Renay Kairus: Una cuestión taxonómica. Cuba, la revolución y el capitalismo de estado

Archivo | Autores | Dokumentxs | 28 de julio de 2022

Finalizamos nuestro dosier ‘Revolución, evolución, involución: ¿cómo nombrar el desastre?’ con este muy puntual texto de Renay Kairus sobre la genealogía, la diferencia y los grados del ‘novamás’ en la isla. Gooocen.

El ornitorrinco es un animal muy peculiar. Un mamífero que pone huevos, no es un ave, pero tiene patas y pico de pato. El politólogo y periodista mexicano Jesús Silva Herzog se ha servido de él como referencia para ilustrar la anatomía multiforme del régimen político mexicano. El proyecto social y de Estado que empieza en Cuba con la Revolución de 1959 conoce hace algunos años distintas denominaciones que intentan captar teóricamente la larga deriva de su rumbo. El rotundo fracaso del modelo de sociedad propuesto hace más de medio siglo y su lento y gradual abandono mediante un zigzag de reformas, ha mutado su histórica fisonomía por un nuevo y extraño cuerpo que recuerda la evocadora imagen del ornitorrinco.

Los intentos de clasificación dan lugar a varios debates, al retorno de antiguas concepciones y a la aparición de nuevos eufemismos. En este propósito y simplificando un poco el asunto, tópicos de diversa índole se entremezclan: debates teóricos sobre autoritarismo y totalitarismo, disquisiciones sobre ideas del socialismo, ecualizaciones con formas de capitalismo en un escenario  de múltiples  interrogantes, como la de si el carácter del gobierno es de izquierda o no, para mencionar una de las más recurrentes.

Existen diversos aspectos a discernir cuando se estudia la configuración del Estado Nación relativas a las cuestiones antes mencionadas. En el caso cubano la forma y organización del Estado, el sistema socioeconómico, el régimen político, la forma de gobierno, la ideología, se tienden a engavetar, como es sabido, dentro del concepto Revolución. No sin antes envolver en el paño de la complejidad una capa aislante que pretende relativizar o suspender el análisis último de una realidad harto pedestre y acartonada. La idea del excepcionalismo cubano, repujada por una persistente voluntad intelectual de presentar la revolución socialista cubana como un suceso de carácter sui generis que escapa de cualquier comparación, resume esa artificiosa singularidad.

A pesar de tal embrollo, parece posible ver delineados dos ejes fundamentales para el análisis. A un lado dejo clasificaciones referidas a la democracia o al derecho, como la denominación oficial de Estado (socialista) de derecho o la alucinante Democracia de Partido Único. Estos dos ejes serían entonces: la discusión del régimen político, que se mueve en la zona del autoritarismo y el totalitarismo, un debate de larga data que no está claramente zanjado, pero que merece todo un tema aparte, y la cuestión del sistema socioeconómico, que quiere precisar la forma que ha adoptado el socialismo cubano tras las reformas. Teniendo en cuenta lo anterior, este escrito se atiene a traer al caso y en relación con la idea de Revolución, esta segunda línea relativamente más reciente y de creciente presencia, la cual tiene además el peso de una larga historia en debates semejantes sobre el socialismo, que no se abordan cuando se presenta. En particular: si el sistema socioeconómicoy político cubano ha derivado en un Capitalismo de Estado.

La idea de que el régimen político cubano y su gobierno sean identificados con la noción de Revolución, no creo que a estas alturas merezca comentarios. Aunque tales elucubraciones no se fundamenten hoy más allá de sedimentos ideológicos y de cierta nostalgia de lo revolucionario, sí se quiere además hacer notar al respecto que las visiones que al mismo tiempo señalan correctamente el uso y abuso del término Revolución, tienden, al postularla como absoluto, a sostener el problema.

El orden que conforma íntegramente la realidad presente en Cuba, recaba su legitimidad en el pasado y en su nombre prescribe la extensión inapelable de ese orden en el futuro. Una Revolución no está ligada a una forma de gobierno ni a un régimen político en particular; el despotismo del régimen cubano sí. La configuración de Cuba en tanto Estado Nación (el régimen y el sistema político, y la forma y organización del Estado, su sistema jurídico y judicial, entre otros) responde enteramente a la disposición creada por la implantación del socialismo. Sin embargo, la fuente de autoridad a la que el sistema político apela es a una que no se deriva ni proviene de sus postulados, sino que se ancla al cuerpo maleable, totémico, de “La Revolución”.

Si tomáramos por un momento la taxonomía de Silva Herzog, otras cualidades aflorarían en el caso cubano. A diferencia de su pariente mexicano este sería no solo un ejemplo de capricho evolutivo de lo multiforme, sino la muestra obcecada de la fosilización de un cuerpo en vida. La corporeización de un pasado arcaico que aletea en el presente. Llega así a darse el caso de que la tradicional noción de progreso se convierte en el fundamento de un Estado fallido y reaccionario, aferrado a un modelo insostenible. Por eso, cuando la revolución funciona a la vez como alfa y omega de la Historia, además de como camisa de fuerza del destino de la isla, no basta solo con señalar las fallas de un orden socialista posterior, que tan evidentes son ―como es el propósito de la crítica que realiza por ejemplo la noción de Capitalismo de Estado―, sino que se hace necesario examinar la relación entre Revolución y Socialismo que se ha dado por evidente y, dentro de ella, lo que se entiende en particular por dicha Revolución.

El final de la Revolución cubana, como paso del momento revolucionario al régimen socialista institucionalizado, es ubicado entre finales de los sesenta y principios de los setenta. Sin entrar en esta distinción sobre el punto de pivote de la Revolución al Socialismo, lo que se quiere resaltar aquí no es su dimensión como punto de quiebre, sino como nudo de empalme, pista de trasbordo. Existe evidentemente una relación discontinua, problemática, entre revolución y socialismo, pero que no se reduce a este punto ni se resuelve con un golpe de mandoble.

Un modo de comprensión puede ser mirar la tensión que existe en una relación que en todo momento se presenta forzadamente como natural y orgánica. Una tensión en el discurso y en la realidad, observado a partir de sus puntos de inflexión, sus encuentros y divergencias. Desde que en la Declaración de la Habana, y a falta de vehículo propio, el socialismo cubano, en la catarsis de un momento dramático se sube de un salto al tren de La Revolución, una identidad y un argumento circular se ha construido. La causa del socialismo es la defensa de la revolución; la Revolución, es la vía para alcanzar el socialismo. Aquí radica la simple razón por la que hoy no pueda separase de ella, aun cuando este viaje hace ya tiempo haya terminado. El motivo por el que necesita apelar a ella constantemente aunque el drama derivó en tragedia.

