Gerardo Muñoz: El reino imperceptible: la escritura de Calvert Casey

Archivo | Dokumentxs | 11 de mayo de 2022

Continuamos nuestro dosier ‘La literatura cubana y el pliegue-vanguardia’ con este jugoso texto de Gerardo Muñoz sobre el gran Calvert Casey. En las próximas semanas seguirán saliendo los próximos ensayos y los próximos ensayos y los proximos ensayos. Goooocen 😉

Donde el destierro se transfigura en propiedad, la libertad se piensa como aislamiento y la sociedad de hombres libres se piensa como agregado de hombres solos –en donde no es posible pensar la existencia sino como trabajo”.

Miguel Morey, El orden de los acontecimientos

Un paseo errante

En la escena de escritura de Calvert Casey, el único personaje que no cesa de aparecer es el paseante, aquella figura que se deja ir en un paseo. Así, en toda su obra no dejamos de encontrar figuras que se desplazan por una ciudad; un amante que navega por las entrañas de un cuerpo amado; una turbulencia de imágenes en el transcurso de un ensueño del mediodía; o una mirada que, extraviada en el cielo, establece una distancia con la constancia de los fenómenos terrenales. En el escueto y breve mundo de Casey, todas las cosas se encaminan en un descenso cuya textura es la inmanencia de la vida. Esto quiere decir, entre otras cosas, que para Casey la obra es fundamentalmente la desobra que le acontece a la vida, todo aquello que puebla el entorno de los seres vivos y que lo vinculan medialmente con el afuera. En un sentido preciso, se pudiera decir que Casey no escribió relatos ni literatura, sino que más bien intentó plasmar una sensación inagotable en la representación. De ahí que en un determinado momento histórico, influido por una revolución productivista, la imaginación de Casey optó por sustraerse de la sumisión abstracta del tiempo hipotecado al futuro.

El gran malentendido de las vanguardias durante el siglo veinte (desde el Constructivismo ruso de comienzos de siglo hasta el último ejercicio puesto en marcha por el Situacionismo) fue la percepción de que la unificación entre el procedimiento artístico y la facticidad de la vida podía resolver el dilema de la crisis de la obra de arte. Pero ahora sabemos que no fue así, puesto que tanto las vanguardias autonomistas como los experimentos manifiestamente políticos operaron dentro del mismo engranaje de la filosofía de la historia. De esta manera se clausuró toda posibilidad de éxodo de la entelequia de la “obra”. Esta paradoja la pudo ver con nitidez el historiador Robert Klein en un ensayo significativo, “El eclipse de la obra de arte”, en el que escribía: “Los ataques de diversas vanguardias artísticas contemporáneas de nuestro tiempo –desde las que condenan la belleza o la representación figurativa hasta las que quieren enterrar la pintura de caballete o incluso el arte mismo– convergen finalmente en un objeto limitado, preciso, pero muchas veces poco reconocido. El objetivo, de una forma u otra, a lo largo de muchas revoluciones sucesivas, es la encarnación de los valores, el objeto de contemplación, en resumen, la “obra”. No es el arte lo que condenan sino el objeto del arte” (Klein 1979). Entre la opción de realizar la vida en obra de arte, o realizar la obra de arte en la vida, la destrucción de la obra se volvía opaca e imposible. La objetivación, ya sea como obra de vida o como vida de la obra, subsistía como marco ontológico. El primer gesto de rechazo de Calvert Casey, por lo tanto, no puede ser reducido simplemente a la toma de partido por una vanguardia “estética” ante la consumación de la variante “política”, sino más bien la apuesta por la desobra de la lógica vanguardista en una doble polaridad que terminaba abasteciendo de manera indirecta el régimen de producción desde el cual ya no se podía asistir a las imágenes de la vida.

