Jorge Luis Arcos: La crítica fantasmática de Lorenzo García Vega

Archivo | Autores | Dokumentxs | 16 de noviembre de 2022
©Arturo Rodríguez

Apenas estudiada hasta ahora, la crítica y la ensayística del autor de Rostros del reverso más que un «complemento de escritura», es una de sus zonas vitales y esquizas de diferencia. Dándole continuidad a nuestro Dosier-Homenaje Lorenzo García Vega: Diez años in/out, aquí les va este excelente ensayo de Jorge Luis Arcos sobre el tema.
Gocen.

1.

Nunca le interesó a Lorenzo García Vega hacer crítica literaria; al menos, no al modo académico o tradicional. Sus textos, los que pueden denominarse críticos, son como emanaciones de su poética, impresiones de un lector caníbal, que furiosamente se nutre (se apropia) de aquello que lee si tiene alguna relación con la singularidad de su singular percepción de la realidad. Ya Ricardo Piglia advertía en sus diarios[1], que toda crítica es, en última instancia, autobiográfica. No siempre es así, claro, pero cuando la llamada crítica es un acto creador, cuando se erige como un testimonio, una emanación, de una poética, entonces se desenvuelve como una lectura imaginal que sitúa en un primer plano las obsesiones, las preguntas, las incertidumbres del escritor. Claro que toda crítica puede tener un contenido subjetivo fuerte, pero lo que sucede con la de Lorenzo es que ello ocurre en ella en modo superlativo.

Es muy significativo que esa búsqueda y su expresión discursiva se inicie muy temprano, desde la primera parte de su diario Rostros del reverso, cuando publica en Orígenes el texto homónimo en 1952.

Cada vez que releo Rostros del reverso ―tanto el fragmento inicial publicado en Orígenes como sobre todo el libro posterior―, mi asombro se acrecienta. Nadie escribía así en Cuba entonces (¿y después?). Sólo conozco algo semejante, pero no tan concentrado: Los diarios de Emilio Renzi, de Piglia. También puede invocarse, entre otros, el diario argentino de Witold Gombrowicz; o las memorias del peruano Julio Ramón Ribeyro… Diario de un escritor, por supuesto, pero más bien, como ya he escrito[2], una suerte de laboratorio creador: monólogos hamletianos: influencia de una mente sobre sí misma, como diría Harold Bloom del embajador de la muerte, el príncipe de Dinamarca… Diario de sus lecturas, y expresión de la búsqueda angustiosa de su poética. Pero, también, ejemplo sobre todo de una escritura única. La temperatura, la intensidad de sus reflexiones es pasmosa; la forma de exponerlas (y de exponerse), mucho más. Fue un diario que escribió con intermitencias temporales. Una primera etapa, en 1952 y 1957, en Cuba. Una segunda, en 1968 y 1969, en su exilio madrileño, y otra, entre 1972 y 1975, ya en Playa Albina.

Sólo me referiré ahora a los textos escritos en el año 1952, porque fueron publicados en Orígenes, como una suerte de testimonio y texto crítico, cuando se conmemoraba el cincuentenario de la República. Llama poderosamente la atención que en ese texto desolado aparezcan ya todas sus obsesiones centrales: su poética del reverso, en general (la índole de su mirada, de su percepción de la realidad-irrealidad); su obsesión por la abstracción de las formas; la imagen plástica… ¡Y hasta su oficio de perder! Hay una suerte de metafísica de la imagen, de la forma. Obvio las punzantes referencias contextuales, que es muy significativo que ya existían, pero que no regresarán con esa intensidad hasta mucho después, cuando escribe Los años de Orígenes. Son, también, sus confesiones, las que se hace a él mismo, porque suponen una vía de autoconocimiento que lo acompañará siempre, hasta el punto de encarnar quizá su marca, su singularidad, su fisonomía escritural más notoria. Un estudio de este diario, del que Octavio Paz dijera que «Un día su libro será leído como lo que es: uno de los testimonios más lúcidos de estos años infames», reclamaría todo un libro. Es, además, entre otras cosas, como el espejo de un vanguardismo profundo; tal vez, uno de los mejores testimonios de esa vocación literaria en Latinoamérica. Macedonio Fernández, Haroldo de Campos, serían sus pariguales. También, Severo Sarduy, Octavio Armand… No me refiero a ejemplos escriturales (habría que añadir entonces a José Kozer, a Reinaldo Arenas), sino sobre todo al pensamiento que despliega. Pero ¿no fue en el pensamiento, en su proyección utópica y metapoética, donde radica lo más perdurable del vanguardismo? Mezclo a neovanguardistas y neobarrocos atendiendo a la inteligente aseveración de Paz sobre que el vanguardismo y el barroco son, en última instancia, dos formalismos. Siempre se ha insistido en lo provisorio y en la ausencia de profundidad del vanguardismo insular. Este sólo libro bastaría para repensar esa atendible generalización. Ahora, sólo a modo de ejemplo paradigmático, transcribo una cita del texto publicado en Orígenes:

Marzo 11. Objetos. El poema internándose en los objetos. Pero deseo más los objetos de sensación… No sé. Quizás el hálito de los objetos; esa otra realidad de los objetos, subjetiva, fantasmal. Pero no quisiera captarlo en un difuso metafísico; en nada mística, en nada rilkeano. Quisiera internarme con la misma objetividad de un abstraccionista.

Y pienso, ¡describir ese hálito en puro objetivismo! Porque algo me llama a inmiscuir la subjetividad. Pero inmiscuirla como un auto-mirarme, en que ese yo que mira se me independice, recortándome irónicamente como un personaje de Kafka.

(…)

26 de marzo. Sugestión, tentación de la pintura. Ese sentir lo plástico como una manera de aprehender las cosas en la poesía. Esa voluptuosidad de lo plástico que me satisface ciertas inclinaciones: el tener en el poema el obstáculo de una estructura dada; el regodeo intelectual de manejar las imágenes hechas planos.

(…)

Abril 1.  (…)

Yo he querido hacer estos Reversos, por el afán de encontrarle cierta estructuralidad a mi mundo poético; de hallar cierto lineamiento en mis imágenes. Y es que siento, confusamente, tras mis imágenes, la existencia de una estructuración (pienso en Braque) que me pudiese entregar una clave, un secreto.

(…)

Fuera de este hurgamiento cortado que intento buscar en las imágenes, hay pocas de ellas que logren impulsarme hacia el poema. Y no es, no, que no me interese éste como forma de expresión, sino que no puedo hallar en él un apresamiento de mi realidad espiritual.

(…)

Abril 9 (…)

Ya Sartre señala que “si se quiere hablar de algún modo del compromiso del poeta, digamos que es el hombre que se compromete a perder”, a perder es decir a desterrarse…[3]

2.

Fue siempre Lorenzo un lúcido y voraz lector. Él mismo ha insistido en sus numerosas lecturas de Proust; “el Divino Marcelo”, le decía. Ya se conoce la anécdota del destino u oráculo, cuando la voz del futuro Maestro, y también su mayor perturbación, le dijo: “Muchacho, lee a Proust”, e hizo un Curso Délfico solo para su joven discípulo. Y lo salvó, en parte, de su enfermedad psíquica. Pero no de su singularidad. Lorenzo, en el último texto que escribiera sobre Lezama, “Maestro, por penúltima vez”[4], reconoce que había una parte delirante del Lezama oral que sí lo estimulaba cuando le trasmitía esa su “alegría salvaje”. Y, por cierto, el discípulo hizo de esa parte no escrita del maestro el camino de su búsqueda escritural. De esa zona como lúdica, marginal, derivó en parte, primero, un reconocimiento y, luego, su desvío; o el regreso (el reencuentro con) el espíritu de Suite para la espera: “Apollinaire al agua”…, era como su divisa secreta, que había quedado como en suspenso durante su aventura origenista.