La idea básica tras el uso de la crítica del Capitalismo de Estado y, también, como veremos, la de su correlato, la del socialismo burocrático, que constata la evidente brecha entre los postulados y la realización del socialismo ha consistido en el señalamiento de la pérdida del “verdadero” carácter socialista de dicho estado. Recordemos de paso que no es esta su única connotación. El capitalismo de Estado es un término voluble, también vehículo de la crítica liberal al intervencionismo estatal, que se hace eco de la antigua pugna entre libre cambio y mercantilismo.

La distinción entre Revolución y Socialismo en los alrededores de los setenta, es en un sentido adecuada y necesaria. Es una delimitación particularmente útil en estudios de institucionalización y constitucionalidad, pero que tiende en la manera en que se formula a postular en cuanto a proceso una separación artificial de un momento verdadero, virtuoso, de uno posterior, malogrado, corrupto. Existe otra manera de entender este tránsito, este momento totalitario, que parte de entender la Revolución como otro medio para lograr un fin y no como el fin en sí mismo, un proceso social como cualquier otro, sujeto a sus realizaciones, una forma de cambio de régimen alejada de la noción mesiánica y metafísica ―descrita entre otros por Tzvetan Todorov―, que es la que entendemos aquí.

Así como una notable arista de la legitimidad del proceso de cambio ocurrido en la sociedad cubana luego de 1959 pudiera situarse a partir de las tensiones entre Revolución y Socialismo, que aún hoy tercian (en el discurso) en favor de la primera con el propósito de delimitar y salvar su núcleo prístino; de manera similar pudiera entenderse como veremos seguidamente al Capitalismo de Estado y su correlato, el socialismo burocrático: como el corte que ha pretendido delimitarlo de la esperada (y verdadera) sociedad socialista.

Revolución y Socialismo                                

Ha sido una estrategia sostenida del gobierno cubano enlazar en el discurso la identidad del régimen político con la idea de Revolución. Las rentas de tal argucia son evidentes, la primera que salta a la vista es la noción inherente de avance que la dota de la cualidad positiva de progreso, a la vez que la mantiene gravitando en una atemporalidad que suspende el juicio de un proceso inacabado indefinidamente. Una identidad que es parte de una identidad mayor, de un movimiento donde a la Revolución se le suman otros entes como el Pueblo, la Nación, que dan paso luego al Partido, para culminar en el supremo líder, en el dictador paternalista. Este tránsito de lo abstracto a lo particular, que reduce el Estado Nación a la persona del Líder, es la guía maestra de una identidad más abarcadora, la identidad totalitaria.                       

Claro que esta identidad se resuelve siempre a expensas de la realidad social y política. Ante cuestiones fundamentales permanentemente pospuestas, siempre es posible apelar a su correlato virtual: la Revolución. Así, ¿qué necesidad hay de rendir cuentas si ya vivimos en el Fin de la Historia cubana? Y aquí salta un segundo resorte en su beneficio, el más peligroso, el que sitúa a la persona en indefensión ante un ente absoluto, que proviene de la señalada base mesiánica contenida desde la revolución francesa en la idea de Revolución como emanación de la razón o la justicia en tanto acto ciego del progreso: en la contemplación de tal absoluto como beatitud, ¿cómo enunciar algo en contra de lo que, de antemano y por definición, es bueno en sí mismo?, ¿cómo denunciar el ser aplastado por un acto de justicia y bondad suprema?.

La concepción materialista de la Historia estipula la Revolución en tanto cambio estructural. No solo es la transformación de la superestructura, como sucedía en las revoluciones burguesas, con meros cambios políticos que no tocaban fondo, sino y ante todo, una radical transformación social y económica; es decir, un cambio del modo de producción. De esta manera, el marxismo expropiaba teóricamente a otras visiones el concepto de Revolución y las cualidades de lo revolucionario al atarla a la revolución socialista, única alternativa ―en teoría― de superación del modo de producción capitalista. Pero esa visión teórica estructural, que prácticamente soldaba la Revolución con el marxismo revolucionario traería un problema, el inconveniente a largo plazo de que el concepto quedara congelado debido a lo estricto mismo de lo que se entendía por Revolución. Un problema que en décadas más recientes varios autores han tratado de resolver abriendo ostensiblemente el campo conceptual a la hora de entender este proceso, de manera que esa laxitud permitiera liberarla del corsé estructuralista en que estaba insertada. Todo lo anterior explica muy bien la hegemonía de la Revolución cubana en el continente. La Revolución cubana no se convirtió en un fetiche en América Latina por su mejor modelo de vía armada o por el carisma de sus líderes, cosa que influyó indudablemente en un principio, sino por significar a largo plazo la encarnación definitiva de esta visión de la Historia.

Sin embargo, la relación entre el proceso revolucionario en Cuba y la instauración del socialismo es a todas luces discordante. Revolución y socialismo no van bien allí de la mano. No es difícil ver que la insurrección que lleva al derrocamiento de Batista no está vinculada con el socialismo. El sujeto histórico, no fue la clase proletaria sino la pequeña burguesía. El movimiento 26 de Julio, de Abel Santamaría, Fidel Castro y Juan Manuel Márquez, era un movimiento de clase media, estos últimos de clase media alta. Lo mismo sucedía con la mayoría de los grupos activos en las ciudades, los estudiantes y toda una red de asociaciones civiles que junto a la prensa fueron fundamentales a la hora de movilizar la opinión pública y asistirla moral y económicamente.

Esto es sobradamente conocido, pero no es todo. Quizás importante también sea el hecho de que el proceso de cambio ocurrido en los años cincuenta no fue pensado, teorizado o conducido por la idea de Revolución (descartando cualquier posible reminiscencia de la figura del hombre de acción de la revolución del treinta, tradicional visión de lo revolucionario en aquella época en Cuba). Hay que recordar que el ideal que agrupó y movilizó al pueblo cubano en su lucha contra la dictadura de Batista nunca fue un cambio de sistema socioeconómico, sino lo opuesto: el reforzamiento de la institucionalidad preexistente que había sido desmontada y era preciso recuperar. Esa base fundamental de la sociedad cubana que consensuada plural y democráticamente descansaba en la Constitución del cuarenta.

