Hilda Landrove: De posibles denominaciones y sus resonancias

Archivo | Dokumentxs | 29 de junio de 2022

Iniciamos nuestro dosier ‘Revolución, evolución, involución: ¿cómo nombrar el desastre?’, con este fenomenal ensayo de Hilda Landrove sobre las maneras diferentes de entender la(s) inscripción(es) política(s) en la isla.

La discusión sobre cuál es la mejor manera de denominar el régimen político cubano en la actualidad es amplia y llena de cruces que remiten a linajes de pensamiento que fuera de la discusión sobre Cuba no se interceptan necesariamente. Elegir una denominación única entre dictadura, tiranía, totalitarismo, autoritarismo, autocracia o capitalismo de Estado, por citar algunas, es una tarea más fructífera por el proceso que implica escudriñar la realidad que por el resultado mismo. El objetivo de este texto no es, en ningún caso, proponer alguna de ellas y ni siquiera proponer un criterio de selección único que conduzca a alguna de ellas; es una tarea que me excede y que por otra parte podría resultar innecesaria[1]. Las denominaciones son útiles por aquello que permiten pensar, así que moverse con flexibilidad entre ellas sea probablemente más interesante que hacer el esfuerzo de quedarse con una única. Lo que intentaré en este texto es más bien pensar en diferentes denominaciones en discusión sobre el régimen político en Cuba a partir de sus resonancias. Con resonancias me refiero aquí a las asociaciones que despiertan unas y otras en diferentes contextos y la comunicación que estas hacen posible; ello sin olvidar por supuesto que las denominaciones siempre implican un diagnóstico y una interpretación particular de la realidad.

Comencemos con la que ha tenido mayor repercusión en los últimos años en el léxico de la disidencia y la contestación política en Cuba: dictadura. Dictadura tiene un efecto disruptivo y desestabilizador del lenguaje que el discurso oficial y sus manifestaciones más o menos oficialistas había ocupado por décadas al denominar revolución a un proceso que terminó institucionalizado y fosilizado en un régimen autoritario. Es un término que no tendría que ser entendido necesariamente como disruptivo ―finalmente, la dictadura del proletariado es, en la teoría marxista, la opción primera al derrocamiento del Estado burgués. Pero esa realidad preconizada por la teoría es un significado que perdió hace mucho su capacidad reivindicatoria en la medida que abandonó sus componentes fundamentales: el carácter transicional que debía caracterizarlo en el cambio de manos del poder político, y el sujeto mismo que la realizaría. La dictadura del proletariado terminó por ser una dictadura con pretensiones de eternidad en la que el proletariado ―y la sociedad toda― continuaron ocupando la misma posición subordinada bajo una casta con control del Estado.

Hoy, para muchos, la utilización del término dictadura representa un acto de honestidad; significa ponerse fuera y del lado contrario a las pretensiones de esconder, con denominaciones espurias, el carácter represivo y dominador de un régimen militar que gobierna con el auxilio de la violencia sistémica. Atreverse a decir “dictadura” se ha convertido en Cuba (en la esfera de vida que es Cuba, dentro y fuera del territorio nacional) en una ruptura también hacia el interior, como si la mención de la palabra fuera una especie de iniciación que permite abandonar el círculo de complacencias con fachadas y metáforas que no significan ya nada pero que siguen amarradas a la familia de significados de “revolución”.

Quienes dicen dictadura, dejan claro que no hay revolución alguna en quien los ha lanzado al exilio, la prisión, la tortura, la represión y la muerte; el término dictadura encarna una postura que no admite medias tintas y que exige no seguir perdiendo tiempo jugando con las palabras. Es una denominación atravesada por tanto por consideraciones éticas y cargada con las afectividades de las experiencias de las víctimas del régimen. En ese sentido, es también un término reivindicatorio. Dictadura y revolución viven en las antípodas y concentran, en sus alusiones, una disputa igualmente polar. Sin embargo, sería equivocado creer que revolución y dictadura son contrarios equidistantes y simétricos. No lo son; mientras revolución se nombra desde una posición de poder ―un poder que ha capturado incluso el derecho a nombrar y niega ese derecho a otros― dictadura lo hace desde una posición de disputa al poder de pretensiones totalizantes.