Ya en Kaleidoscopio[5] abordé esa relación maestro-discípulo con alguna prolijidad, por lo que no insistiré en la índole de sus necesarias diferencias, homosexualidad mediante: algo que lo turbó hasta el final. Una tarde, en Madrid, me confesó que, a veces, le temblaban las piernas cuando estaba junto al “barón de Charlús”, como le llamaba proustianamente. Pero bastaría aquel mensaje del oráculo para refrendar la enorme impronta que dejó El Etrusco en su joven discípulo (y paciente). Porque ¿acaso no fue la memoria (la profunda y recurrente rememoración) el reservorio creador de la poética lorenziana? Claro que fue una rememoración inevitablemente diferente a la de su descomunal maestro, muy distante del “bailongo barroco” del autor de Paradiso. De esa diferencia hizo Lorenzo el camino hacia su propia singularidad, una vez que, ya en el exilio (pues parece que era hasta necesario poner esa distancia entre él y su maestro), se fue quitando el peso de la gravedad origenista ―Los años de Orígenes mediante― como furiosa catarsis y anagnórisis, pero, también, como una suerte de liberación: un regreso a, ¡por fin!, su propio camino: el del vanguardista anacrónico que no encontró una recepción estimulante dentro de Orígenes, que rechazaba lo vanguardista.

Repárese en que es a partir de entonces cuando comienza Lorenzo a desplegar lo más creador de su literatura de imaginación. Pero repárese también en que, con resolución diferente, el legado de Lezama fue notorio en la poética lorenziana. Bastaría observar el decisivo significado de la imagen en la obra de Lorenzo, que tuvo en el conjuro de una imagen plástica su mayor y más fructífera obsesión. Ya desde Rostros del reverso (profundo laboratorio creador, decía) comienza Lorenzo a meditar sobre la forma, la imagen. Como sucedió con María Zambrano y Ortega Gasset (pues, en este caso, la joven discípula derivó de una frase incidental de su maestro en Meditaciones del Quijote, sobre el logos del Manzanares, todo su camino creador)[6], bastó insistir en el costado delirante de Lezama para encontrar allí, en ese borde, en esa sobreabundante oralidad delirante, el camino hacia su propia singularidad. Y es muy significativo como esa vocación de delirio, de juego, está inextricablemente unida a una racionalidad abstraccionista, estructuradora. Como una alquimia del alma.

Durante la etapa origenista, ambivalente terapia literaria de Lezama y difícil autoterapia mediante, el joven vulnerable convivió con una cosmovisión diferente. De ahí sus alusiones al “lenguaje enfermo” de Espirales del cuje, por ejemplo. Enfermo de la gravedad origenista, se entiende. Piñera fue más radical en su ruptura con el origenismo que Lorenzo, quien tuvo que transitar un largo camino para, primero, realizarla y, después, conseguirla.

Los textos iniciales de Lorenzo[7] que pueden calificarse como crítica literaria, sus singulares comentarios de los novelistas cubanos (también mandato de su maestro), por ejemplo, tampoco fueron de la índole de los textos críticos que terminaría escribiendo en el exilio liberador. El propio Lorenzo lo reconoce en El oficio de perder. Ya se sabe que fue siempre un obsesivo autocrítico. Tampoco sus relatos de Cetrería del títere le satisficieron del todo. Tenía que realizar una profunda ascesis, una suerte de desaprendizaje o noche obscura, para regresar al espíritu lúdico de Suite para la espera. No fue hasta que encontró su poética del relato sin relato, una como textura onírica, y borró las fronteras genéricas tradicionales, que pudo hallar su propio sendero creador.

Pero ese proceso liberador, que acaece en su obra propiamente literaria (sus textos minimalistas, o artefactos plásticos), ocurre también en su obra crítica, si es que puede llamarse “crítica” (como ya se advertía) a sus textos sobre otros escritores y obras literarias.

3.