Todos los esfuerzos de la escritura de Calvert Casey estuvieron puestos en la improductividad de una apariencia singular, muy cercana al aburrimiento animal, y asentada en un proceso de iniciación que coincidía con una experiencia sin finalidad. Al fin y al cabo, el ser humano es la criatura que, a pesar de no tener “una obra”, puede contemplar incesantemente los medios disponibles que le dan acceso al mundo. También en la estela de los años sesenta, Giorgio Cesarano afirmaría, contra la creciente domesticación sensorial del capitalismo antropológico, que “el fin del yo prepara la génesis de la presencia” (Cesarano 2000). Una vida sin obra y sin historia es la posibilidad de habitar el mundo. Este es el experimento al que se mide la extraña prosa de Calvert Casey. Recordemos cómo en el relato “El paseo”, el joven Ciro se pasea con su tío por La Habana en una clara experiencia de iniciación. Sin embargo, esta dimensión experiencial de juventud no es producto de un hecho memorable en el tiempo, sino, más bien, la posibilidad de encuentro o ex–posición de un paseante que no logra otra cosa que contemplar su potencia (lo que ya siempre viene siendo en lo que es). No es menor que “pasearse” sea un acto pasivo, tal y como también se deja ver en los personajes errantes y angélicos de Robert Walser (Agamben 2011). Y al igual que el suizo, las figuras de Casey rechazan la dirección y el objetivo, pues el paseante traza el camino en un mundo que le devuelve variaciones de los sentidos.

Por eso es por lo que Casey fenomenológicamente puede expresar en “El paseo” que en las calles de domingo estaban las mismas caras de siempre, como si no hubiera diferencias en la mutación de la realidad (Casey 2016). Y sin embargo, sabemos que para Ciro ese paseo fue fundamental, el inicio de algo, una recarga de sensación de su existencia: “Ciro se sintió invadido por una sanación de intenso bienestar, una experiencia completamente nueva para él, lo había puesto en un estado de suave placidez del que no deseaba salir (…). A través del cristal roto que coronaba la puerta del cuarto, podía ver el cielo” (Casey 2016). La dimensión experiencial en el mundo implica una transformación ética de primer orden. Es un acto irreversible e inolvidable, porque coincide íntegramente con el carácter. Esto implica que, a diferencia de quienes han querido leer a Calvert Casey como la prosa de la secularización de la vida mística con respecto al mundo, tienen que pasar por alto lo más profano, a saber, que la experiencia se genera gracias a la errancia con el afuera (Pérez-Fimat 2002). Por eso la herida del acontecimiento no es lo que prevalece en el paseante, sino una forma de exposición: “Miró el cielo de verano y el inmenso mundo que lo rodeaba, y luego de nuevo la calle…” (Casey 2016). La tropología del cielo nos recuerda la imperceptibilidad atmosférica de nuestro mundo de vida; esto es, el recorte de un paisaje que nos ubica en la morada del espacio.

La exterioridad, sin embargo, no es una mera negación de lo trascendental desde la univocidad de la inmanencia. Para Casey, la morada tiene lugar en el fieltro de un cuerpo fluvial y órfico, como si se tratase de la gruta originaria de los primeros hombres. Esto es así porque el proceso antropogénico nunca cesa de acontecer en la especie humana. Esto es algo que contemplamos en “Piazza Margana”, el fragmento póstumo de su novela destruida antes de su suicidio, y que representa el descenso minimalista del paseante. Un descenso que, a su vez, es “el más profundo misterio (…), para hallar algo semejante uno tendría que retroceder a los días en que las fuentes del Nilo eran desconocidas, o incluso antes, mucho antes, cuando el gran río empezó a fluir (…) eternidades antes de que el hombre llegara con los ojos vidriosos” (Casey 2016). Un recorrido que abandona la temporalidad de la obra futura para retrotraernos a la génesis inmemorial de nuestra morada en la tierra. Pero si el misterio es la forma arcaica de la parodia y la aventura moderna, como ha mostrado Gianni Carchia, en la escritura de Casey lo mistérico es la errancia del viviente como modalidad de la imagen (Carchia 2022). Ya no se trata de una travesía a través de las eras ni alrededor de un cuarto, sino mediante los infinitos pliegues de un cuerpo. Esto lo sabe el deseante-narrador al intuir que su travesía es sempiterna, pues el misterio del deseo trastoca en cosa su lugar. Para Casey, el cuerpo remite al misterio del bosque, ese topoi que antecede a la fundación del nomoi de la tierra: “En un cruce, después de resbalar a lo largo de meses en una agonía mortal (…), el paisaje cambia abruptamente. (…) Me siento perdido en este bosque de gigantes que avanzan lentamente abrazando a traición, ignorándome completamente en su grandeza. (…) ¿Quién podría detenerme, excepto la muerte, y sería, en ese caso, nuestra muerte?” (Casey 2016).