Fuera de esa confrontación, el término dictadura abre también interrogantes y asociaciones para muchos que se niegan a seguir llamando revolución a un proceso que dejó de serlo hace mucho tiempo, pero se niegan también a aceptar una denominación que les resulta demasiado radical. Esto es probablemente porque dictadura se asocia, sobre todo en Latinoamérica, con regímenes militares como el de Chile o Argentina, y la palabra misma parece sacrílega para denominar a un país al que fueron a parar sus propios exiliados y sigue siendo, a pesar de la abrumadora evidencia, el sitio privilegiado para la proyección de las utopías. Sin embargo, una revisión de los datos de las Comisiones de la Verdad en el caso de Chile y Argentina y de Archivo Cuba muestra que ha habido también, para el caso cubano, un alto costo en vidas humanas y que la denominación no es solamente el resultado de una posición moral frente a un régimen que ha dañado dramáticamente la vida de varias generaciones sino una manera de develar la magnitud del daño causado por el régimen durante seis décadas. Las denominaciones tienen esas extrañas maneras de evidenciar complejidades cuando parecen que lo simplifican todo, porque estar dispuesto a escuchar que Cuba es una dictadura, pasado el momento de reconocimiento de que no hay allí ninguna utopía realizada, es también la oportunidad de comenzar a escuchar todo lo que ha estado oculto entre los silencios y las sorderas, incluidos los altísimos costos en vidas humanas que muchos militantes de la izquierda latinoamericana insisten en desconocer.

Es posible que en ese entorno ―el de los militantes de izquierda y los luchadores sociales en Latinoamérica― tenga más sentido y haga más posible un canal de comunicación el término autoritarismo, pues este es uno que tiene un historial de reflexión teórica que, aunque más circunscrito a la teoría política, puede servir para pensar a Cuba dentro del contexto regional, en particular para contrarrestar las pretensiones de generar denominaciones que utilizan el término democracia acompañada de adjetivaciones diversas para producir legitimidad retórica a favor del régimen. Si el autoritarismo «designa una manifestación degenerativa de la autoridad, que se apoya de manera suficientemente permanente sobre la utilización reiterativa de medios coercitivos [y constituye] un abuso de autoridad tanto individual como estructural…” (Domínguez Nárez 2004), discutir la vocación autoritaria del régimen cubano sería posible incluso a través de paralelismos con otros países de la región y considerando como parte importante de la discusión los alcances de la “utilización reiterativa de medios coercitivos”. Sería una discusión que de cualquier forma estaría limitada pues este puede designar tanto un régimen político como una tendencia al uso de “formas políticas represivas y arbitrarias del ejercicio del poder político” que pueden manifestarse en arreglos institucionales, prácticas e incluso actitudes de los líderes políticos dentro de un régimen político (Lesgart y Chaguaceda, texto inédito).

Otras denominaciones sirven directamente para enmascarar la realidad cubana, tanto en un entendimiento de esta como dictadura o como autoritarismo, y sustituirlos por reelaboraciones discursivas de la democracia. Llamarse democracia, o Estado de Derecho Socialista (en la Constitución de 2019), no era algo que importara a la cúpula del Partido Comunista de Cuba hace una o dos décadas. Podían decir sin mucha preocupación que la democracia, tanto como los derechos humanos, eran simples invenciones burguesas y desechar con ello cualquier reclamo sobre el poder absoluto de sus designios y sus imposiciones.

Más recientemente han apostado por acudir al repertorio formal de las democracias ―en plural para no sucumbir a la tentación de quedar estancados en una discusión en la que pareciera que las únicas opciones políticas posibles son el liberalismo o el autoritarismo― para presentar, en lo formal, el aspecto de una democracia. El abuso de esa estrategia ha sido tal que la élite gobernante puede hacer alharaca de ser no solo una democracia sino una de las mejores del mundo, por poner a discusión un Código de Familias al mismo tiempo que firma un Código Penal que criminaliza y castiga no solo la oposición activa sino la opinión discordante de la ideología oficial. Una supuesta participación popular de manera total en las decisiones constituiría la diferencia radical entre la democracia cubana y una democracia liberal: la de Cuba sería una democracia participativa puesto que es el pueblo el que está en el poder, mientras que las liberales serían meramente representativas. No se requiere realmente más que un conocimiento básico de la realidad para darse cuenta de que el pueblo en el poder significa realmente una élite en el poder que ha usurpado el nombre el pueblo para ejecutar el control total sobre la sociedad.