La simple mirada que muestra que en la lucha contra Batista no existe la idea de revolución, como en su sentido histórico es entendida, y que en Cuba por lo que se lucha es por una restauración, la restauración de la democracia y la Constitución del cuarenta ―casus belli de la insurrección―, cuestiona el mito revolucionario en su origen. La ausencia del reclamo por el socialismo completa definitivamente el cuadro. Hasta este punto bastaría para concluir que, la revolución cubana no tiene ninguna significación socialista, y de revolución, en el sentido aquí entendido, tiene solo lo justo; esto es, la forma de instaurar el cambio fuera del marco legal y mediante la violencia, en este caso, la guerra. Un conflicto armado que no persigue cambiar la forma de estado, ni el modelo económico, sino que busca un cambio de régimen político y que pudiera mejor ser descrito como una sublevación o guerra civil.

Sin embargo y sin entrar en los senderos de este tema, en Cuba existió una indudable transformación radical hacia el socialismo que revolucionó totalmente la estructura del Estado Nación. Esto es entendido a través de la tradicional explicación de las dos revoluciones. Una forma de transición que es teóricamente compartida tanto por el marxismo clásico como por sus oponentes: el triunfo de una revolución democrática burguesa primero y una socialista después; variando solo en la legitimidad otorgada por cada quien. La exposición de referencia aquí es la de Theodore Draper, formulada en medio de un debate de la intelectualidad occidental de izquierdas, sobre la naturaleza de la revolución cubana, dentro de aquel ambiente de genuino entusiasmo general que suscitó la llegada de los rebeldes y embriagó a tantos de un fervor promisorio.

En La Cuba de Castro. ¿Una Revolución Traicionada? de 1961, Draper compara hechos con discurso y disecciona ciertos mitos que ya empezaban a rodar sobre la Revolución y su Líder Máximo. Mientras Jean Paul Sartre y Charles Wright Mills, dos de sus principales animadores, veían en los nuevos eventos una originalidad desarrollada a través de la espontaneidad y la improvisación del mando rebelde, Draper encuentra el núcleo de la singularidad del proceso de liderazgo en la noción de “esquizofrenia revolucionaria”, la cual trata de explicarse a lo largo del libro respondiendo a la pregunta: “¿cómo pudo Fidel Castro prometer una revolución y hacer otra?”.

He dejado la cuestión de la dictadura y la tiranía fuera desde un inicio, y lo he hecho porque me parece que no existe manera de observar una forma de gobierno que derogue el pluralismo y clausure lo político, monopolice y concentre el poder en nombre de un partido o una persona ―que lo ejerce a voluntad y sin contrapartes desde un Estado donde no existe la separación de poderes y bajo un sistema jurídico que criminaliza al que disiente y donde los derechos y libertades de los ciudadanos no radican en su persona sino en su coincidencia con las directrices que estima ese Estado Partido― y que esta mirada no nos devuelva la clara imagen de una forma dictatorial de gobierno.

Cada vez que los revolucionarios marxistas declaraban que habían destruido la sociedad liberal burguesa para instaurar finalmente la dictadura del proletariado, en todo tenían razón, excepto en lo del proletariado.

Draper no parece ser ajeno a lo anterior cuando tempranamente revisa las tesis de democracia directa y revolución sin ideología de Sartre, de revolución campesina de Leo Huberman y Paul Sweezy, o la proletaria de Paul Johnson junto a las de Wright Mills y Samuel Schapiro, e incluso las de aquellos que, como Nathaniel Weyl, avizoraban desde el bando opuesto al comunismo tras cada esquina.

En una cosa Mills, Johnson y Weyl están casi de acuerdo. Para Mills, el régimen de Castro es «una dictadura revolucionaria de campesinos y trabajadores». Para Johnson, una «auténtica dictadura del proletariado». Para Weyl, «una dictadura del proletariado»[1].

Draper hacer notar además algo en lo que coincide con su coterráneo Tad Szulc, cómo las decisiones importantes de gobierno eran tomadas por un muy pequeño grupo que trabajaba con un secretismo tal, que como pudo apreciar en sus dos viajes a la isla, “incluso los ex miembros de su Gobierno profesan no estar seguros de sus compromisos y motivos”. La esquizofrenia revolucionaria se combinaba con la paranoia del “gobierno en la sombra”, como Szulc lo llamó, el cual de tanto esconder sus intenciones terminaban siendo desconocidas también para la opinión pública y la ciudadanía.

Un intento más reciente de explicar esta esquizofrenia, esta discontinuidad de origen, es realizado en el apreciable libro The Origins of the Cuban Revolution Reconsidered, de Samuel Farber, donde se define a la Revolución cubana como una Revolución desde arriba. El texto desarrolla su eje central en la objeción del autor a una tesis extendida que establece que el camino tomado por la dirigencia de la Revolución fue una mera reacción a las presiones del creciente conflicto con Estados Unidos y postula, en cambio, que esta decisión fue tomada deliberadamente, siempre, claro, dentro del marco en que los hechos se desarrollaron. Una Revolución desde arriba es la definición del carácter de esa transformación, un proceso en el cual “aunque una indudable radicalización de las masas ocurrió en las etapas tempranas de la Revolución, el cambio fue conducido de los líderes hacia el pueblo, más que en el sentido inverso”. La proposición se conceptualiza en la conjugación de la dirección vertical del líder, con una “participación sin control” del pueblo. [2]

El autor entiende que la manipulación, la política plebiscitaria y el completo control de la vida del país, junto a la total represión cuando fue necesario, fueron el sustituto de las decisiones democráticas significativas desde abajo; y es en ese intento que realiza bajo el espíritu de eludir ideas “conspirativas” de gobierno que puede comprenderse esta proposición de idea de participación, la cual sin poder de decisión o influencia, como expresaba Farber, le permite solo al espectador un aplauso satisfecho desde la luneta o una mueca de resignación o desencanto en el mejor de los casos.