Hay que valorar la importancia del gesto, además de la realización misma de su obra. El gesto, de linaje vanguardista, es la cara externa de su profunda búsqueda implosiva. Hay siempre en sus textos una introspección, un furioso autoconocimiento de fuente psicoanalítica (la búsqueda de su mito personal, como en la psicología profunda, mítica, arquetipal, a lo Jung, o a lo James Hillman), y, simultáneamente, una búsqueda hacia adentro de la forma misma. Es entonces un gesto tanto de fuente vanguardista como barroca (en última instancia, dos formalismos, como señalara Octavio Paz). Su barroquismo (que religa a Góngora con Quevedo, como sucede en la tradición latinoamericana: Sor Juana, Darío, Martí, Huidobro, Vallejo, Gorostiza, Lezama, Haroldo de Campos…) es muy singular, diferente al de Lezama en su expresión (aunque no en su raíz). Aunque hay poemas de Fragmentos a su imán, que denominé como expresión de un barroco carcelario (con verso suyo) que no son muy desemejantes a textos de Lorenzo (como tampoco de cierto Piñera). Es extraño, pero, tanto Lezama como Lorenzo, parten de ese punto tremendo que desplegó Martí en su Diario de campaña, esa suerte de lenguaje protoplasmático. Es un reto, el de Martí, que sigue vigente ahora mismo (es, por ejemplo, el reto que se hace a sí mismo Vallejo en algunos poemas de Trilce, libro tan caro a Lorenzo, por cierto; y es también el reto que convoca, acaso sin solucionarlo formalmente del todo [porque en realidad no tiene fin], Huidobro, en Altazor). Es como lo que describe María Zambrano en su capítulo “La Medusa”, de Claros del bosque: la imagen de las formas que vendrán, como que va a su fuente, a su víspera, a su virtualidad potencial, y por eso conjura toda forma futura. Lezama lo expresa a su modo: “Buscando la increada forma del logos de la imaginación”, que es lo que despliega sobre todo en Dador.

Hay siempre una metapoética omitida o infusa, implícita, que remite a su metafísica formal, plástica (transgenérica también), sobre la que comienza a meditar (y buscar) en Rostros del reverso, y que posteriormente se expresa en sus últimos libros, inclasificables genéricamente.

4.

Sus textos críticos son comentarios de un lector que busca siempre la imposible simultaneidad del otro, de lo otro; con su propia poética caleidoscópica. Esos textos suyos terminan siempre por ser autorreferenciales, coincidiendo con la última intuición de Piglia. Una crítica, la de Lorenzo, impresionista, aunque muy diferente a otra de esa extraña estirpe: la de José Martí.

Es una crítica fantasmática, porque sus textos críticos parecen producir como un ectoplasma, un fantasma: una creación a partir de otra creación. Los textos comentados se convierten en estímulos para su poderosa imaginación autotélica. Es fantasmática, también, porque el peso de lo ausente, de lo omitido, es mayúsculo. Hasta cierto punto, Lorenzo, en esos textos afantasma lo que comenta.

Pero lo que se afantasma, lo que se borra, lo que se sumerge, adquiere como otra naturaleza, otro rostro enigmático. El gesto no puede ser más vanguardista, más creacionista (enfatizo, pensando en cierto parentesco con la poética de Vicente Huidobro).

En el fondo, busca ese “soplo” inexpresable, invisible; ese magma, ese légamo oculto, pero poderoso, que posibilita esa otra emanación creadora, y que termina por producir en “la devolución crítica lorenziana un artefacto extraño”, pero suficiente. Lorenzo busca en el otro, en lo otro, como el umbral para una epifanía, para un nuevo nacimiento.

Acaso lo mismo que busca en sus sueños: un espacio liberado de la tiranía de la cronología y de un tópos determinado. Como hizo en Vilis. Utopía vanguardista también. Tratar de dotar a sus textos de (y de descubrir en los de otros) una dimensión onírica, ese sueño de las formas en libertad.

Los mejores textos críticos de Lorenzo, con la naturaleza que hemos estado describiendo aquí, son los que coinciden con su etapa ya “liberada”, es decir, cuando estaba ya produciendo su obra más creadora (más singular), la propiamente más lorenziana.

Casi siempre escribe por simpatía intelectual. Le interesa más constatar una suerte de experimentación en el otro, en lo otro. Como si buscara hallar siempre una extrañeza: otro fantasma; otro imposible, incluso.

5.