En esta retórica que produce más que nada fachadas, es posible decir cosas como Democracia de Partido Único, o Democracia sin Partido, o Democracia Patriarcal Consultiva. Las referencias a las que estas denominaciones remiten pudieran ubicarse como alternativas a la democracia liberal; finalmente cuestionan las asimetrías de poder que cualquier crítico de la democracia liberal reconocería, en particular aquellas que reconocen la manera en que el poder económico distorsiona la pretensión de igualdad de los derechos ciudadanos. Sin embargo, tales alternativas no tienen asidero alguno en la realidad, pues el Partido Único no ha producido democracia alguna, ni puede disolverse retóricamente la imposición real que ejerce el Partido Único sobre toda la sociedad presentándolo como un mero organizador social sin pretensión ideológica, ni mucho menos puede considerarse la agencia particular del Patriarca como un elemento estructural que pueda traducirse en una forma particular de estructura democrática.

Otras denominaciones habitan e iluminan otros campos de conflictividad y apuntan a otras dimensiones de lo que la vida bajo el régimen significa. Pienso en dos que no tienen el mismo impacto pero permiten, de conjunto, observar las diferencias entre los mundos que convocan implícitamente. La primera de ellas, capitalismo de Estado; la segunda, totalitarismo. El impacto de la denominación capitalismo de Estado es acotada a un círculo predominantemente de izquierda que encuentra aliados entre organizaciones de orientación trotskista. Aunque su impacto es menor y su esfera de discusión acotada, permite dar cuenta de la diversidad de posicionamientos políticos respecto al régimen cubano. Obnubilados por la propaganda oficialista, a luchadores sociales, activistas y militantes políticos de otros países, les sorprende enterarse de que el espectro de la oposición y la crítica al régimen cubano incluye dentro de sí también posiciones a la izquierda del espectro ideológico, pero estas posiciones han sido parte de la contestación política de la sociedad cubana desde los momentos iniciales de instauración del régimen.

Capitalismo de Estado es una denominación que en lo personal escuché a inicios de la primera década del siglo en colectivos autodenominados socialistas de tendencia no autoritaria, o socialistas democráticos, en particular el colectivo Socialismo Participativo y Democrático. Enfatiza el hecho de que, en dirección contraria a lo que un proceso de socialización de los medios de producción y las decisiones a la que el socialismo debería conducir, lo que ocurrió en Cuba fue el acaparamiento de los medios y las decisiones por una élite que controla la economía y la política. Cuba no sería entonces un régimen socialista como pretende el discurso oficial sino un capitalismo que explota a su población y produce plusvalía para el beneficio de la élite que ha ocupado el Estado.

Esta denominación permite articulaciones que han sido visibles en los últimos días por ejemplo en los firmantes del “Llamamiento internacional al pueblo cubano y la izquierda internacional. Solidaridad con las y los manifestantes de julio de 2021”.El Partido de los Trabajadores de Costa Rica utilizaba la referencia al capitalismo de Estado para responder a las calumnias del embajador cubano en ese país en la que los llamaba “funcionales a la derecha y el imperialismo”. En su respuesta decía: “Que el capitalismo ha sido restaurado hace mucho tiempo en Cuba, que todas las medidas económicas que toma su gobierno están al servicio de enriquecer a sus aliados imperialistas europeos y al grupo GAESA, el corazón de la nueva burguesía cubana.”[2]

Lo interesante de esta denominación es la capacidad que posee de articular una serie de fuerzas cuyo horizonte político es un socialismo entendido en la dirección de una socialización de los bienes sociales, lo cual mantiene intacta una comprensión del socialismo que parece haber sobrevivido a la aplicación real del socialismo; esa por la que la expresión “socialismo real” llegó a ser necesaria en el lenguaje político. En conversaciones con personas de Latinoamérica que se identifican a sí mismas como progresistas e incluso de izquierda y que reconocen el carácter dictatorial y represivo del régimen cubano, esta denominación incita alianzas con capacidad de crítica radical al régimen cubano. Tiene sin embargo el problema, nada desdeñable, de que exime de alguna forma de responsabilidad al socialismo realmente existente por la debacle que vive hoy la sociedad cubana; finalmente, socialista es la autodenominación de la clase gobernante en Cuba dio a su proyecto nación.

