Dainerys Machado Vento: Walker Evans y los olores de La Habana

Artes visuales | Memoria | 3 de octubre de 2022

Un Negro altísimo, con impecable traje blanco mira hacia su izquierda por encima del hombro. Lleva sombrero de ala corta, corbata, un pañuelo en la solapa. La expresión en su rostro es difícil de descifrar, pero él es todo elegancia. Debe ser domingo. Detrás, sobresale un cartel de la Coca Cola. La escena transcurre en Cuba y en los años 30. El estilo del protagonista es indiscutible, el tiempo y el espacio son indiscutibles tanto por el quiosco de periódicos que está a su lado, como por la cubierta de la revista Bohemia que exhibe una bandera cubana. La entonces famosa Carteles también llama a los transeúntes a la lectura, a imitar a ese niño limpiabotas que, al fondo del encuadre, lee un periódico más grande que él. El ojo que ha capturado tanta maravilla e historia en una sola imagen es el del fotógrafo estadounidense Walker Evans (1903-1975)

A Evans se le reconoce principalmente por documentar la Gran Depresión en el campo de Estados Unidos; por mostrar un New York moderno, que se va llenando de carteles de colores; pero donde faltaban aún las luces de neón. A Evans se le reconoce como el primer fotógrafo en comprender y dar relevancia documental a la importancia que iban adquiriendo vallas publicitarias y gráfica moderna en la vida cotidiana de Norteamérica, especialmente a partir de las décadas de 1930 y 1940. En La Habana hizo lo mismo y más, porque le bastó un mes para reconocer y capturar el espíritu de la ciudad y de su gente.

Evans miró a la capital de Cuba con el asombro de quien descubría un pasaje nuevo y con la sensibilidad del ojo experto en encontrar la belleza en los panoramas más habituales; con la necesidad de documentar la pobreza y con el entendimiento pleno de que, en aquella isla, razas y culturas pasaban por divisiones muy distintas a las de Estados Unidos. El resultado es una serie de imágenes que muestran a la ciudad a ras de suelo, la urbe de las esquinas llenas de negocios, de los obreros cansados que sacaban sus mejores ropas los fines de semana. Evans retrató a la ciudad que ya no existe, a las plazas y pequeños negocios que se fueron apagando después de 1959; pero también el más profundo espíritu del cubano, la siesta al mediodía, la pausa a la sombra del árbol, el trabajo incansable. La Habana de Walker Evans está alejada de los catálogos turísticos y cerca de la gente, y por eso mismo es una ciudad que existe y no, ambivalentemente viva en la memoria, en la cultura, pero lejana.

Entre mis favoritas, está su fotografía de un puesto de comida donde se vende, nada más y nada menos, que pan con lechón. Da la sensación de que ha grabado los olores que se esconden detrás de las pequeñas paredes de metal, donde se corta la carne. Evans retrata tradiciones, esas pequeñas costumbres que seguirán vivas de generación en generación, como la de los hombres que reposan en el Parque Central o en el muro de una puerta, la de las mujeres que se cubren la cabeza con pañuelo para proteger los rizos y las de las ropas tendidas al sol. Su colección de fotografías muestra además el inmenso contraste de los espacios urbanos con los suburbios. No tiene que irse muy lejos de La Habana para captar como las grandes plazas de elegante estilo español se tornan pronto barrios con calles de tierra, con casas mal construidas, hechas de pencas de palma.

Uno de los elementos que más se repite en las imágenes de estas semanas en Cuba son las rejas altas, esas que custodian las puertas y ventanas de puntal elevado, para impedir el paso de extraños, pero hacer más vivible los veranos en los hogares del Caribe. Los adornos estilos franceses en que culminan aún muchas de estas verjas no impiden al fotógrafo emplearlas como elemento simbólico dentro del encuadre para resaltar la tristeza de los niños que miran a su cámara desde la pobreza, como si no tuvieran escapatoria. En su fotografía conocida como “Vendedores de periódicos”, originalmente “Newspaper boys”, el adorno de hierro reafirma esta imaginería: ocho niños y adolescentes se han subido hasta lo más alto de la reja para tratar de conseguir los primeros ejemplares que se disputa una multitud mayor, evidentemente desesperada y necesitada del negocio.

Con esta y con sus fotos del tranvía 326 que viajaba de Luyanó a Malecón, Evans convierte a La Habana en un reflejo de esa moderna ciudad de New York que José Martí había descrito al detalle en sus Escenas neoyorquinas, publicadas en periódicos como La Nación La Ilustración a finales de la década de 1880: “… lo que el padre quiere que vea el hijo, es la turba de niños huérfanos, de doce, de diez, de cinco años como él, que con su real en el puño esperan en la acera en fila a que se abra el sótano donde se ponen los diarios a la venta!!”, escribió Martí.