Lorenzo busca (y necesita encontrar en el otro, en lo otro) como una forma arquetípica, como un bulto indescifrable pero acotado por su propia plasticidad. De ahí sus recurrentes destilaciones alquímicas: acotar, limitar a una forma; reducir; meterlo todo dentro de una cajita, diría él. Poseer una forma primordial, no un simulacro. Pero no una forma deslumbrante, trascendente, sino cualquiera: una colchoneta abandonada en un solar yermo (por eso siente en el rugido de King Kong en Disney World como una realidad, una imagen trascendente en su intrascendencia), cualquier cosa: un recuerdo, por ejemplo, acaso sobre todo un recuerdo, una imagen onírica, algo que acaso lo devuelva a su Edad de Oro, a los soplos de su niñez, a la plenitud delirante del circo Harrison; como escribiera alguna vez, “al paraíso donde la represión no existe”… Es como la acaso imposible revelación literaria, textual, de una imagen onírica, esto es, de un magma inconsciente. Hay como la búsqueda de una sinécdoque incesante en su mirada; quiere poseer un punto, una forma; ah, pero esa forma es inexpresable, o solo se entrega como afantasmada. O, como en Lezama, escapa siempre, no se puede poseer. Sí, detrás de toda forma, un fantasma, un daimon ambivalente, imprevisible. Una nada física: un oxímoron entonces. El cuerpo, la forma plástica de la nada (por eso buscó una mística negativa, un reverso, como comenta en El oficio de perder). Como si tratara de apresar un soplo. Es una metafísica de la corporeidad de lo invisible. En el fondo, reparemos en que es una consecuencia del profundo aprendizaje de la imagen lezamiana, como reconoce en “Maestro por penúltima vez”. Pero, eso sí, con distinta resolución. Conjura esa forma, esa imagen huidiza con el juego, con lo delirante, como moviendo los colores, las imágenes, las fichas de un caleidoscopio. Cualquier cosa le sirve para su búsqueda; por ejemplo, el texto de otro escritor. Entonces, también juega con él. Muy a menudo su mirada crítica sobre otros escritores nos ayuda a comprender su propia poética (o poéticas, o no poéticas, como aduce Carlos A. Aguilera). Es como un dios que ha perdido su poder demiúrgico, pero lo conjura incesantemente. O como un niño que destroza su juguete para buscar su esqueleto oculto, su mecanismo indescifrable, como rememora alguna vez.

Y dice: no, no sé, no puedo, no entiendo, qué significa esto, cuál es su sentido, como un conjuro negativo… Su poética del reverso alcanza el lenguaje mismo, su sintaxis incluso. En esto actúa muy eficazmente cierta oralidad (coloquialismos, frases hechas, etc.). Por cierto, la deconstrucción que realizó Vallejo en Trilce, cuando rompió la estructura tradicional, modernista, de algunos poemas, parte de un impulso semejante.

Su poética del reverso, por ejemplo, lo es sobre todo con respecto a una vasta tradición literaria en la que no se reconocía, como sucede con la antipoesía de Nicanor Parra… Pero también es el reverso que está en las cosas mismas:

La locomotora cargada de tesoros sucios.

Me hieren los minutos. Siento el estremecimiento delirante. Desgárrenseme las carnes: percibo el devenir plástico del día.

Mi mirada inmadura quiere besar las cosas. Tengo el miedo terrible de perder el devenir, perseguido en la colina y en el río.

Las cosas se me presentan, ay, en majestuosidad imponente. Quiero elevarlas al sol y esconderlas en estuche.

Quiero seguir en círculo creciendo[8]

6.

Pero, eso que sucede en su poesía, en sus relatos, funciona también en sus textos críticos. Pongamos un ejemplo temprano, pero paradigmático: su ensayo sobre Julián del Casal (1963). Ha sido muy criticado. Por ejemplo, se le hace el plausible reparo de que no valora la calidad literaria de la poesía de Casal. Es como una sinécdoque de Casal. Y es cierto. Pero ¿acaso fue eso lo que se propuso Lorenzo? Además de la singularidad de su mirada, que sí produce algunas intuiciones memorables, como ya comenté en Kaleidoscopio, sucede aquí algo incluso inconsciente, pues el mito de la grandeza perdida, o venida a menos, ¿no funciona como un síntoma de su difícil, traumática experiencia origenista? Lo que hizo después con Los años de Orígenes, ya lo intenta hacer aquí (oblicua pero a la vez centralmente), por eso lo incluye en su libro ulterior. Sugiero una manera de leer este ensayo, que ciertamente no es la única.

7.

Desdeña el lenguaje crítico llamado académico. Tal vez para la academia la crítica lorenziana no cumpla una función visible o primariamente didáctica. Sin embargo, sí es un ejemplo de lo que segrega un texto. Como quería Piglia, Lorenzo hace una crítica de la forma, de la construcción ajena (también de su propia construcción). Es la crítica de un escritor para escritores, o para lectores creadores. Un escritor que lee así, tiene también que segregar como lector una crítica y, también, una literatura de imaginación (aunque, en su caso, ¿no son una las dos?) diferentes.