Otro sesgo fundamental cuando se habla de Revolución cubana que ya puede verse desde Wright Mills, es su identificación primaria en tanto oposición al imperialismo yanqui, y su localización dentro del ámbito de las luchas por la liberación nacional. Esto es engañoso, no sólo porque en la Cuba de los cincuenta no hubo ninguna lucha por la liberación nacional, sino porque esta asociación mecánica tuerce el eje del conflicto interno de la sociedad cubana a un plano de lucha contra un enemigo externo. Y no es que esa conflictividad no haya estado presente, con mayores o menores cuotas en una extendida toma y daca, sino que esta no puede utilizarse para trastocar la verdadera dimensión del conflicto interno que late desde hace más de medio siglo. Una mirada longitudinal a la Revolución, que pase por la guerra del Escambray, los campamentos de trabajo forzado, la ofensiva revolucionaria, la parametrización, el Mariel y un largo etcétera que no alcanzaría a enumerarse aquí y llega hasta hoy, evidencia que el hilo conductor, su motor de propulsión, no es tanto la lucha del Estado cubano contra el enemigo imperialista, como la sistemática y prolongada lucha de ese Estado contra la sociedad. La lucha por imponer su voluntad totalitaria. Esto es descarnadamente visible a día de hoy, cuando incluso el vecino imperialista ha dejado virtualmente de ser el enemigo mientras el pueblo cada vez más lo es. Conflicto que ―sesenta y cinco años después― irónica y tristemente está de nuevo por resolverse, implicando una vuelta desde la tiranía a la democracia.

Cuando la decisión de transformación al socialismo en Cuba no surge de una voluntad expresada por la nación, sino, más bien, de un voto de fe particular, es difícil determinar ―como es visible en el esfuerzo de Farber― si el pueblo en este punto fue sujeto u objeto. La declaración ad hoc del carácter socialista de la Revolución fue un comunicado de la nueva élite a la nación, la cual con los medios de comunicación intervenidos y un sistema político suspendido, carecía de información y de un poder real de decisión, más allá de las dudas, simpatías, aprobación o rechazo que generaba el momento. Unos meses más tarde Fidel Castro se autoproclama marxista leninista, y la convicción de su confesión transmuta a la sociedad y la historia cubana bajo esa identidad totalitaria que coyunta una vez más la voluntad personal del Líder con el destino de la Nación. A partir de entonces la trayectoria de la revolución cubana se parece mucho a un motín en altamar. Una vez cambiado el rumbo por el grupo al mando, a aquella tripulación que no desea embarcarse en el nuevo destino no le queda más remedio que continuar remando.

Pero si resulta engañoso trastocar el proceso revolucionario en sus orígenes, tanto o más lo es desconectarlo de sus consecuencias. Es provechoso leer a Norberto Bobbio en “La revolución entre el movimiento y el cambio” por su exposición del estudio de las revoluciones a partir de la relación entre estas dos dimensiones. La primera de ellas, el movimiento, es para Bobbio todo lo relacionado con la dinámica del proceso que le da origen, que concierne al sujeto (pueblo, élites, proletariado o burguesía) y el modo en que este lo ejerce (forma de violencia); una visión que llama sociológica y que ejemplifica con la obra de Charles Tilly, que se ocupa de la acción colectiva de los grupos involucrados, pero tiene una visión débil del cambio. Por otro lado, el cambio se centra en el efecto logrado, lo que realmente se llega a instituir, que llama visión jurídica, la cual, tomando de ejemplo a Kelsen, se enfoca casi exclusivamente en lo relacionado a la instauración del nuevo orden, basado no en la transformación de la norma fundamental y en el estudio del fundamento de su legitimidad[3].

Si bien el texto no tiene intención de internarse en las pautas para una evaluación de la pertinencia de dicha transformación y se mantiene en el nivel descriptivo, o sea, no expone un criterio cualitativo de valoración, el autor hace la advertencia de su complejidad dentro de las tareas del historiador. Mientras Bobbio insiste en el peso de la evaluación conjunta que parte del balance de ambos momentos, el del movimiento y el cambio, visiones de la revolución cubana parecen separar su esencia de sus consecuencias, una esencia que parece entendida como un bien inalterable. Si la Revolución cubana dejó de ser tal a principios de los setenta, para solo entonces convertirse en un fenómeno autoritario, esta nueva forma de régimen cabría preguntarse a qué obedece, de dónde proviene.

En su clásico estudio Sobre la Revolución, Hannah Arendt distingue en este punto dos maneras de resolución que responden a su conocida distinción entre liberación y libertad. La primera consiste en el rompimiento de los lazos de opresión, sean de la tiranía de un gobierno o del mundo de la necesidad ―esto último es lo que llama la cuestión social―, y la segunda, el alcance del fin último que persigue desde el inicio de su propia lucha, el cual, según la autora es la constitutio libertatis (la constitución de la libertad)[4]. La distinción cobra vida en la fundación del nuevo orden, donde se presenta la cuestión del establecimiento de la norma superior bajo el cual se erige el nuevo derecho. Un problema que asiduamente experimenta la Revolución, como sucedió en la revolución francesa y soviética, a diferencia de la americana, es derivar la ley del mero poder. Es decir, confundir el momento de la negación y superación del antiguo orden como fuerza prepolítica (que es la fuente de su poder) con el de la posterior y decisiva constitución de la libertad basada en el pacto y el compromiso (su fuente de derecho).

Esta distinción es fundamental. Existe aquí un principio para mirar el resultado y el fin de la revolución. Este fin es la libertad. Una precondición necesaria para sostener cualquier genuino cambio social y político. La fundación de este nuevo cuerpo que para Arendt se define como un espacio público libre constituido en la pluralidad es la base de la que emana la participación del ciudadano en la res pública, dentro de una institucionalidad garante de libertades y derechos.

De poco vale que se transforme radicalmente el Estado y el régimen, la sociedad, sus costumbres o su modo de producción, si esa transformación ―diríamos siguiendo a Arendt― no llega a fundarse en la concreción de la libertad como clave del nuevo pacto, en el sentido de la constitutio libertatis. En otras palabras, cuando el paso del estado de transición al nuevo régimen no ha sido a un Estado de derecho y la constitucionalidad creada no tiene base democrática y se erige sobre la fuerza discrecional del nuevo poder, la Revolución yerra en lo que proponía instituir. De esta manera no llega a ofrecer lo que reclamaba y se convertirá en una Revolución fallida, en una nueva forma de dominación.

