Ignacio Iriarte: Sarduy y la vanguardia

Archivo | Dokumentxs | 18 de mayo de 2022

Continuamos nuestro dosier ‘La literatura cubana y el pliegue-vanguardia’ con este excelente ensayo de Ignacio Iriarte sobre Sarduy, Lezama, Lacan y la eterna ‘retombée’. En las próximas semanas, más. Goooocen 😉

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Reconocemos una obra de vanguardia cuando dice o hace algo inaudito: propone algo jamás escuchado o nunca visto o leído, contiene algo incomprensible, incluso si se trata de una idiotez. Para César Aira, el arte contemporáneo es siempre una invención nueva para escapar de la reproductibilidad. La obra lucha constantemente contra la fotografía. Por su parte, Hal Foster sostiene que la vanguardia es un síntoma, algo que no puede reducirse a lo simbólico de una época, razón por la cual se la comprende mejor con posterioridad, cuando la comunidad interpretativa ha cambiado lo suficiente como para volver la obra lenguaje. La potencia de la vanguardia siempre es potencialmente el engendro (en el doble sentido del término) de lo real.

En la literatura cubana existen varios escritores que se sitúan en la vanguardia. Aparte de las vanguardias históricas, pienso en Virgilio Piñera, Lorenzo García Vega, los autores de la revista Diáspora(s), Legna Rodríguez Iglesias, y la lista podría continuar. Entre esos autores se encuentra Severo Sarduy. Sarduy se relacionó con las vanguardias de dos maneras distintas y complementarias. Por una parte, escribió una obra experimental que lo alejó de la literatura de moda (en Escrito sobre un cuerpo (1969) atacó el “realismo mágico”) y de la cultura política del momento (se había marchado de Cuba a fines de 1959). Por la otra, escribió varios ensayos sobre las vanguardias y las neovanguardias. Crítico y escritor, teórico y experimentador, Sarduy compuso una literatura sobre el lenguaje y los soportes de la comunicación y analizó las expresiones literarias y plásticas contemporáneas. En este trabajo me interesa analizar estas dos dimensiones para indagar sobre la forma en la que ambas se articulan.

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Dentro de la línea de lo que quiero plantear, el libro clave de Sarduy es Escrito sobre un cuerpo, publicado por la editorial Sudamericana de Buenos Aires, en 1969.1 En ese volumen de ensayos se refiere a la literatura contemporánea, hace un análisis de Luis de Góngora y, en la última parte, realiza una serie de lecturas sobre el arte actual. Esa parte está presentada por un breve pero potente ensayo titulado “Por un arte urbano”.

En ese texto, Sarduy piensa el arte de los años sesenta a partir de las transformaciones que se vienen produciendo en las grandes ciudades. Desde su punto de vista, las ciudades se están convirtiendo en entornos completamente artificiales. Como dice el escritor, en La Habana nos puede orientar el olor del mar, en Roma el sonido de las fuentes y en Estambul la voz de los almuédanos, pero “sólo flechas y paneles hipergráficos podrán guiarnos en medio del trébol de carreteras superpuestas de Estocolmo, a lo largo de las avenidas idénticas del suburbio parisino. Elementos esquemáticos, colectivos, que estructuran nuestra imagen de la ciudad”.

Sarduy reconoce en este cambio una profunda alteración de la noción del espacio. Hasta el siglo XX, las personas se orientaban con algún tipo de referencia natural externa a la cultura; a partir del crecimiento de las ciudades esa referencia fue deglutida por los signos y el entorno se transformó en un espacio semiótico. Para Sarduy, esto explica parte del arte de vanguardia y la neovanguardia.

Para demostrarlo, hace una distinción entre dos tipos de pintores. De un lado sitúa a aquellos que han explorado “la ciudad con el residuo de lo natural y como una forma de representar el espacio”, dándole al concepto de “representar” una connotación negativa. Menciona en ese campo a Johannes Vermeer, Paul Klee, Wols, Giorgio de Chirico, René Portocarrero y Jean Dubuffet, quienes propusieron, respectivamente, ciudades realistas, oníricas, metafísicas, planas y dispersas, pero siempre ciudades representadas. Del otro lado Sarduy coloca a aquellos otros que muestran los soportes del espacio actual. Para Sarduy, “La verdadera pintura urbana sería la que no tratara de engañarnos, sino al contrario: telas que harían explícitos sus medios, su artificio, que aparecerían –como la ciudad de hoy- en tanto que puros conjuntos de señales, de convenciones, de códigos”.

Luego de esta presentación, propone tres posibilidades para el arte actual. La primera está referida a la vanguardia histórica:

Una geometría cuyo contenido único sería su propia facticidad; líneas que eliminarían toda trampa –ilusión de perspectiva, de profundidad, planos sucesivos, etc. Enfrentarnos con la superficialidad de un cuadro, denunciar la geometría como un sistema convencional más: en este sentido iban las búsquedas de Malevitch (el Blanco sobre Blanco), el suprematismo o no-objetivismo de Rodchenko, los trabajos de Tatlin. Toda la producción de Albers, cuya importancia comenzamos apenas a entrever, se define perfectamente en esta óptica.

Notemos que Sarduy se refiere a pintores de la vanguardia histórica. Lo interesante es que muestra que estaban planteando algo que se habría de hacer visible en un momento posterior. La ciudad actual, completamente artificial, echa nueva luz sobre sus obras y hace comprensible el trabajo extremo de Malevitch, porque este en lugar de representar, muestra las condiciones de la pintura, de la misma manera que la ciudad se sostiene a partir de los signos y no de un entorno natural que le sería externo. Podríamos decir que Sarduy comprende la vanguardia histórica (o esta selección de la vanguardia histórica) en dos tiempos, de modo que se establece una conexión entre las búsquedas de principios de siglo y la actualidad (años sesenta).