No creo que Evans conociera la obra periodística del cubano, aunque se le ha reconocido como un gran lector, aspirante a escritor por muchos años. Es más probable que, por la barrera del idioma, solo se trate de dos artistas con la sensibilidad suficiente para notar cómo la tecnología inunda a las ciudades modernas, pero sin cambiar demasiado la vida de los más pobres. Evans y Martí, con cuatro décadas de diferencia, miran hacia los mismos lugares, hacia situaciones similares. El americano ensaya con su cámara una historia crítica de la capital cubana, tanto como el cubano lo hizo con la palabra sobre la ciudad estadounidense que lo acogió en su exilio.

Se sabe que Evans llegó a La Habana comisionado por el escritor y periodista Carlton Beales, para hacer las imágenes de su libro de El crimen en Cuba. Se dice que, una vez en la ciudad, Ernest Hemingway le prestó los 25 dólares que le permitieron extender su estancia casi un mes. Un artista de la talla de Evans debe haber sido un hombre muy apasionado y La Habana es, aún, una ciudad llena de exaltaciones. El encuentro entre su visión del mundo y la perla del Caribe habría sido de por sí efusivo, a lo que se sumó el hecho de que allí coincidió con uno de sus ídolos literarios, Hemingway.

Se dice que Evans decidió no retratarlo porque no quería llover sobre mojado, porque el escritor era una figura muy fotografiada. Una verdad a la que probablemente haya que agregar el interés que toda la vida mostró el fotógrafo por detener su lente en el hombre y la mujer común, el mismo objetivo que rigió emblemáticos proyectos suyos como Let Us Now Praise The Famous Man, publicado en 1941, y donde se reunieron las fotografías más simbólicas que hizo de campesinos y obreros durante la Gran Depresión en Estados Unidos.

Hemingway se convirtió además en el tesorero de muchas de las imágenes tomadas por Evans en Cuba. Las guardó en su casa de Cayo Hueso, después de que el fotógrafo no se atreviera a sacarlas por sí mismo de la isla. Según la periodista Gloria Crespo en El País, hace pocos años se descubrió el impresionante lote, que salió a la venta en 2017. Es probable, sin embargo, que los negativos hayan estado dispersos. A fin de cuentas, Evans murió en 1975 y algunas de sus fotografías de Cuba han sido exhibidas en el MET desde el 2004, la mayoría acreditadas a Archivo del Museo desde 1994.

Y aunque el artista no fotografió directamente a Hemingway, una foto suya cuenta una historia un poco diferente. En la fachada de un cine de barrio en La Habana, uno de los carteles principales anuncia que el domingo se exhibe Adiós a las armas. Por la fecha y la imagen que muestra el promocional en inglés, se trata de una versión cinematográfica de la novela del Premio Nobel, que fue dirigida por Frank Borzage en 1932, y protagonizada por Gary Cooper. Me gusta pensar entonces que Evans no retrató al escritor, pero sí a su obra, a la versión de su obra que tan temprano llegó al cine, y al cine que se expandió por cada barrio de La Habana. De alguna manera, Evans retrató el espíritu de Hemingway y su (omni)presencia.

La importancia de esta imagen, que también forma parte del Archivo del fotógrafo en el Metropolitan Museum of Art, radica en que ya exhibe el interés por emplear planos generales y capturar fachadas abigarradas, dos elementos que se volverán después característicos de la mirada del artista. El encuadre geométrico que reafirma al poner en el centro las formas de los edificios, la cantidad de información sobre las paredes, los transeúntes detenidos en espera de servicios o información se vuelven un espejo casi exacto de una foto que Evans tomó en una gasolinera en Alabama en 1936, apenas tres años después, cuando ya había comenzado su trabajo para el gobierno, en la documentación de lo que sucedía en el campo.

La ropa clara de los que buscan información en el cine caribeño, son oscuras en la escena americana. Pero en ambos casos, las señales de distintos tamaños recargan la vista y fragmentan las lecturas posibles, a la vez que reclaman la atención reiterada de quienes las miran.

Es evidente que Walker Evans le ofreció a La Habana sus mejores miradas; como es evidente que tres semanas de intensa creatividad bajo el calor de la ciudad contribuyeron con la definición de su estilo. La instantánea más conocida del pintor cubano Víctor Manuel es también de su autoría.

Evans no solo supo captar el espíritu de la ciudad, su policromía humana y arquitectónica, también sus olores y sabores, los rostros de decenas de mujeres anónimas de cejas muy finas. Y procuró, quizás sin quererlo, convertir su viaje en mito: fotos perdidas, algunas dañadas por la humedad de la Florida, negativos hallados en el Sloopy Joe’s de Cayo Hueso, un bar gemelo de uno con el mismo nombre en La Habana. Walker Evans que no quiso fotografiar a Hemingway, dejó testimonio de la presencia del escritor en La Habana, aún cuando este no había decidido mudarse.

¿Cómo habría visto a Cuba en sus menos conocidas polaroids y con sus primeros acercamientos a la fotografía en colores? No lo sabremos. Pero sus ojos tristes de artista treintañero capturaron en blanco y negro una ciudad que se muestra en todos sus sabores, olores y dolores gracias a su talento infinito.

Tomado de la revista Literal