Las instituciones que fueron creándose en Cuba desde inicios de los años sesenta no fueron de tipo provisional para resolver el periodo de transición que antecede a la conformación del nuevo estado, las que luego serían determinadas en Constituyente a partir de la participación de la nación en su conjunto. Al contrario, el partido único, la estatización de los medios de comunicación, la colectivización de la tierra a partir de la segunda reforma agraria y, tantas otras, son instituciones que desde sus inicios se fundan como eternas, y hasta el día de hoy son la columna vertebral del régimen cubano. Instituciones que nunca estuvieron pensadas como estribo temporal del flujo revolucionario, sino como brida definitiva. Cuando se dicta la Constitución de 1976, la estructura ya está creada de antemano y por decreto. Se asiste no más que a su reconocimiento de facto. No es el nacimiento de un nuevo régimen autoritario que surge de pronto de las rasgaduras de los vestidos impolutos de la revolución, sino la presentación en sociedad de la mayoría de edad del vástago totalitario. 

Una revolución, como cualquier otro evento social, no opera en lo abstracto de una idea, y se determina en última instancia no por la retórica sino por la praxis que desarrolla. El problema de quedarse solo con la forma de lo entendido por Revolución es lógicamente vaciarla de contenido. Resumir además esa forma a una idea abstracta atemporal es nada menos que convertirla en un absoluto mesiánico alejado de cualquier representación objetiva.

Y es que la Revolución así entendida no puede ni dar cuenta de su mismo trayecto. ¿Dónde situar entonces la paulatina demolición de los restos de institucionalidad democrática que toma lugar en la isla desde el mismo año sesenta? ¿Cómo entender el continuo deterioro de las libertades fundamentales y el desmantelamiento de la sociedad civil? ¿En nombre de qué ubicamos el asalto y silenciamiento de la prensa, la absorción de los sindicatos, la formación de un partido único totalitario, la represión a todo lo diferente que no asumiera el credo “revolucionario” del hombre nuevo como sujeto del nuevo orden? ¿No son estos los pilares sobre los que descansa el régimen que se sanciona constitucionalmente más de una década más tarde?

Es más, ¿no es en todo lo anterior precisamente donde radica la transformación estructural que experimentó la sociedad cubana y nos permite caracterizar ―el cambio y la sociedad en sí― como una Revolución, en este caso, una Revolución Socialista?

¿Capitalismo de Estado? (¿o Socialismo burocrático?)

Cada vez que se postula la equivalencia entre socialismo y capitalismo de Estado sobre la base de las proyecciones económicas, lo que se hace es señalar que la economía socialista no ha llegado a cobrar cuerpo en tanto existencia fuera de la lógica del capital. Pero si se quieren destacar coincidencias, bastaría subrayar que, incluso en la cúspide del socialismo estatista, la distinción económica sustancial con el capitalismo radicaba más en la voluntad política de gobierno que en las propias leyes y relaciones necesarias con el capital. Una vez que el Estado se convertía en el único propietario y empleador, no por ello estas leyes desaparecían milagrosamente, sino que  siendo el único responsable en la toma y ejecución de decisiones, a él les eran transferidas ahora como problema.

Una transformación que involucra tamaña tarea de planificación y coordinación da por sentado los recursos de la nación como propios, y a los trabajadores, no como actores autónomos, sino como piezas de un gran engranaje del proceso productivo a la entera disposición del planificador. Una visión ejemplar es el sistema presupuestario de financiamiento que según Ernesto ‘Che’ Guevara se ejercería cuando este participara en todos los aspectos de la economía, en un todo único que, partiendo de las decisiones políticas y pasando por JUCEPLAN, llegara a las empresas y unidades por los canales del ministerio y allí se fundiera con la población para volver a caminar hasta el órgano de decisión política formando una gigantesca rueda bien nivelada, en la cual se podrían cambiar determinados ritmos más o menos automáticamente ya que el control de la producción lo permitiría [5].

En una relación donde la racionalidad última de la acción no respondía a la lógica económica, la economía socialista sufría la tragedia de carecer de una lógica propia y existía esencialmente como acto supeditado a la política. La constante necesidad de validar un sistema político que a cada paso entra en contradicción con lo económico, solo tiene como solución la reiterada suspensión temporal de uno de ellos. El ámbito económico es por así decirlo, el enchufe que se dispara en el cortocircuito. La economía en tal caso no constituye el medio a través del cual se soluciona el problema material, sino, nada menos, que el problema. No es por azar que el discurso económico exhiba ese glosario de expresiones de adversidad, ni contenga tantos debates, tan interminables como vacuos, como los de validez o no de la ley del valor, el carácter de la mercancía, el dinero en el socialismo, entre otros. En este aspecto, no existe una política económica sino una economía política, en el peor sentido de la expresión.

El Capitalismo de Estado es entendido allí donde el Estado se convierte en un actor económico importante, en algunas ramas, el principal, donde dirime parte de la actividad económica a través de una red de empresas públicas bajo su control. La participación del Estado como agente mayoritario o monopolista en la economía, tiene raíces en el mercantilismo de estancos y privilegios del Ancient Règime. En la actualidad el Capitalismo de Estado puede ser considerado a partir de un moderno modelo intervencionista estatal del que hoy son ejemplo común los casos de China y Noruega.

El Capitalismo de Estado se ha utilizado como caracterización negativa de la concentración empresarial a manos del Estado en el sistema capitalista y como crítica a la reproducción de móviles del capitalismo en el Estado socialista. Este último sentido, el que aquí interesa, se hace fuerte con la configuración centralizada del Estado bolchevique y se remonta a la oposición anarquista a la idea de la construcción de un socialismo desde el Estado, la cual insistía en definirlo como un traspaso del modo de dominación de uno con base en la propiedad individual a otro con base estatal colectiva. Se funda en la crítica de Stirner y Proudhon a la idea emancipatoria de un socialismo estatista, que desde la disputa Bakunin-Marx se dirige al socialismo marxista. A partir de la Revolución de octubre de 1917, el reparo anarquista pasa a ser una crítica modélica del socialismo soviético, asumida por un amplio espectro ideológico.

Y si mirado así el socialismo pudiera llegar a compararse en lo económico con una forma de capitalismo, es porque su diferencia esencial habría entonces que buscarla en otro sitio; y es que la distinción entre ambos proviene principalmente del ámbito de lo político, de su legalidad e instituciones; lo que radicalmente haría la diferencia cuando se habla de socialismo o capitalismo de Estado es precisamente el carácter de ese Estado. 