El horizonte que está implícito, como alternativa, en la denominación de Capitalismo de Estado si bien es legítimo como aspiración política, es a la vez que contestatario ―fundamentalmente de una manera indirecta cuando evidencia que es tan enemiga del régimen en el poder como cualquier otra, incluidas las que pudieran ubicarse más a la derecha del espectro político― más restringido que el que abre la lucha que se reconoce a sí misma como lucha contra el totalitarismo. Podría decirse que la lucha contra el totalitarismo lo incluye, pero la proposición contraria no es necesariamente cierta. Capitalismo de Estado se ubica también en una visión que coloca en el centro de la vida social la configuración económica. Como una fuerza más en la articulación de aquellas necesarias para dar al traste con el totalitarismo y su pretensión de control total durante un tiempo indefinido, puede aportar ―reconociéndose como parte de un ecosistema de posicionamientos y horizontes de imaginación política― una reflexión necesaria y posibilidades de articulación con fuerzas políticas afines.

Esto nos lleva a la denominación que ha ganado más fuerza en las discusiones políticas sobre Cuba, retomada recientemente de forma intensiva después de haber sido rechazada luego de la caída del campo socialista y la consiguiente crisis política y económica que asoló el país en la década de 1990. Totalitarismo sitúa las discusiones en un campo que identifica las similitudes de regímenes que pueden diferenciarse por sus ideologías, pero comparten las formas de producir un control total sobre de la sociedad; uno en el que fascismo y comunismo al estilo soviético resultan semejantes. Permite escapar a la polaridad a la que el régimen conmina constantemente y que es uno de sus constituyentes: la pulsión por ubicar toda discrepancia dentro del campo de la disputa ideológica. Las reflexiones del totalitarismo permiten redirigir la contestación social no hacia ―o desde― una posición particular dentro del espectro político sino desde una intención de escape a la captura ideológica. Abre así no solo un campo semántico sino un campo de acción que tiene el potencial de desestabilizar el régimen de clausura inherente a regímenes como el cubano, en el que cualquier discrepancia es inmediatamente ubicada del lado contrario de la posición política.

La insistencia en ubicar a la disidencia y la oposición como una unidad monolítica que militaría inevitablemente a favor de la reinstauración capitalista y al servicio del imperialismo, queda sin asidero cuando al menos una parte de esa oposición revindica el “derecho a tener derechos”. Esta frase de Hannah Arendt, que emergió en el panorama de la contestación política en Cuba el 27 de noviembre de 2020 durante la congregación de artistas frente al Ministerio de Cultura, ubica perfectamente el desplazamiento del espacio en disputa. El derecho a tener derechos no es necesariamente un reclamo de derechos liberales, aunque por supuesto no sería problema alguno si lo fuera. Pero que se ubique en una capa más profunda que la defensa de derechos específicos, lo vuelve uno que no puede supeditarse por completo a las constricciones del conflicto ideológico polar ni desdeñarse completamente sin evidenciar que lo que se pone en juego en la lucha contra el régimen es la posibilidad de vivir una vida con el reconocimiento de su dignidad básica.

En el texto en el que Arendt plantea inicialmente el concepto, parte de una crítica de la supeditación del acceso a los derechos a la pertenencia a un Estado-nación. Los derechos quedan en entredicho en situaciones de guerra o desplazamientos en los que víctimas son aquellos que no tienen patria (en su análisis se refería a los judíos y los gitanos durante la Segunda Guerra Mundial), demostrando que, aunque se consideren inalienables, la responsabilidad de los derechos humanos está subordinada a la existencia de un Estado-nación que vele por ellos. Reflexiona así sobre la posibilidad de la existencia de derechos cosmopolitas que no se limiten al reconocimiento en los marcos legales de éste (Arendt 1974).

Esta no es necesariamente la situación para Cuba puesto que quienes exigen el derecho a los derechos, tienen una ciudadanía implícita en el Estado-nación cubano. Sin embargo, y en concordancia con una de las características más notables del totalitarismo, el acceso a los derechos está delimitado en este caso por la pertenencia al “adentro” establecido en la célebre frase de Fidel Castro, “dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”, que se convirtió en el principio rector de la política institucional de la cultura y de toda la vida social. El “derecho a tener derechos” en la contextualización de la realidad cubana, significa el reclamo de tener derechos que no están definidos por la interioridad y la exterioridad de la “revolución”, sino por la pertenencia a la sociedad misma. Es por tanto un reclamo antitotalitario que evidencia, por contraste, la estructura totalitaria de la sociedad cubana.