La travesía por el lienzo interior y poliédrico de un cuerpo desconoce la noción morfológica (hyle) del límite. Para el paseante errante lo único que lo convoca es la aventura de “vivir desviviéndose” en caída (Agamben 2022). En otras palabras, ya no hay guiones para sujetar a los hombres, pues la existencia es realmente insustituible. Esa vivencia en la khorâ –que destruye todo lo abultado de las ficciones del mundo– sitúa al paseante en proximidad con el reino de la felicidad. En efecto, la teología hereje que recorre la obra de Casey no es la del quietismo místico propio a la experiencia interior, sino, más bien, la de la intromisión de un inframundo que yace en los tejidos del cuerpo (Valente 2008). Este reino –en lo imperceptible entre cuerpo y alma– hace posible la experiencia de la felicidad como aquello que jamás puede tomar el lugar de excepción en la vida del viviente. Por eso el narrador de “Piazza Margana” puede confesar: “Soy feliz. ¡Al fin! (…) Podrían poner en pie de guerra ejércitos enteros, legiones de carros blindados, aviones muy bien abastecidos y muy modernizados vomitando fuego para desalojarme de aquí. De nada servirá. Esto es el Paraíso. Lo he hallado” (Casey 2016). El paraíso de “Piazza Margana” deshace el registro trascendente e inmanente desde un umbral que yace fuera de sí. Y, a diferencia del reino subterráneo de los cuentos de hadas, el reino fluido de Morgana es el umbral poblado por los dioses paganos del goce (Kirk 2019). Este paraíso menor de lo imperceptible nombra el acontecimiento del misterio de una vida feliz sin obras y, por lo tanto, sin pecados. En el reino de lo imperceptible la vida deviene un movimiento que sabe navegar el tiempo de la caducidad del mundo. Naturalmente, este naufragio erótico devuelve la errancia a la especie como dispersión de sus formas.

Aeropuerto: topología de la domesticación

No es mero dato biográfico que Calvert Casey haya conocido la civilización técnica estadounidense de primera mano, lo cual explica su rechazo hacia la domesticación del sujeto moderno. Esto se puede registrar en un texto breve publicado años antes de la Revolución de 1959 en la revista Ciclón; en él reflexiona de manera decisiva sobre un espacio de la modernidad tecnológica: el aeropuerto (Casey 1956). Pocos espacios como el interior de un aeropuerto pueden tomarse como paradigma de la domesticación espacial propia del capitalismo, pues incluso a diferencia de los pasajes comerciales del siglo XIX, el aeropuerto es el lugar de alienación más extrema entre los seres. La confección de este espacio invernadero –sus superficies lisas, la transparencia de los cristales, la uniformidad de identificación de tareas, la relación puntillista con la temporalidad homogénea– suponía una aceleración de la condición solitaria de la especie humana en la fase más alta de la modernidad capitalista. Sin duda alguna este era el reverso de la totalización comunitaria que el nuevo estado socialista ofrecía mediante la reorganización de los medios de producción. En ambas instancias –el aeropuerto y el campo de trabajo agrícola– encontramos dos topoi extractivos cuya finalidad era (es) una sola: la administración de los medios sensibles del ser humano.