La analogía entre Socialismo y Capitalismo de Estado ha sido empleada, como se ha dicho antes, por diversos autores. Para Hannah Arendt la consonancia entre ambos se da a partir de una continuidad en el proceso histórico de expropiación de la propiedad privada. Ambos sistemas comparten esta lógica que se inicia con la acumulación originaria en los albores del capitalismo y no ha cesado como pudiera parecer con la llegada del socialismo, sino que se ha perfeccionado a partir de la revolución soviética, donde ha llegado a ser total.

Así, para la pensadora alemana, el Socialismo de Estado se alinearía con la lógica del Capitalismo de Estado por venir a continuar un desarrollo inherente al proceso productivo de la modernidad. La capacidad de enfrentar este proceso, más exitoso allí donde las instituciones legales y políticas sean independientes de las fuerzas económicas, es la mayor distinción entre ellos, sin importar su consideración como Estados socialistas o capitalistas, sino la existencia real de una protección de la libertad basada en la división entre el poder gubernamental y el económico [6].

De esta manera es que la autora entiende la diferencia entre estos “gemelos con diferente sombrero” que en Occidente se expresa en los frenos políticos y legales que constantemente obstaculizan el proceso de expropiación. Si bajo el capitalismo la clase trabajadora, una vez organizada, había logrado obtener considerables derechos para sí misma, en el socialismo, en cambio, se destruyó esta clase, sus instituciones, sus sindicatos y sus partidos de trabajadores, sus derechos y convenios colectivos, las huelgas, el seguro de paro, la seguridad social…, ofreciendo solo una ilusión de propiedad a la clase trabajadora.

La distinción principal hoy no es entre países socialistas y países capitalistas, sino entre países que respetan esos derechos, por ejemplo, Suecia de un lado y Estados Unidos de otro, y los que no los respetan, por ejemplo, la España de Franco de un lado y la Rusia soviética de otro[7].

Arendt, en sintonía con otros intelectuales liberales de los sesenta, como el francés Raymond Aron, consideraba que el problema que enfrentaban las sociedades modernas de la posguerra, no estaba tanto en el eje de la producción como en el de las libertades, es decir, el dilema no era más visible entre planificación y libre cambio, que entre democracia y totalitarismo.

El déficit del concepto de Capitalismo de Estado no era notado sólo por republicanos y liberales, también lo era por socialistas de posiciones adversas al socialismo soviético. Desde las filas del trotskismo el economista Ernest Mandel realizaba una observación de línea similar, ahora en relación al sistema político. El capitalismo monopolista de Estado, opinaba el economista belga, no había logrado mostrar la diferencia entre un Estado socialista y uno burgués, más allá de que en el primero el partido comunista, o mejor, su comité central, ejercía el papel político principal.

Mandel era partidario de otra concepción dentro de la tradición del trotskismo, la cual en oposición a pensadores del Capitalismo de Estado como Chris Harman o Charles Bettelheim, entendía el socialismo soviético como un Socialismo ―o según otras denominaciones: Colectivismo― Burocrático. Estas dos ideas, que rivalizaron por mucho tiempo por la caracterización más adecuada del socialismo soviético, traían también aparejadas dos aproximaciones económicas diferentes que dieron paso a numerosas controversias. Entre ellas se inscribe uno desarrollado en Cuba entre 1963 y 1965 por Ernesto ‘Che’ Guevara y Rafael Rodríguez, conocido como el Gran Debate Económico, donde Mandel y Bettelheim terciaban a un lado y a otro y el cual no era más que el eco del debate económico desatado en Europa del Este entre ortodoxos y reformistas a partir de las reformas de Krushchev.

La idea del Socialismo Burocrático como tesis alternativa al Capitalismo de Estado es una que vale la pena comentar aquí. Es difícil, no obstante, manejar una definición más confusa a primera vista en este empeño por conjurar el socialismo real. Si la burocracia es ese sector que hace posible el funcionamiento del Estado dentro del aparato de administración del ―sencillo― Estado moderno, ¿qué esperar entonces de uno que se constituye a partir de la absorción del todo en él?.

Pero claro que esto no era lo que se quería expresar con lo burocrático del socialismo. En “La Revolución traicionada: ¿Qué es y adónde va la URSS?”, Trotski declaraba que el poder era ejercido por un estrato que dentro del Estado se había hecho con la dirección de la revolución en contra de sus propósitos iniciales. La revolución soviética había degenerado, pero aun así, y a pesar de esta deformación, el Estado soviético era aún un Estado obrero socialista. La burocracia, para los revolucionarios bolcheviques, era sobre todo una deformación del gobierno, incluso, un rezago del imperialismo zarista que debía desaparecer en los nuevos tiempos. Solo una visión voluntarista e idealista de este tipo podía criticar el concepto y a la vez celebrar como “optimistas figuras” que el peso relativo de la producción socialista en 1936 debía alcanzar el 98.5 por ciento, con el entusiasmo que Trotski lo hacía, sin albergar la menor inquietud sobre la endémica naturaleza burocrática sobre la que se erigía dicho Estado.

Esta denominación de Socialismo Burocrático es aún incluso utilizada cuando se aborda el tema del socialismo real. En “Trotski y la estructura de clases del socialismo soviético”, el economista Branco Milanovic revisita esta crítica al Estado soviético. Allí analiza la posición de Trotski y, aunque utiliza el término Socialismo de Estado, mezcla la crítica antiestatista anarquista al Estado en su conjunto con la crítica a la burocracia como sector apoderado dentro de éste. El repaso a la postura del líder bolchevique está encuadrado dentro de la consideración de su figura como una de las primeras en reparar que el socialismo soviético “es, o se aproxima, a una sociedad de clases[8].

Sin embargo, uno de los argumentos principales de Trotski era que la burocracia ―ese grupo en el poder en lugar de la clase trabajadora― no constituía una clase en sí misma, sino más bien un sector que funcionaba como una casta. Este argumento, además del económico ―no es posible hablar de capitalismo con propiedad estatal y sin mercado― es lo que le permite sostener más bien el punto contrario: que la URSS no era una sociedad clasista, sino un estado obrero degenerado. Pero unos párrafos más adelante el autor reconoce que Trotski “evita el término ‘clase’ porque cree que el término debe reservarse para las sociedades con propiedad privada del capital”, con lo que, al contradecirse, da la impresión que su intención es resaltar a Trotski, menos en relación con la idea de clases dentro del Estado soviético que con su crítica a la idea de un socialismo proletario. Milanovic en consecuencia resalta la particularidad de su llamado a la revolución solo en lo político y no en lo económico, en la lucha contra el nuevo estrato dirigente burocrático por restablecer los objetivos democráticos; no sin antes recriminarle justamente su doble discurso, por su papel fundamental en su represión y desmantelamiento [9].