Lo que el 27 de noviembre tomó forma con el reclamo del derecho a tener derechos, había eclosionado unas semanas antes cuando un grupo de amigos reclamaba la liberación del rapero Dennis Solís. Solís había sido arrestado por su actitud contestaría, por filmar a un policía que entró a su casa sin pedir permiso, y por gritarle improperios [a este mismo policía] que incluían una alabanza a Donald Trump (“Trump is my president”). La defensa que sus amigos, aglutinados alrededor del Movimiento San Isidro, hicieron del derecho de Dennis Solís a no estar encarcelado y a recibir un trato digno con apego a las formalidades del debido proceso ―además de una serie de acciones que condujeron al acuartelamiento en la sede del Movimiento San Isidro y casa a su vez de Luis Manuel Otero Alcántara― produjo una serie de conversaciones fundamentalmente en redes sociales que hicieron muy nítida una posición previamente existente pero nunca antes expresada con tal claridad: lo que está en discusión no es una posición política, es una exigencia de respeto inherente a la vida; una negación a participar de un orden en el que nada puede florecer completamente sino a condición de su sometimiento al régimen imperante. Fue en esos días que tomó forma una sensibilidad política antitotalitaria, y en ella los temas de discusión propios de la teorización sobre el totalitarismo han resultado completamente coherentes y fructíferos para pensar los dilemas del presente y el futuro. Esa es una de las razones por las que denominar totalitario al régimen del gobierno cubano es productivo y no solo adecuado a las descripciones de Hannah Arendt y otras desarrolladas por otros autores.[3] Totalitarismo crea un espacio de discusión y un lenguaje en el que cobran sentido las realidades vividas y permite acudir a experiencias de regímenes similares para explorar vías de escape e imaginar alternativas. En esa sensibilidad Los Orígenes del Totalitarismo o El fin del homo sovieticus, de la Arendt y Svetlana Aleksiévich respectivamente, hablan de manera directa al sector de la sociedad civil cubana involucrada en la contestación y la oposición al régimen.

Además del “derecho a tener derechos”, otras realidades vividas y reconocibles tienen su campo de análisis en las reflexiones sobre el totalitarismo. Por ejemplo, la necesidad de la “vida en la verdad”, alternativa a la “vida en la mentira” que Václav Havel explicó de manera magistral en El poder de los sin poder. O el problema de la colaboración de una gran parte de la población con las lógicas y las formas de reproducción de los regímenes totalitarios, que Hannah Arendt analizó en su concepto de la banalidad del mal pero que no limita a ella. Este es un dilema que toma cada vez mayor relevancia en la medida que la colusión de quienes apoyan directamente al régimen en labores represivas o de propaganda se hace más obvia y también más desvergonzada, pero en la que también se vuelve problemático el involucramiento de una gran parte de la población en el sostenimiento del sistema, sin convertirse necesariamente en sicarios del régimen.

Sobre lo primero, vivir en la mentira ―y su alternativa, vivir en la verdad― Havel es agudo cuando toma el cuidado de decir que no es una cualidad exclusiva de la vida totalitaria, y que ésta marca toda la vida contemporánea, incluida la de las democracias. La variante totalitaria de vivir en la mentira es solo “una de las variantes de la mentira esencial del hombre moderno” (Havel 1990: 125). En ella, la imposición ideológica ha de ser vivida como si se creyera en ella, aún sin hacerlo; y es esta convivencia con el simulacro la que hace posible el sostenimiento del sistema. Por eso la alternativa puede constituirse de gestos en apariencia pequeños que tienen la potencia de desestabilizar los cimientos mismos del poder totalitario.[4]