Por eso, al lado de esta posibilidad Sarduy coloca los dos caminos que se abren con las neovanguardias. En primer lugar se refiere al pop art señalando que constituye una “pintura de la señalización paródica, que se presentaría como la irrisión del acto mismo de señalar. Todos los sistemas de lo imaginario urbano serían explorados, pero utilizados al revés, o vaciados de sus mensajes, o puestos en ridículo”. En segundo lugar menciona una “pintura cuyo referente principal sería la tela. Ni la materia, ni las texturas, ni el cromatismo de la abstracción lírica, sino el soporte concreto, literal, del lienzo, que no trataría de desaparecer en el ‘universo’ creado por el cuadro, sino que se convertiría en su tema”, entre cuyos exponentes destaca a Newman, Mark Rothko, Franz Kline e Yves Klein.

Para Sarduy, la forma extrema de esta última posibilidad se encuentra en el minimalismo:

Pero esta posibilidad ha alcanzado su realización total no en la pintura, sino en las esculturas del minimal art. Nada subraya mejor el soporte, nada hace más explícito el trayecto tautológico del arte urbano que las estructuras primarias: cilindros escindidos de Robert Morris, ordenamientos seriales o modulares de Sol Lewitt, geometrías repetidas de Beverly Pepper, topologías monumentales de Tony Smith y sobre todo, esa metáfora del rascacielo, de la habitación, de la ideología urbana actual, que son los cubos de Larry Bell.

Notablemente, estas ideas de Sarduy sobre la vanguardia y la postvanguardia están muy cerca del penetrante estudio que Hal Foster presentó en El retorno de lo real. Publicado tres décadas después de Escrito sobre un cuerpo, en ese libro Foster toma los mismos objetos de estudio como punto de partida: el pop y el minimal art. Se apoya, además, en varios teóricos compartidos por Sarduy (Freud, Lacan, Foucault). Pero lo más impactante es que a partir de las vanguardias propone una concepción del tiempo llamativamente cercana a las intuiciones de Sarduy. Recordemos especialmente las observaciones del escritor cubano sobre Malevitch, Rodchenko, Tatlin y Albers. Aunque los cuatro pertenecen a la primera vanguardia, Sarduy sugiere que se pueden comprender con la transformación de las ciudades de los años cincuenta y sesenta. En Escrito sobre un cuerpo todavía no lo dice abiertamente, pero se encuentra en la forma de pensar las relaciones entre la vanguardia, la neovanguardia y la ciudad. La historia del arte se mueve con una historicidad propia: las vanguardias se adelantan y al mismo tiempo todo gesto de vanguardia invita a volver al pasado.

Algo semejante dice Foster en El retorno de lo real, solo que uno de los propósitos de ese libro es explicitar esta cuestión del tiempo. En su análisis de las neovanguardias, Foster se ve en la necesidad de hacer una crítica demoledora a la propuesta otrora dominante que Peter Bürger había establecido en Teoría de la vanguardia. Recordemos que en ese texto el crítico alemán presenta una historia evolucionista de acuerdo con la cual el arte del siglo XVIII propone como horizonte la autonomía, el arte del siglo XIX la consigue, las vanguardias atacan la autonomía para volver a la praxis vital y, tras su fracaso, las neovanguardias se convierten en mera repetición. Foster sostiene, en cambio, una idea del tiempo distinta que plantea anticipaciones, retornos y reconfiguraciones. Para presentar esta propuesta apela al psicoanálisis:

En sus mejores momentos Freud capta la temporalidad psíquica del sujeto, tan diferente de la temporalidad biológica del cuerpo, la analogía epistemológica que informa a Bürger a través de Marx. (Digo en sus mejores momentos porque, así como Marx escapa a la modelación de lo histórico sobre lo biológico, Freud muchas veces sucumbe a ella por su confianza en las etapas de desarrollo y las asociaciones kamarkianas). Para Freud, especialmente cuando se lo lee con las lentes de Lacan, la subjetividad no queda nunca establecida de una vez por todas; está estructurada como una alternancia de anticipaciones y reconstrucciones de acontecimientos traumáticos. “Provocar un trauma siempre cuesta dos traumas”, comenta Jean Laplanche, que ha contribuido en gran medida a clasificar los diferentes modelos temporales en el pensamiento freudiano. Un acontecimiento únicamente lo registra otro que lo recodifica; llegamos a ser quienes somos sólo por acción diferida (Nachträglichkeit). Esta es la analogía que quiero aprovechar para los estudios modernos de finales del siglo: la vanguardia histórica y la neovanguardia están constituidas de una manera similar, como un proceso continuo de protensión y retensión, una compleja alternancia de futuros anticipados y pasados reconstruidos; en una palabra, en una acción diferida que acaba con cualquier sencillo esquema de antes y después, causa y efecto, origen y repetición.

