conciencia europea. Los señores embajadores se sienten revolucionarios, y con razón. No debemos esperar de ellos solidaridad ni entendimiento, solo agradecerles la oportunidad de confirmar nuestro credo contrarrevolucionario.
Una revolución que acoge a John McAfee y destierra a la joven patriota Karla María Pérez solo puede hallarnos en el bando de la contrarrevolución. Una revolución que da asilo a los prófugos de ETA, a los narcoguerrilleros colombianos, al bandolero indio Mehul Choksi, al villano rumano Ovidiu Tender, y que persigue implacablemente a la poeta Katherine Bisquet, es la misma anciana asesina que en 1977 brindó apoyo al gobierno del MPLA en la masacre de Luanda.
¿Es posible defender los “logros” y “principios” de la revolución, o su “necesidad histórica”, y todavía militar en las filas de la oposición? Que no hay logros, ni principios, ni necesidad histórica es el primer axioma de la contrarrevolución. Tampoco puede existir solidaridad con los grupos revolucionarios latinoamericanos o estadounidenses que justifiquen o apacigüen a la tiranía cubana. El que asiste a un cóctel en Manhattan en honor de Díaz-Canel, carga miles de angolanos muertos en su conciencia.
Si Joe Biden y Antony Blinken pretenden encandilarnos con “argumentos humanitarios” que reintroduzcan en Cuba el modelo birmano favorecido por la administración Kerry-Obama, entonces la contrarrevolución deberá asumirse como antimperialista.
El caso del contrarrevolucionario Hamlet Lavastida es un evento clave que concierne al programa total de la oposición en todas sus variantes y configuraciones. Antes de continuar la lucha por la independencia de Cuba, hay que saber que el verdadero problema sigue siendo cómo independizarnos de la revolución.
La nueva crisis revolucionaria, mucho más grave y urgente que la del capitalismo, requiere un alto en el camino y un minucioso examen de conciencia que le permita al cubano reconciliarse finalmente con la idea vedada de la contrarrevolución.
Publicación fuente ‘ADN’
Responder