Se trata por tanto de un tipo de régimen que exige un involucramiento de sus participantes. Y aquí hay una distinción fundamental con la dictadura, pues mientras esta enfatiza la agencia del Estado como cuerpo represivo, un Estado generalmente militarizado que recurre a la fuerza y la violencia para controlar una población, el totalitarismo hace también uso de la fuerza/violencia pero su herramienta fundamental es la colusión de la sociedad en su proyecto político. La violencia en el totalitarismo es una que se construye de forma capilar, que puede ser invisibilizada no solo por técnicas de ocultamiento directo y por la opacidad que caracteriza el manejo del poder en este tipo de regímenes, sino porque está contenida en ese vivir como si se creyera en la imposición de la forma de vida en la que se participa. Es importante considerar sin embargo que, aunque esa es la forma que toma una vez estabilizado, el terror es el motor que permite el paso de otro tipo de régimen a uno de tipo totalitario; todo régimen totalitario, y Cuba no es una excepción, se ha constituido en una combinación de terror (ejecuciones masivas, campos de trabajo forzado, etc.) con apoyo popular. (Arendt 1974; Merleau- Ponty 1969).

Michael Curtis (1987) ha puesto también énfasis en cómo los sistemas totalitarios se diferencian de los autoritarios fundamentalmente en que los primeros detentan un poder fuerte y arbitrario pero lo que los distingue es el esfuerzo orientado a lograr una conformidad de la sociedad e incluso una participación activa a través de movilizaciones. Esto ocurre a través de la creación de un discurso de propiedad sobre la verdad y la moral inculcado a través de la fuerza, el adoctrinamiento o directamente la propaganda, y tiene siempre dos caras; una positiva, como refuerzo de una forma tipificada de ser de acuerdo a la ideología dominante; y una negativa, como rechazo y exclusión del “enemigo”. Basta recordar la recurrencia en Cuba tanto de los actos de reafirmación revolucionaria como de su complemento, los actos de repudio, para reconocer la manera en que el poder es impuesto de una manera en que las víctimas participan también como colaboradores de su propio sometimiento. La participación de una gran parte de la población en la reproducción de un régimen totalitario es un tema que permite pensar también en las maneras de enfrentar la eventual justicia transicional que debe acompañar la transición postotalitaria.

La discusión sobre la realidad cubana a partir del campo teórico sobre el totalitarismo es sin dudas fructífera, y también una que ha tomado una relevancia fundamental porque permite dotar de contenido a una contestación cuyo horizonte inmediato es la democratización del país. El horizonte del antitotalitarismo es la democracia, como es también el horizonte del antiautoritarismo.

Una posible limitación comunicativa del término totalitarismo es que dificulta la ubicación de la experiencia cubana en la región latinoamericana. Nos permite reconocernos en la experiencia histórica del extinto bloque socialista de Europa del Este e instaurar diálogos y aprendizajes fructíferos con esas experiencias, pero es un término que resulta extraño en el contexto latinoamericano. Por ejemplo Enzo Traverso, en el prólogo a la edición argentina de su libro El totalitarismo. Historia de un debate, justifica la ausencia de países latinoamericanos en su análisis aludiendo al hecho de que América Latina “no conoció regímenes totalitarios en el sentido estricto del término”. Entre esos países que no habrían conocido el totalitarismo incluye a Cuba, a quien denomina una “revolución desfigurada”, y achaca el uso del término totalitarismo a la agitación de la propaganda anticastrista y no al debate intelectual y político (Traverso 2001: 9). Como vimos anteriormente, no solo muchas propuestas teóricas sobre el totalitarismo encuentran su reflejo en la realidad cubana, sino que los propios temas que pone en discusión pueden contribuir a iluminar la situación actual y sus posibles alternativas. Sin embargo, el hecho de que sea un término que no tiene una resonancia fuerte en la región, evidencia la problemática generada por la imposición de un régimen de estilo soviético al triunfo de un proceso que en su primer momento constituyó una revolución popular pero derivó muy pronto en la instauración totalitaria. En Cuba confluyen tanto la herencia del totalitarismo de estilo soviético como la realidad latinoamericana. Pensar a Cuba fuera de los excepcionalismos y reinstaurarla dentro de las lógicas y devenires históricos de la región supone así un esfuerzo doble: el de comprender su constitución totalitaria y el de reubicar su pertenencia a procesos y preocupaciones regionales tales como las herencias del colonialismo en la constitución del Estado-nación o las problemáticas raciales. Una mirada de este tipo, que ubica a Cuba dentro del macro proceso de las revoluciones en Latinoamérica en el siglo XX, aparece en el reciente libro de Rafael Rojas El árbol de las revoluciones (Rojas 2021).