Aunque no tiene semejante nivel de explicitud, la propuesta que Sarduy hace en “Por un arte urbano” está muy cerca en la medida en que está pensando en esta dinámica de futuros anticipados y pasados reconstruidos. Unos años más tarde, en Barroco, el escritor saca todas las consecuencias de esa lectura con el concepto de retombée, cuya definición coloca como epígrafe del libro de ensayos: “causalidad acrónica, isomorfía no contigua, o, consecuencia de algo que aún no se ha producido, parecido con algo que aún no existe”. Al igual que Foster, Sarduy entiende la historia de manera no lineal, por medio de anticipaciones y retornos, futuros posibles y marcos de comprensión posteriores. Así, si la vanguardia construye un futuro, la neovanguardia reconstruye un pasado, de modo que las relaciones entre causa y consecuencia se pueden alterar, convirtiéndose la ciudad de los sesenta o el minimal art en los focos centrales que producen la vanguardia de los años veinte. Malévich como consecuencia de Larry Bell y no al revés, como se podría esperar de una historia evolucionista.

Sarduy y Foster también se acercan en relación con el espacio. Para ambos, la novedad del minimal art es que compone un espacio diferente del tradicional. Escribe Foster:

Aunque la sorpresa experiencial del minimalismo es difícil de recuperar, su provocación conceptual perdura, pues el minimalismo rompe con el espacio trascendental del arte más moderno (si no con el espacio inmanente del readymade dadaísta o el relieve constructivista). El minimalismo no sólo rechaza la base antropomórfica de la mayoría de la escultura tradicional (aún residual en los gestos de la obra abstracto-expresionista), sino también la desubicación de la mayoría de la escultura abstracta. En una palabra, con el minimalismo la escultura deja de estar apartada, sobre un pedestal o como arte puro, sino que se recoloca entre los objetos y se redefine en términos de lugar. En esta transformación el espectador, negado el seguro espacio soberano del arte formal, es devuelto al aquí y ahora; y en vez de a escudriñar la superficie a fin de establecer un mapa topográfico de las propiedades de su medio, a lo que se ve impelido es a explorar las consecuencias perceptuales de una intervención particular en un lugar dado. Esta es la reorientación fundamental que el minimalismo inaugura.

Treinta años antes, Sarduy señalaba algo parecido sobre los cubos de Larry Bell:

Un perjuicio persistente de nuestra cultura quiere que, de toda producción de arte, sea obliterado el soporte. Esa censura tenaz se ha ejercido, en pintura, contra la tela –la presencia del tejido (texto), del blanco- y el cuerpo de los materiales –pigmentos, polvos-; en literatura, contra la página y el grafismo; en escultura, contra el andamiaje, contra la osatura (geométrica, escondida) que arma al objeto. […]

Si el arte de Larry Bell nos desorienta al principio es porque de un modo irreversible y por su propia literalidad termina con todos los prejuicios de trascendencia. En él, y a partir de un lugar privilegiado para ello, es decir, un cuerpo, la escultura, se destruye la noción del arte como una referencia a algo que no es su propio físico: es precisamente el soporte, el andamiaje, lo que constituye la obra.

No propongo estas comparaciones para mostrar la certeza de los análisis de Sarduy o la forma en la que se adelantaba a su época. No necesita que alguien haga algo como eso. Por otra parte, esas coincidencias se pueden comprender a partir de la cercanía de intereses de Foster y Sarduy, especialmente el interés en el pop y el minimalismo y el sostén teórico de los análisis que realizan. Pero esto mismo revela que lo que hace Foster es revisar los años sesenta y setenta. Por eso podemos decir que en El retorno de lo real realiza lo mismo que las neovanguardias hacen con las vanguardias: retorna a la revolución teórica y estética de los sesenta-setenta y comprende de una manera nueva, encontrando allí los futuros que estaban inscriptos en sus páginas y en sus obras y que hablan a la actualidad. La comparación con Foster permite repensar de esa misma forma a Sarduy: si está cerca de El retorno de lo real, es porque Sarduy plantea una serie de ideas en su época que nos hablan de la actualidad. Hoy en día podemos pensar el entorno artificial de las ciudades por medio de ese sistema de abstracción que es Internet; en el mismo sentido, el tiempo ha dejado de ser lineal y se ha vuelto una madeja de retornos y anticipaciones.

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En relación con su escritura podemos decir que la cuestión del tiempo también es decisiva. François Wahl recuerda que Sarduy “no tenía el menor sentido del tiempo, su memoria era caótica y por ello había instituido a Roberto González Echeverría como su memorialista público, y a mí como su memorialista privado”. Wahl dice que por esta razón utilizaba prioritariamente el tiempo presente; podemos agregar que tendía por eso mismo a pasar de la diacronía a la sincronía. Posiblemente pueda atribuirse esto a un síntoma de época, no solo por los debates sobre la historia y la historiografía que surgieron después de la revolución estructuralista-posestructuralista, sino también porque la modernidad es una forma de darle la espalda al pasado y por consiguiente de desvalorizar la historia como forma de interpretación de lo actual. Pero a la vez ese paso de la diacronía a la sincronía constituye una concepción del tiempo distinta en la medida en que le permite aplastar los relieves históricos, sacar los encadenamientos causales y establecer relaciones no reguladas entre presente y pasado.