La ausencia de las dinámicas de clase dentro del socialismo, entendida entre otras cosas por la no propiedad (legal) de la burocracia sobre los medios de producción, es clave para quienes, como Trotski, sustentan la naturaleza socialista aunque degenerada del Estado soviético rechazando la “idea absurda” del Capitalismo de Estado.

Nosotros frecuentemente buscamos salvar fenómenos desconocidos a través de términos familiares. Uno de estos intentos es el de intentar resolver el enigma del régimen soviético al llamarlo Capitalismo de Estado. Este término tiene la ventaja que nadie sabe exactamente qué significa [10].

El tema de la burocracia se renovó con fuerza en los sesenta, en un momento de sintonía con la sociología en Occidente que se dedicaba al estudio de los procesos de institucionalización. La desestalinización permitió algunas investigaciones sociológicas en Europa del Este ―Hungría y Polonia y Yugoslavia entre las más destacadas― sobre la estructura social en el socialismo. La burocracia reemergió como un problema paradigmático de estudio. Y no pudo hacerlo en mejor momento, aunque Trotski se refería más a los dirigentes que a los burócratas sin mando. El poder impersonal del funcionariado probó ser un buen blanco al que dirigir los reparos que en forma de autocrítica entonces se permitían. Un provechoso agujero negro situado en el centro de la discusión entre ortodoxos y reformistas.

Sea entendida la dirigencia del Estado socialista en su modo de dominación como una clase o casta, la lucha contra la burocracia será parte de una nueva cruzada. De esta manera ya se podían indicar causas internas del fracaso de la centralización, la colectivización y la economía de comando, sin tener que señalar directamente a sus responsables. La burocracia, ese estrato colocado entre los probos dirigentes y la clase trabajadora, convertida en la responsable impersonal del fracaso del modelo, exoneraba no solo al sistema sino a los propios líderes “desinformados” de lo que pasaba en la “base”, aquellos que precisamente implantaron dicho modelo y nombraron verticalmente al personal de dicha burocracia con tanto esmero, en especial a aquellos que tenían algún poder real de decisión.

Ante la crisis y el creciente descontento popular existente en Cuba a mediados ya de los sesenta, la respuesta no se hizo esperar, fueron creadas Comisiones contra la burocracia en 1964, comisiones que pasaban cuenta al fracaso de la primera etapa de industrialización (1959-1963). En esta época triunfa por el año 1966 la implantación del Modelo Presupuestario de Financiamiento de Ernesto ‘Che’ Guevara, partidario de Mandel, basado en la idea de la primacía de los estímulos morales sobre los materiales para espolear la conciencia sobre el trabajo del hombre nuevo. La lucha contra la burocracia y las leyes del mercado se enfilaron a la eliminación del interés, la contabilidad y hasta el dinero. Para 1967 se inicia una nueva campaña contra la burocracia, la cual esta vez corregía los nuevos elementos burocráticos [11]. Con la lucha contra la burocracia en los sesenta se alcanzaba una situación tal que el desastre de la economía de comando podía llegar a ser denunciado por sus propios planificadores. 

Es importante añadir que hoy se está repitiendo un debate sobre el socialismo real que se inscribía dentro de la más amplia pregunta sobre el carácter del sistema luego de las reformas de los sesenta. Este era naturalmente extraoficial, pues era sostenido entre intelectuales de Europa del Este ―que por su apoyo a las reformas de la desestalinización habían caído en desgracia y en muchos casos habían pasado a la disidencia― y sus pares occidentales.

La tesis del capitalismo de estado o socialismo burocrático, vale destacar, era sostenida principalmente por estos intelectuales que no vivían en los países donde el socialismo estaba en marcha, lugares donde dicha idea era ampliamente rechazada. Integrantes de la New Left y marxistas británicos como el historiador E. P. Thompson, conscientes del fallo del socialismo real y siendo de él críticos, pedían aun así a sus homólogos delimitar y acotar sus reflexiones para salvar una verdadera esencia del socialismo que, según ellos, de seguir así se perdería; esencia de las que sus compañeros este-europeos querían librarse y entendían no ofrecía nada que pudiera ser rescatado.

Los intelectuales de Europa del Este rechazaban la comparación del socialismo soviético con el capitalismo de estado, no porque las reformas no abrazaran cada día más el libre mercado, sino porque esta visión no decía nada sobre la forma de dominación política que las determinaban. Algunos representantes de la llamada Escuela de Budapest (Ágnes Heller, Ferenc Feher y György Márkus) rebatiendo esta idea, aunque también las de una sociedad en transición, llegaron a plantear incluso que el socialismo real tardío era otro tipo de sociedad, diferente no solo del capitalismo sino también del socialismo. En lo que coincidían la mayoría de ellos era en el diagnóstico del régimen en que vivían, el cual veían como no reformable y, más allá de cambios económicos, no se dirigía a ningún lado, dictaminando que se mantendría por coacción o se desintegraría. El rasgo más evidente de este régimen ―continuaban― era que estaba condenado a la inmovilidad, al continuismo, ya que una democratización efectiva implicaría su default inmediato. Esta forma camaleónica de socialismo tardío, expresada desde el malabarismo de las reformas económicas en pos de la inmovilidad política, corresponde en gran medida al escenario actual cubano, aunque esto sería un tema para otro ensayo.

Consideraciones finales

El socialismo cubano ha cambiado bastante desde que Trotski criticó la idea de Capitalismo de Estado. Sin embargo, y dejando las reformas económicas a un lado, su modo de dominación, el cual brota del entramado de su sistema político, continúa siendo el mismo aun hoy día.