La situación actual de Cuba es una que parece estar en un momento límite; uno en el que un mundo termina y otro anuncia su inminente nacimiento sin que todavía sea posible vislumbrar por completo qué forma tendrá ese mundo, y sin que haya sido posible ponerse al día con las urgencias inmediatas no solo de la nación sino del planeta. Las denominaciones que utilicemos para describir la situación vivida pueden ayudarnos a concebir posibilidades de existencia una vez liberados del yugo totalitario.

Lo que permite dar forma definida a un proyecto de opresión caracterizado por el control total de la vida social incluso en su expresión más íntima al interior de los afectos y los pensamientos, es una lógica de constitución que exige la complicidad de sus miembros por todas las vías en un rango que va desde la cooptación a la coerción y la violencia. Las palabras que usemos para dejar de participar en la reproducción de esa lógica que reconstituye continuamente el régimen, son capaces de abrir horizontes; comunicarse con experiencias que no son necesariamente las nuestras y generar articulaciones y discutir con la serenidad, pero también con la pasión necesaria, cómo ha llegado a constituirse el régimen en el que vivimos hace ya más de seis décadas. Son capaces de ayudarnos a imaginar y realizar otra forma de vida con posibilidades para una existencia plena con derecho a tener derechos sin que una pretendida “revolución” decida quién puede y quién no tener acceso a la dignidad de la condición humana. Las palabras abren caminos; así que debemos elegir aquellas que tengan un compromiso con la realidad y no la abandonen creando nuevos delirios semejantes a esos de los que queremos escapar; palabras que tengan, a la vez, la fuerza suficiente para convocar mundos habitables.


Notas

[1] Remito al lector para una exploración sobre estos debates, al artículo de Oscar Grandío, “El totalitarismo y sus variaciones teóricas: el caso cubano” https://www.hypermediamagazine.com/columnistas/mejor-no-me-callo/el-totalitarismo-y-sus-variaciones-teoricas-el-caso-cubano/

[2] Partido de los Trabajadores responde a calumnias del embajador cubano. http://socialismohoy.com/partido-de-los-trabajadores-responde-a-calumnias-del-embajador-cubano/

[3] Ver por ejemplo Curtis 1987, Gurian 1978, y para una discusión sobre el término Traverso 2001.

[4] Havel denomina al sistema que describe postotalitarismo, pero no para hablar del régimen posterior al totalitarismo, que corresponde a un totalitarismo cuyos pilares básicos han comenzado a desintegrarse (como aparece analizado en Linz y Stepan 1996), sino para distinguirlo de dictadura. “Con este ‘post’ no intento decir que se trata de un sistema que ha dejado de ser totalitario; todo lo contrario, quiero decir que es totalitario de modo sustancialmente distinto de las dictaduras ‘clásicas’ a las que normalmente va unido en nuestra conciencia el concepto de totalitario” (Havel 1990: 20).

Referencias

Aleksiévich, Svetlana, 2015. El fin del homo sovieticus. Barcelona: Acantilado.

Arendt, Hannah, 1974. Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Taurus.

Curtis, Michael, 1987. Totalitarianism. New BrunswickLondon: Transaction Books.

Domínguez Nárez, F., 2004. Legitimidad y gobernabilidad en el autoritarismo. México: Universidad Juárez Autónoma de Tabasco.

Gurian, W.,1978. “The Totalitarian State”, en The Review of Politics, 40(4).

Havel, Václav, 1990. El poder de los sin poder. Madrid: Encuentro Ediciones

Lesgart, Cecilia y Armando Chaguaceda, Texto inédito. Autoritarismo: oposiciones conceptuales y sinónimos en debate”.

Linz, Juan J. y Alfred Stepan, 1996. Problems of Democratic Transition and Consolidation. Southern Europe, South America, and Post-Communist Europe. Baltimore and London: The Jhon Hopkins University Press.

Merleau-Ponty Maurice, 1969. Humanism and Terror. USA: Beacon Press.

Rojas, Rafael. 2021. El árbol de las revoluciones. Madrid: Editorial Turner

Traverso, Enzo, 2001. El totalitarismo. Historia de un debate. Buenos Aires: Eudeba.