El ejemplo más claro de esta operatoria es su conceptualización del Barroco. Me suele pasar que en sus comentarios sobre el siglo XVII encuentro cierta falta de rigurosidad que pareciera descansar en un conocimiento desparejo del período. Para compararlo con quien habría de elegir como su maestro, José Lezama Lima tenía un conocimiento refinado de una porción importante del mundo del Barroco. En Lo cubano en la poesía,Cintio Vitier recuerda que Karl Vossler se sorprendió, durante su estadía en La Habana, del conocimiento que el autor de Paradiso tenía de los clásicos menores. Y a juzgar por La expresión americana no sólo podemos comprobar que tenía muy bien leídos a escritores como Luis de Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora, Lope de Vega, Calderón de la Barca, sino que además ese conocimiento le permitía formular hipótesis sumamente interesantes, como es el caso de la inserción de la cuarteta en los tiempos del Barroco y su importancia posterior para la formación de la poesía picante criolla y sus usos durante las guerras de independencia. Ante semejante mezcla de erudición y creatividad, Sarduy parece un escritor más bien modesto. Ha leído a Góngora, pero se apoya en las glosas de Dámaso Alonso, no menciona a los barrocos americanos, hace trabajos muy puntuales sobre El Quijote y Las Meninas, se refiere a Kepler, a lo sumo propone algunos elementos más, y aun en esta cosecha magra casi siempre lo que dice es discutible desde un punto de vista histórico.

Pero eso que desde algún punto podría considerarse un defecto subraya en realidad el gran aporte que realiza sobre el tema, porque lo que le importa al escritor es superponer el siglo XVII al presente y crear un tiempo distinto tomando elementos de uno y otro. Hay un capítulo de Barroco, “Descentramiento: El Caravaggio/La ciudad barroca”, en donde se percibe este deslizamiento:

Barroco: espacio del viaje, travesía de la repetición.
La ciudad, que instaura lo cifrable y lo repetitivo, que metaforiza en la frase urbana la infinitud articulable en unidades, instaura también la ruptura sorpresiva y como escénica de esa continuidad, insiste en lo insólito, valoriza lo efímero, amenaza la perennidad de todo orden.
Todo puede prolongarse –la constitución de las cosas así lo permite-, ergo, aburrir. Apoteosis, casi histérica, de lo nuevo, y hasta de lo estrafalario: obeliscos, o falsas ruinas, para ahondar y negar el cauce mudo del pasado cuya historia ‘se encuentra más bien en las huellas que ha dejado en las formas vivas’. Los periódicos envejecen el acontecimiento de ayer con la galaxia sin conexión alguna –excepto su simultaneidad- de acontecimientos de hoy; la moda, siempre cambiante, ridiculiza el traje ya visto: es imposible –no hay grado cero del vestuario- no seguirla.


Sarduy empieza la cita refiriéndose a la ciudad del siglo XVII, pero el texto es un poco raro porque es demasiado abstracto. Habla de obeliscos y falsas ruinas sin mencionar un solo ejemplo concreto ni describe algún monumento o edificio que fortalezcan sus opiniones. Opera con significantes apenas referenciales, borrando todo sostén histórico para sus afirmaciones. Esto le permite, no obstante, deslizarse a la actualidad a través de la mención del periódico y la moda. Cuando llegamos al final del párrafo la ciudad del Barroco se ha convertido en la París que describe Roland Barthes en El sistema de la moda. En este desplazamiento se constituye el concepto de neobarroco como forma de escritura. Asimismo, realiza un aporte al conocimiento del siglo XVII al establecer una retombée, porque en algún punto es cierto que la cultura del siglo XVII puede conjeturarse como una consecuencia de la actual, y esa forma de mirar las cosas conlleva iluminar de otro modo el Barroco, como si fuera ese el momento en el que se pone en marcha el mundo semiológico y artificial de la modernidad.

En Escrito sobre un cuerpo,Sarduy combina este trabajo complejo con los tiempos históricos con una teoría de la escritura, como podemos ver en “Del Yin al Yang (Sobre Sade, Bataille, Marmori, Cortázar y Elizondo)”. El capítulo tiene un epígrafe tomado del segundo manifiesto de André Breton: “Todo hace pensar que existe un cierto punto del espíritu desde el cual la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable dejan de ser percibidos contradictoriamente”, tesis que trabaja en la obra de los escritores que menciona por medio de la importancia que todos le conceden al erotismo.

El texto está armado alrededor de tres autores que reponen tres ejes temporales: Sade, Breton y Lacan, de modo que propone una mirada sincrónica que tiende desde fines del siglo XVIII a la actualidad. Este trabajo a tres bandas lo lleva a plantear dos cuestiones nodales. La primera es que toma la potencia erótica de Sade y la convierte en potencia de escritura. Para esto, Sarduy se apoya en “Kant con Sade”, texto en el que Lacan sostiene que, contra lo que deja ver su literatura, Sade fue poco “sádico” en la vida real. Introduce el tema en una nota al pie en la que se explaya sobre los casos reales de Gilles de Rais y Erzsébet Báthory, a quienes comenta basándose en la introducción de Bataille a los documentos del juicio al primero y en un ensayo de Alejandra Pizarnik sobre la segunda. Para Sarduy, lo notable de Sade es que desplaza el desenfreno sexual a la escritura:

Aunque con frecuencia estos dos nombres figuren en los textos sobre Sade creo oportuno indicar que la aventura del Marqués se desarrolla en un nivel fantasmático, en ese plano, inasimilable aún para la sociedad, de la escritura. Su desenfreno es textual. Aparte de unas pastillas de cantárida (que dio a unas prostitutas marsellesas y que tan accesibles eran que se les daba el nombre de un ministro) y otros ‘delitos’ menores, poco llevó a lo que se considera la realidad, poco tradujo la verdad de sus fantasmas. Por ello su revolución es, aún hoy en día, intolerable.