Los términos Capitalismo de Estado y Socialismo Burocrático se han disputado desde antiguo la descripción del funcionamiento de la sociedad socialista, esto es una explicación justificativa del fracaso del socialismo real. Ambos significan un modo de demarcación, el corte de un socialismo espurio ante aquel socialismo verdadero. Mientras uno ponía en solfa el mismo carácter socialista aludiendo principalmente a contradicciones económicas, el otro, defendiendo tal condición, observaba las deficiencias político-administrativas. El socialismo burocrático, durante el socialismo real, se convirtió en el esplendor del estatismo colectivista, una de sus herramientas importantes de explicación. A raíz de las transformaciones hacia la economía de mercado en Cuba, la idea más provocadora es evidentemente la del Capitalismo de Estado.

No obstante, ninguna de ellas ha podido convertirse en la explicación. Si siguiendo a Trotski el Capitalismo de Estado como definición del socialismo tipo soviético resulta una herramienta dudosa que dispone de “la ventaja que nadie sabe lo que significa”, el socialismo burocrático, disfrutaría de la de no significar nada. El fallo del llamado  socialismo real no residía en la aplicación o no del cálculo económico o en la implantación de estímulos morales o materiales, así como tampoco en la vigencia o no de la ley del valor…, tal y como a estas alturas todos sabemos. Las sociedades fundadas sólo en la legitimidad liberatoria de la fuerza prepolítica, es decir, que no pasan por el pacto civil y el consenso de la sociedad en su conjunto, están condenadas al fracaso. Las revoluciones que imponen desde arriba su visión monista del mundo y prescinden de este paso fundacional se convierten en revoluciones fallidas, como bien entendió Arendt.

Las reflexiones sobre el momento en que la revolución cubana dejó paso al socialismo institucionalizado, dejan, según la forma en que se plantean, una sensación similar a las de las diferentes tesis que hasta aquí hemos bocetado. Las mismas, además de una concepción sublimada (de la revolución), contienen una idea providencial del socialismo. Así lo mismo nos topamos con una revolución inmaculada que puede separarse de un tajo de todo aquello que vendría a contaminarla y entra y sale de un salto en la Historia, o con un socialismo que no tiene bien explicada su ruta para llegar hasta aquí. Esta distinción entre Revolución y Socialismo en Cuba es ciertamente correcta siempre que no se presente como una artificial disrupción entre ambos, sino como el resultado natural del proceso echado a andar a inicios de los sesenta.

Una manera de entender esta relación a más largo término es mirar las tensiones históricamente dadas entre ellas, tanto en la retórica como en la práctica. De esta forma hubo primero una revolución sin socialismo, trayecto donde se incluye la insurrección contra Fulgencio Batista y no meramente el momento a partir de su huida y el triunfo de enero de 1959, periodo de alta conflictividad donde se rechazaba el vínculo entre ambas. Luego se une el socialismo a la revolución, se adosa, convirtiéndose en revolución socialista, donde cohabitando juntas durante un tiempo y alternando discursividades se hace visible un protagonismo doctrinal del comunismo en ascenso. Por último, la fase en la que nos encontramos (fase puramente retórica), donde una revolución que no existe hace décadas opaca y desplaza en forma de discurso nacionalista a la ideología, y desde donde el discurso socialista ―ahora en tensión y solo empleado de manera discreta― opera como mecanismo perpetuo de dominio.   

El Capitalismo de Estado como denuncia a la existencia de relaciones que en principio quedarían fuera del socialismo estatista de base marxista-leninista ha funcionado de manera eficaz al mostrar la hipocresía sobre las pretendidas virtudes del sistema socioeconómico y descarnar las falencias del supuesto discurso paternalista. No obstante, no hay que exagerar demasiado sus semejanzas. El defecto principal de esta visión, como hemos visto hasta aquí, no es lo que dice sino lo que deja de decir, lo cual no reside en el señalamiento de las semejanzas que cruzan a los dos modelos, sino en la evidente incapacidad de demarcación de las diferencias esenciales que entre ellos existen.

En Cuba, el Capitalismo de Estado sirve hoy sin duda para denunciar a un grupo que se enriquece a partir de la apropiación del Estado y del país. Pero esa vocación política no es nueva, sí lo son ahora sus medios y los nuevos escenarios. Si el socialismo cubano tiene hoy una grotesca fisonomía y ha tenido que echar mano a cualquier recurso para continuar a flote, no es debido a nadie más que a sí mismo y no responde a algo más que a su obcecada voluntad de poder. Mientras la maquinaria política siga intacta no habrá que cargar el desastre cubano a lógicas ajenas más que a propias, en especial, cuando estas han sido siempre cambiantes y caprichosas, aunque evidentemente lo hayan sido por pura conveniencia.

Un último comentario para finalizar, retomando los casos de China y Noruega, modelos actualmente considerados ejemplos de Capitalismo de Estado. ¿No es verdad que resulta difícil pensar a primera vista en dos sociedades más distintas en el planeta?


[1] Theodore Draper (1961): Castro’s Cuba. A Revolution Betrayed? (1961). (Folleto.) Gran Bretaña: Encounter / The New Leader, 27 de marzo.

[2] Samuel Farber (2006): The Origins of the Cuban Revolution Reconsidered, The University of North Carolina Press, pp. 148-150; 168-169.

[3] Norberto Bobbio (1989): “La rivoluzione tra movimento e mutamento”, En: Teoría política, V, núms. 2-3, pp. 3-21.

[4] Hannah Arendt (2004): Sobre la Revolución, Alianza Editorial, S. A., Madrid, pp. 84, 90.

[5] Ernesto Guevara (1963): “Sobre el sistema presupuestario de financiamiento.” En: Revista Trimestre, No.7. La Habana, Julio- septiembre, pp. 47-65.

[6] Hannah Arendt (2015): Crisis de la república, Editorial Trotta, S.A., p.161.

[7] Ídem: p.163.

[8] Branco Milanovic (2022): “Trotski y la estructura de clases del socialismo soviético”,En: Letras Libres, 13 de enero. En línea: https://letraslibres.com/politica/trotski-y-la-estructura-de-clases-del-socialismo-sovietico/

[9] Ibidem

[10] León Trotski: “¿Qué es la URSS?” (Cap. IX), En: La Revolución traicionada: ¿Qué es y adónde va la URSS? Cap. IX. En línea: https//: w.w.w.marxist.archive.org[MIA] Trotsky (1936): La Revolución Traicionada (marxists.org)

[11] Carmelo Mesa Lago (1973): “Problemas estructurales, política económica y desarrollo en Cuba 1959-1970”, En: Desarrollo Económico, Vol. 13, No. 51 (Oct. – Dec.), pp. 533-582.