No es menor que Casey escribiera en aquella nota: «La soledad es una realidad harto tangible en un país donde se cultiva y defiende a toda costa la ‘privacy’ (es curioso que el término no tenga traducción en español ni en algunos otros idiomas; que haya explicarlo)… ¿Qué hace que el fenómeno de la soledad forzosa y el hastío sea más visible en los Estados Unidos que en ningún otra parte? ¿El progreso técnico, la introducción del radio, de la televisión en la casa —que en las grandes ciudades es con gran frecuencia un apartamento muy cómodo para solo una persona—, el amor a la velocidad, a la acción, a los viajes?” (Casey 1956) Ahora Casey estaba en condiciones de constatar que la esencia de la producción especial de la modernidad no era simplemente la acumulación de bienes o la reproducción de una forma-valor económica, sino un proceso de tecnificación de las mediaciones espaciotemporales que generaban un infinito proceso de sujeción. De ahí que, para el autor de Notas de un simulador, el aeropuerto, en virtud de la administración del tiempo-espacio, la velocidad y el movimiento, se convertía en la signatura de una “terrible uniformidad del personal (…), en la versión repetida mil veces de un mismo hombre o una misma mujer. Es aquí donde la uniformidad y la monotonía modernas son abrumadoras” (Casey 1956). Aquí atendemos a una lucida descripción de lo que años más tarde se llamaría “la crisis del hombre social”, ahora identificado con el dominio de una equivalencia sin resto entre el hombre y el capital. Esto confirmaría el hecho de que, en realidad, tanto comunistas soviéticos como capitalistas norteamericanos coincidan en la planificación de la producción; su única diferencia era apenas sobre cómo diseñar la electrificación de la tierra. Visto desde el régimen de producción, socialismo y capitalismo eran dos formas complementarias de cómo organizar la alienación del tiempo vacío de los hombres-masa.

Para Casey esta modernidad de un tiempo homogéneo generaba un sentimiento de “nausea” que se experimentaba psíquicamente en el aeropuerto. Este es el suceso vital de la imposibilidad de una experiencia con el mundo sensible. En efecto, la domesticación de un aeropuerto es total en la medida en que la tierra es borrada: el centro de operaciones hermético se transforma en una superficie única en un avión que en pocos minutos pasa de encontrarse en el suelo a las alturas de una atmósfera sin horizonte. Por lo tanto, hacemos bien en leer la temprana fascinación de Calvert Casey por la revolución cubana de 1959 como la posibilidad de encontrar una salida a la domesticación de la civilización de la producción, apostando por una tercera figura que atendiera a la palabra del hombre común, tal y como se registra en el testimonio de un campesino incluido en la antología Cuba: transformación del hombre (1961), que él mismo editó a comienzos de los sesenta. La promesa de una revolución de nuevo tipo –una “revolución de estilo”, como la definía Dionys Mascolo unos años más tarde tras su viaje a La Habana– representaba un rechazo de la proyección productivista común a los diseños modernizadores que ya por entonces se dejaban ver como las fuerzas materiales de la integración planetaria.

Por eso, a diferencia del subjetivismo sacrificial de la violencia foquista, para Casey una auténtica revolución solo podía potenciar la dimensión ética de un estilo singular; como apunta en el ensayo “El centinela en el Cristo”: “(…) este hombre traía un nuevo modo, un nuevo estilo (…). Nosotros habíamos sospechado una nueva conciencia, un nuevo estilo, pero ésta era la revelación inesperada en medio de un escenario fantástico” (Casey 1964). La revolución no podía realizarse para sujetar a la especie humana a los modos de producción social, sino para liberar un estilo contra una civilización del sometimiento apoyado en supuestas leyes históricas. Por eso en su artículo sobre los aeropuertos de 1956, Casey posee una comprensión integral de la esencia técnico-espacial a la que había que renunciar: “Los esfuerzos de las dos grandes sociedades antagónicas de nuestro tiempo: los Estados Unidos y la Unión Soviética; y con ellas las Naciones Unidas (…). Prever, planear, proyectar, ejecutar, metodizar, con el Progreso, la Abundancia, y la Felicidad como grandes objetivos en el tiempo” (Casey 1956). Todo el poder de la imaginación de la obra de Calvert Casey es una tentativa por liberar la felicidad de la objetivación de un tiempo en el que prevalecía la abstracción sobre las formas de vida. Solo así sería posible volver pensable un sentido de libertad con respecto a la domesticación de esta; es decir, como retirada de un planeta transformado en un vasto aeropuerto ventilado.