En segundo lugar, el acercamiento de Sade, Breton y Lacan le permite realizar una lectura histórica sobre la modernidad. Elabora, en este sentido, un argumento doble: por un lado sostiene que la primera imagen erótica a la manera sádica se encuentra en el cristianismo y especialmente en la Pasión, mientras que por la otra afirma que la literatura sádica no puede producirse más que cuando el cristianismo se termina:

No es un azar que la primera imagen de la secuencia sádica sea la de la Pasión. El sadismo, como ideología, supone ese espacio, primero cristiano, que Sade hace objeto de su refutación y de su burla, luego deísta y por último, gobernado por un Dios malvado. Es porque la maquinaria de la creencia y la autoridad de Dios (o la del Rey, que es una metáfora) han sido destituidas, que la dialéctica amo-esclavo puede establecerse. Ya el servidor no obedece en nombre de algo (que reverencia en el acto de la servidumbre), sino únicamente en nombre de la ley del más fuerte.

Para Sarduy, la obra de Sade marca el comienzo de la modernidad porque es una consecuencia del proyecto de la Ilustración. Aunque no los cita, se advierte en estas ideas la lectura (o cierta afinidad vía Lacan) del capítulo que Theodor Adorno y Max Horkheimer le dedican a Sade en Dialéctica del iluminismo. El autor de Justine representa, efectivamente, el comienzo de una voluntad de dominio que se va a desplegar con toda plenitud a partir de Friedrich Nietzsche. Pero ese cambio es tan drástico que Sarduy establece ahí un umbral epistemológico irreversible. El retroceso de la religión libera las formas de sometimiento de las explicaciones religiosas. En consecuencia, la historia en su conjunto, y no simplemente la modernidad, aparecen como una continua lucha por el dominio. Esto tiene un especial efecto sobre la religión: después de Sade, los mártires y la Pasión de Cristo cobran una dimensión nueva porque se convierten en cuerpos atravesados por corrientes de placer, dolor y sometimiento.

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Las reflexiones históricas sobre Sade sirven para explicar la relación compleja que Sarduy mantiene con Lezama Lima. Lezama era un hombre religioso y puede decirse que su obra es una recuperación del Barroco strictu sensu, sin necesidad de expresarlo en manifiestos de ningún tipo. Su obra está atravesada por los sacrificios, empezando por el poema inicial, “Muerte de Narciso”, convirtiéndose en uno de los focos de su escritura, como podemos ver en “Rapsodia para el mulo”, su correspondencia post-1959 o ese poema final que es “El pabellón del vacío”, en el que él se concibe a sí mismo como una criatura del sacrificio. Podemos decir, incluso, que el poema mismo aparece en su literatura como un cuerpo llevado al túmulo, de modo que el lenguaje se desarticula y por ese medio revela la fuente de sentido religiosa a la que se acerca.

A lo largo de Escrito sobre un cuerpo, Sarduy recupera de Lezama el concepto de fijeza. Se trata de una palabra clave en su obra, como lo manifiesta el hecho de que su segundo libro de poemas se llamara La fijeza. Pero además lo importante es que es clave para la concepción del sacrificio y la imagen. Podemos captar su importancia en “Muerte de Narciso”. Narciso se detiene, queda fijado, ante la belleza encandiladora de su reflejo. Pero el personaje no puede tomar el cuerpo de ese otro (“Triste recorre –curva ceñida en ceniciento airón- / el espacio que manos desalojan”), lo que hace que la imagen sea a la vez el semblante y la pérdida del objeto del deseo. Aunque Sarduy no menciona ese poema, en Escrito sobre un cuerpo lee la fijeza y este tipo de relación de objeto en clave sadiana y lacaniana:

En “Kant avec Sade”, Jacques Lacan ha señalado cómo el héroe sádico, por alcanzar su finalidad, renuncia a ser sujeto. En el fondo, el sadismo carece de sujeto, es pura búsqueda del objeto. El héroe kantiano, si existiera, sería justamente lo contrario: para él no habría ningún objeto a que dar alcance, lo único que contaría sería la moral sin finalidad, sería sujeto puro.
Sujeto moral sin objeto, el kantiano sería un héroe sano; búsqueda del objeto sin sujeto, el sádico es un héroe perverso.
La búsqueda de ese objeto para siempre perdido, pero siempre presente en su engaño, reduce el sistema sádico a la repetición. Para alcanzar la realización del deseo hay que crear condiciones óptimas. De allí el código preciso, inflexible, de posiciones y gestos que prescribe Sade. Cada noche es un ensayo de condiciones óptimas.

Sarduy lee con justificadas y anacrónicas razones la obra de Lezama bajo esta óptica. A esa luz, la búsqueda que se imprime en el lenguaje deja de orientarse hacia una sustancia religiosa para convertirse en la fijación del sujeto ante el fantasma que lo determina y que plantea un objeto que no cesa de desaparecer. A partir de Escrito sobre un cuerpo, la fijeza se transforma entonces en la repetición punzante de una obsesión, en lo que siempre vuelve, lo que siempre se rearma, perpetuo retorno de lo real. Escribe poco después:

Pero si la repetición es el soporte de todo lo perverso, también lo es de todo lo ritual. La invocación, el conjuro, y la sucesión de tableaux vivants de la orgía requieren igual cuidado, sus memorias de acotaciones y preceptos son comparables, sus querencias y propósitos análogos.
El código preciso de la invocación, con sus exigencias de palabra y gesto no es más que la prescripción de las condiciones óptimas para que una presencia, la divina, venga a autentificar la intervención de los objetos, venga a encarnarse, a dar categoría de ser a lo que antes era sólo cosa. El código de la orgía, con sus acotaciones rigurosas, es la prescripción de las condiciones óptimas para que lo inalcanzable por definición, el fantasma erótico, venga a coincidir con la verdad física de los cuerpos y justificar con su presencia el despliegue de fuerzas y blasfemias.
Mito y orgía: ritos de iguales ambiciones, de iguales imposibles.