Felix essendi

Los personajes de Casey gravitan en la plenitud de un estado de gracia y un sentimiento de felicidad. Sabemos que la felicidad en Occidente ha sido capturada en dos declinaciones subyacentes: un primer momento acotado en la teología política de la expulsión del Edén (dispositivo del pecado), y un segundo momento (moderno) inscrito en las páginas en blanco de la filosofía del progreso de lo “racional” (dispositivo dialéctico hegeliano). Por eso la felicidad solo puede emerger como una serenidad mistérica y, en la escritura de Casey, asumirse como la ética de lo invivido en lo viviente. En efecto, lo que no ha sido vivenciado se recoge en el carácter común de la especie (Agamben 2020). Este misterio es lo que trabaja a cámara lenta el relato “La dicha”, el cual narra un encuentro fortuito entre dos amantes. Casey merodea una intimidad tomada por el desorden, pero en el cual asistimos a un “pequeño paraíso de intimidad” (Casey 2016). Y es en ese encuentro de los cuerpos –en plena disyunción y detención de lo temporal y espacial–, donde la vida se sumerge “en capas cada vez más espesas y profundas de dicha” (Casey 2016), la profundidad de una vida dichosa es simplemente aquello que el encuentro nos dona para situarnos en la proximidad inconmensurable de un otro impenetrable. Esta es la ascendencia de la felicidad, su conatus essendi.

En “La dicha” la felicidad desnarrativiza las condiciones del relato porque la vida dichosa no es alegoría ni símbolo, sino una laguna de la lengua entre las cosas. “¿Eran necesarias las palabras?”, dice uno de los personajes de Casey, mientras Laura extrae cosas de su bolso. Así, la felicidad no obedece a la fuerza de la significación o del discurso, sino que es en sí misma lo imperceptible de una revelación musical. Por eso, Casey habla en el relato de “simples observaciones” desde la cuales la verdad ya no tiene nada que corroborar, sino que devela la esencia de las cosas. Ahora bien, hemos de recordar que la noción de felicidad que hemos heredado de la teología política como felix culpa ha sido el dispositivo para administrar una providencia a cambio de ser regidos por una tecnología pastoral sobre las almas. En cambio, la felicidad que se tematiza en “La dicha”, la cual podemos llamar felix essendi, es la intensificación de un encuentro que registra el divertimiento en el mundo. Por aquellos años y, en ocasión del nuevo teatro revolucionario, Casey recordaba que “divertirse no quiere decir, por necesidad, alegrase sin objetivo. También puede tener el sentido de diversificar el objeto de nuestra atención, siempre despierta para fijarla en otra cosa” (Casey 1962). La felix essendi es la renuncia de toda interioridad a cambio de la física de un contacto que nos desplaza hacia otra cosa y hacia las cosas. Las formas más pasivas de la existencia, como la mirada o la respiración, verifican la pulsión del recorrido de la diversión. De ahí que los personajes del mundo de Casey no sean nihilistas ni beatos, sino itinerancias que abren caminos ascendentes a partir de gestos que amasan la preservación de su esencia. Se trata, nada más y nada menos, que de una “exigencia de vida” aquí y ahora, como vio con lucidez María Zambrano sobre la naturaleza habitante de Calvert Casey (Zambrano 2010).

El recogimiento de la gloria del carácter libera el felix essendi contra la fuerza alineada del reconocimiento y la posesión. En toda su extrañeza expresiva, la escritura de Casey no hace otra que cosa que dilapidar la domesticación moderna de las pasiones para abrirse a un eros insurrecto que ya no puede ser privado de una experiencia. De la misma manera que la escritura se aloja en la cesación de la désoeuvrement, el movimiento ascendiente del eros implica un regreso a la parcela del mundo. Ahora es que se nos hace legible el poema que Casey escribiera con el título “A un viandante de 2965”, en el que los dos últimos versos explicitan el misterio de la experiencia: “Tu último paso será tu último gesto. Si encuentras a quien buscas y te detienes, rodaras muerto a sus pies” (Casey 2016, 310). Si bien es cierto que el primer verso hace explícito la medialidad del gesto, en realidad, es en el segundo en el que podemos comprender cómo solo el encuentro desliga la pasión del mundo al que hemos sido arrojados. Pero si los gestos apuntan a la capacidad de los medios que usamos, el encuentro nombra, por el contrario, el acontecimiento por el cual se abren nuevos posibles sin obra. Esta felix essendi recorre toda la obra de Casey como un timbre lumínico que reluce en las tinieblas de un presente que pone en sigilo a la propia realidad. Este no-saber marca la felicidad como vocación expectante de toda vida ética.

Bibliografía

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Maria Zambrano. «Calvert Casey, el indefenso, entre el ser y la vida», en Islas. Madrid,Verbum, 2010, pp. 224-234.

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