En este cruce Sarduy compone una teoría de la escritura. También da comienzo a una práctica que despliega a lo largo de sus novelas, armadas en torno a fijaciones, descripciones minuciosas, llenas de arabescos, artificiales como tapices.

Subrayemos este interés nuevamente con las ideas de Foster. En la parte que le dedica a Andy Warhol, Foster se detiene en la repetición obsesiva de sus acciones:

En POPismo (1980) Warhol comenta esta adhesión al aburrimiento, la repetición, la dominación: ‘No quiero que sea esencialmente lo mismo, quiero que sea exactamente lo mismo. Porque cuanto más mira uno a la misma cosa exacta, más se aleja el significado y mejor y más vacío se siente uno’. Aquí la repetición es a la vez un drenaje de la significación y una defensa contra el afecto, y ésta era la estrategia por la que Warhol se guiaba ya en la entrevista de 1963: ‘Cuando uno ve una y otra vez un cuadro horrible, éste en realidad no produce ningún efecto’. Evidentemente, esta es una de las funciones de la repetición, al menos como la entendía Freud: repetir un acontecimiento traumático (en las acciones, en los sueños, en las imágenes) a fin de integrarlo en una economía psíquica, un orden simbólico. Pero las repeticiones de Warhol no son restauradoras de esta manera; no tienen nada que ver con un control del trauma. Más que la paciente liberación del objeto en el duelo, sugieren la fijación obsesiva en el objeto de la melancolía. Piénsese simplemente en todas las Marilyns, en la recolección, coloración y yuxtaposición de estas imágenes: cuando Warhol trabaja con esta imagen del amor, lo que parece estar en juego es una melancólica ‘psicosis desiderativa’. Pero tampoco este análisis es del todo correcto. Para empezar, las repeticiones de Warhol no sólo reproducen efectos traumáticos; también los producen. De alguna manera, en estas repeticiones, pues, ocurren al mismo tiempo varias cosas contradictorias: una protección de la significación traumática y una apertura a ella, una defensa contra el afecto traumático y una producción del mismo”.

Más adelante, Foster se concentra en fotografías como “Ambulance disaster”, en la que se ve un cuerpo colgando de frente desde la ventanilla de una ambulancia chocada. A continuación sostiene lo siguiente:

(…) la repetición en Warhol no es reproducción en el sentido de representación (de un referente) o simulación (de una imagen pura, un significante desvinculado). Más bien, la repetición sirve para tamizar lo real entendido como traumático. Pero su misma necesidad apunta asimismo a lo real, y en este punto la repetición rompe la pantalla tamiz de la repetición. Es una ruptura no tanto en el mundo como en el sujeto, entre la percepción y la conciencia de un sujeto tocado por una imagen. En alusión a Aristóteles sobre la causalidad accidental, Lacan llama a este punto traumático el touché; en Camera Lucida (Barthes), Barthes lo llama el punctum.

En la escritura vanguardista de Sarduy, las fijezas de Lezama se transforman en fotografías pop. Dejan de dirigirse a una fuente de sentido trascendental para convertirse en fantasmas que sugieren e impiden el objeto del deseo. Sarduy lee a Lezama tamizándolo por Warhol, Sade y Lacan.

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Voy a concluir este ensayo con algunas consideraciones acerca de la forma en la que Sarduy anuncia la actualidad. Al principio dije que su obra podía comprenderse de otra manera al conectarla con El retorno de lo real. Esto se debe a que en ese libro Foster vuelve a la revolución teórica de los años sesenta y setenta y comprende en ese período los emergentes de la contemporaneidad. Esto revela el lugar que ocupa Sarduy para nosotros en la medida en que nos invita a mirar en su obra ese futuro que es el nuestro.

Para explorar esta dimensión, voy a acercar sus textos a Jean Baudrillard. Reconozco que no es un autor al que Sarduy se haya referido con amplitud. Pero aun así, ¿podríamos desconocer que ambos comparten el interés por el simulacro y la transformación del mundo en una red de signos?

En los mismos años en que Sarduy publica Escrito sobre un cuerpo y Barroco, Baudrillard saca sus cuatro primeros libros: El sistema de los objetos (1968), La sociedad de consumo (1970), Crítica de la economía política del signo (1972) y El espejo de la producción (1973). Aunque en algunos aspectos son diametralmente opuestos (Baudrillard viene de la izquierda), comparten un programa parecido: ambos se proponen llevar las exploraciones de Lacan y Derrida en relación con el significante y la escritura a campos más restringidos aunque cruciales, como la mercancía por un lado y el arte y la literatura por el otro. Al lado de esta cercanía creo importante mencionar una consecuencia a la que ambos llegan por su cuenta: en algún punto del siglo XX las personas dejan de tener contacto con lo natural. En El sistema de los objetos,Baudrillard presenta esto a partir de los cambios en el mobiliario que se producen desde los años cincuenta. En las formas antiguas de la decoración burguesa los objetos son “el reflejo de una visión del mundo en la que cada ser es concebido como un ‘recipiente de interioridad’, y a las relaciones como correlaciones trascendentales de las sustancias; siendo la casa misma el equivalente simbólico del cuerpo humano”. “Todo esto compone un modo total de vida, cuyo orden fundamental es el de la Naturaleza, considerada como sustancia original de la cual se desprende el valor”. La modernidad es un proceso de secularización por el cual este orden de lo Natural es destituido:

Lo que vislumbramos actualmente en los interiores modernos es el fin de este orden de la Naturaleza; es, a través de la ruptura de la forma y a través de la resolución del límite interior-exterior y de toda la dialéctica compleja del ser y de la apariencia ligada a ella, una cualidad nueva de relación y de responsabilidad objetiva. El proyecto vivido de una sociedad técnica es el poner de nuevo en tela de juicio la idea misma de génesis, es la omisión de los orígenes, del sentido dado y de las ‘esencias’, de las que los buenos y viejos muebles fueron símbolos concretos; es una computación y una conceptualización práctica con fundamento en una abstracción total, es la idea de un mundo que ya no nos es dado, sino que es producido, dominado, manipulado, inventariado y controlado: adquirido.

Por supuesto, no todas las cosas que nos rodean en nuestros hogares son artificiales, pero Baudrillard agrega que en un entorno como ese los objetos dejan de definirse como sustancias y pasan a convertirse en elementos insertos en relaciones semióticas, como sucede con la lengua en clave saussureana, de modo que valen en términos de negatividad. El entorno se convierte en una red de signos artificiales. Recordemos ahora que uno de los aspectos que Sarduy destaca en Escrito sobre un cuerpo es la pérdida de referencias naturales en las capitales modernas. Al igual que lo que sucede con el mobiliario en Baudrillard, incluso los restos naturales que quedan (el mar, la voz de los almuédanos, una ruina, etc.) son absorbidas por la red simbólica de la ciudad.

Esta cercanía puede profundizarse a partir de las ideas sobre el arte y la escritura que propone Sarduy. Como vimos más atrás, el escritor sostiene que el pop y el minimal art terminan con la representación de algo exterior y se muestran como signos en una red diferencial. Lo mismo podemos decir de la escritura. Sarduy insiste repetidamente en el carácter intransitivo de esta. No se escribe de algo, sencillamente se escribe. A menudo esta propuesta se toma como un mero gesto de vanguardia. Con la acentuación de Baudrillard se puede ver en ella (y en los trabajos del pop y el minimalismo) la evidencia de que no hay objetos y entornos naturales en la medida en que se encuentran de antemano procesados por la semiología. Así, la escritura es siempre una escritura sobre signos que remiten a otros signos. En este sentido, la vanguardia anuncia aquello que el pop, el minimalismo y el neobarroco vienen a mostrar: son formas del arte y la literatura que surgen en un momento determinado de la historia de la ciudad que se caracteriza por la diseminación de los signos. Todo eso dice una sola cosa: no hay más una instancia natural (significado, espíritu, naturaleza, inconsciente como depósito de contenidos), sino una red de significantes que nos determinan.

Detengámonos ahora en el análisis de la mercancía que Baudrillard propone en Crítica de la economía política del signo. Me interesa destacar su mirada sobre la cuestión del fetichismo. Si Lacan invierte el signo lingüístico, Baudrillard propone una inversión del análisis tradicional que el marxismo hace de la mercancía. En la interpretación clásica del fetichismo, Marx sostiene que la mercancía transforma los valores sociales del trabajo e intercambio en valores ideológicos trascendentales. Para Baudrillard, “La metáfora fetichista consiste en un sincretismo heredado de las representaciones primitivas, en analizar los mitos, los ritos, las prácticas, en términos de fuerza, de fuerza mágica trascendente, de mana (cuyo último avatar sería eventualmente la libido), fuerza transferida a seres, a objetos”. Pero entonces afirma al contrario que el fetichismo no se encuentra en el significado, sino en el significante de la mercancía, es decir, en lo que esta tiene de signo. El dinero es un ejemplo destacado: “Lo que fascina en el dinero (el oro) no es ni su materialidad, ni aun el equivalente percibido de determinada fuerza (de trabajo) o de determinado poder virtual, es su sistematicidad, es la virtualidad, encerrada en esta materia, de sustitutividad total de todos los valores gracias a su abstracción definitiva”. Lo que fascina del dinero es su poder como significante que representa a todas las mercancías, que a su vez son significantes, de distinción, de información, de articulación de un entorno, etc. Y es que, para Baudrillard, el valor de uso está subordinado al valor de cambio. No compramos objetos porque habremos de consumirlos, sino por la satisfacción que producen en tanto signos de distinción. Es así que la mercancía se acerca a un signo, de modo que el valor de consumo queda en paralelo con el significado y el valor de cambio con el significante. Esto significa que el capitalismo avanza hacia un desplazamiento del consumo y una prevalencia del valor de cambio. Al final de cuentas, nunca podemos consumir lo que compramos, porque lo que compramos es algo más que un objeto o un alimento: es una postergación, un objeto metonímico que desplaza el deseo más allá.

Podemos pensar en este marco la lectura que Sarduy hace de la literatura de Sade y sus derivaciones. Como acabamos de ver, en Escrito sobre un cuerpo afirma que Sade está obsesionado por el objeto, pero esa fascinación se debe a que el objeto nunca se puede alcanzar. Como Narciso, mira una imagen, que en términos lacanianos es un fantasma, un guión escénico que se encuentra más acá del objeto, pero que en realidad lo produce como aquello que está detrás. Repito la cita de Sarduy: “La búsqueda de ese objeto para siempre perdido, pero siempre presente en su engaño, reduce el sistema sádico a la repetición. Para alcanzar la realización del deseo hay que crear condiciones óptimas. De allí el código preciso, inflexible, de posiciones y gestos que prescribe Sade. Cada noche es un ensayo de condiciones óptimas”.

Como demuestra Foster, esa repetición se encuentra en Warhol. En las repeticiones y las series Warhol no neutraliza el signo volviéndolo apacible, sino que lo carga de un objeto que está más allá. Como vimos, Sarduy hace algo similar. Ahora podemos decir que ambos están intensificando una forma que es la de la mercancía en el momento en que esta se convierte en signo. Con su sobrecarga y sus desviaciones, sus ornamentos y la fascinación por el signo y la forma, con su horror al vacío (del objeto del consumo, ése que nunca está), el neobarroco desarrolla una forma extrema del capitalismo avanzado y en muchos sentidos podemos decir que se anticipa al orden que se configura en la actualidad.

¿Pero la literatura de Sarduy es solamente una manifestación del capitalismo que vendrá? Eso sería cercenar su producción. Porque al mismo tiempo su obra desarrolla un importante poder crítico que está vinculado con la secularización. Acabamos de verlo cuando me referí a la religión al señalar que Sade convierte la historia del cristianismo en una forma del sometimiento erótico. Lo mismo pudimos ver en relación con Lezama. De hecho, habría que entender el interés de Sarduy por el Big Bang como una forma de secularizar las eras imaginarias de Lezama Lima. Mientras este fija su atención en un mito de origen, Sarduy se ocupa de una explicación del universo que empieza borrando su origen, convirtiendo la borradura en un origen siempre imposibilitado. O bien, podemos comprender esta traducción a partir de las maquetas de los universos que se realizan a lo largo de la historia. Como dice Sarduy, para pensar el universo hay que reducirlo a una pequeña máquina demostrativa, una metáfora. Mientras en Lezama la imagen funciona como una sustancia mítica de procreación (“Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo”), en Sarduy lo que define una época es una máquina, un fetiche, una fabricación sin alma, simple modelo.

¿No es esta lectura, realizada contra Lezama o contra la nación, contra el poder o contra el Estado, lo que define una literatura crítica? Vaciar los significados que supuestamente forman el espíritu que mueve los lenguajes, terminar con el alma de los pueblos, demostrar el poder de simulacro que tiene todo eso, es una de las acciones críticas más potentes que definen una actividad de vanguardia. Para verlo habría que remitirse a esa renovación del gesto de vanguardia que realizaron los integrantes de Diáspora(s) y sus diversos continuadores, como Cacharro(s) y 33 y 1/3.

En Escrito sobre un cuerpo Sarduy intuyó el mundo actual y propuso una forma de la crítica para operar en él. Tal vez ese sea su legado.

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Notas

1 El libro tuvo diversas recepciones. Lo reivindicó una vanguardia literaria que el designó como neobarroco, que tuvo una especial fortuna en Argentina, llegó a Cuba por vías no oficiales (sabemos por una carta de Sarduy que José Rodríguez Feo tenía un volumen en su biblioteca) pero repercutió en los años noventa con las obras de Margarita Mateo y Ena Lucía Portela, como señala Nanne Timmer en El presente incómodo. Desde otro ángulo se recordó que los textos de Escrito sobre un cuerpo habían aparecido casi en su mayoría en Mundo Nuevo, la revista dirigida por Emir Rodríguez Monegal, con sede parisina, que recibió por vía indirecta financiamiento de la CIA con el propósito, al parecer, de crear una revista que absorbiera intelectuales latinoamericanos y contrapesara la concordancia de estos con la revolución cubana. La mejor lectura de ese tema se encuentra en el excelente libro de María Eugenia Mudrovcic Mundo Nuevo. Cultura y guerra fría en la década del 60. Yo mismo he incurrido en esa lectura en algunos trabajos. En este no me interesa hacer ningún comentario sobre esta fatigada cuestión.

Bibliografía

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Aira, César. Sobre el arte contemporáneo. Buenos Aires: Random House, 2016.

Barthes, Roland. El sistema de la moda. Barcelona: Gustavo Gili, 1978.

Baudrillard, Jean. Crítica de la economía política del signo. México: Siglo XXI, 2016.

Baudrillard, Jean. El sistema de los objetos. México: Siglo XXI, 1968.

Foster, Hal. El retorno de lo real. Madrid: Akal, 2001.

Lacan, Jacques. “Kant con Sade”. En Escritos/2. Buenos Aires: Siglo XXI, pp. 744-772.

Lezama Lima, José. La expresión americana. México: FCE, 1997.

Lezama Lima, José. Poesía completa. La Habana: Letras Cubanas, 1985.

Mudrovcic, María Eugenia. Mundo Nuevo. Cultura y guerra fría en la década del 60. Rosario: Beatriz Viterbo, 1997.

Sarduy, Severo. Obra completa. Tomo II. Buens Aires: ALLCA XX/Sudamericana, 2001.

Timmer, Nanne. El presente incómodo. Subjetividad en crisis y novelas cubanas después del muro. Buenos Aires: Corregidor, 2021.

Vitier, Cintio. Lo cubano en la poesía. La Habana: Letras Cubanas, 2002.

Wahl, François. “La escritura a orillas del estanque”. Cuadernos Hispanoamericanos, N° 563 (1997), pp. 19-26.