Hay también en sus textos sobre obras u otros autores, una curiosa promiscuidad, no frecuente en la tradición crítica. Él era hasta cierto punto consciente de su diferencia, de su extrañeza, por eso a veces dudaba tanto a la hora de escribir un texto crítico. Durante el proceso de escritura solía pedir opiniones a otros críticos, y las incluía luego en su texto. Claro, era intertextual, además de establecer relaciones incesantes, lo cual hace también la más profunda crítica; pero esas relaciones, en su caso a veces insólitas, obligan al lector a mirar la obra atendida desde otro lado (ese país de al lado, como diría Miguel Morey). La búsqueda incesante de relaciones sorprendentes, imprevistas. Pero Lorenzo agregaba algo más: su invalidez, incluso su insuficiencia, su vulnerabilidad (o inmadurez, le gustaba decir, a lo Gombrowicz), entre otras cosas, acaso para indicar la relatividad de toda aproximación crítica; acaso, también, para refrendar su idea de lo inexpresable o lo indecible, lo cual no sólo acaece en el sujeto que mira, sino que es parte esencial de lo mirado.

Hay una curiosa epistemología infusa en toda la obra de Lorenzo, una suerte de teoría y práctica de una recepción y vivencia de la realidad muy acorde con su utopía de acceder a las nupcias entre el arte y la vida. Se conoce ese obsesivo temor suyo de que la forma lo pueda engañar (esa turbia sospecha de que se puede enmascarar, mentir, fingir, reprimir, ocultar); de ahí que lo inquietara siempre tanto lo que le dijo una vez su Maestro: “Todo poeta es un farsante”, sentencia cercana a la de Pessoa, el poeta como un fingidor, cuyo Libro del desasosiego fue muy leído por él. Y, por cierto, ese poderoso impulso de Pessoa hacia los numerosos heterónimos también está presente en Lorenzo. Si la realidad (y uno mismo) es, en última instancia, inexpresable e indecible, hay que asediarla entonces desde una suerte de mirada caleidoscópica. Si el centro no se deja poseer (la naturaleza ama esconderse, decía el Obscuro), hay que mirar desde el borde, el confín, la linde, la frontera, algo que supo hacer muy bien Borges. Asimismo, su invalidez (“el genio es la invalidez”, sentenció Piglia), o asumida inmadurez, le hacen mirar desde un ángulo insólito: su propia indefensión; su oficio de perder. Pero esa suerte de noche obscura, esa suerte de desposesión, le permiten acaso acceder a zonas ocultas de la realidad, de lo mirado.

8.

El joven Lorenzo leyó mucha filosofía[9], hasta que se encontró con Lezama. El propio Lezama le insistió en que conociera la tradición de la narrativa insular, que su discípulo leyó tan singularmente[10]. Luego, además del Curso délfico, concebido especialmente para él, le interesó mucho leer autobiografías, memorias, diarios[11]. Aparte de todo el corpus de la literatura denominada como vanguardista, la histórica y la más contemporánea, fue un lector acucioso de la literatura psicoanalítica[12]. Además de la filiación vanguardista y neovanguardista, sobre la que leyó todo[13], prefería las lecturas que privilegian el autoconocimiento, Paul Valéry, por ejemplo.

9.

La recepción de sus textos críticos, cuando se ha hecho explícita, ha sido en ocasiones muy polémica. Vitier en su novela-memoria lo nombra con el mote de “Rencor”, acaso derivado de la imagen que tomó de su lectura de Rostros del reverso. A veces he pensado en que la preferencia que Lezama sentía por ese joven reconcentrado, extraño, con una seriedad ambivalente a lo Buster Keaton, tuvo que despertar cierto recelo, acaso inconsciente, en sus otros discípulos, Vitier y García Marruz, por ejemplo. Esta última ve su camino vanguardista como un camino cerrado. María Zambrano, en “La Cuba secreta”, es incapaz de apreciar su costado lúdico. Luego en la época de Lunes de Revolución, dentro del contexto de la pugna generacional de la generación llamada de los 50 contra las precedentes, Heberto Padilla lo critica duramente. Puntualmente, Antón Arrufat, critica negativamente tanto la Antología de la novela cubana como Cetrería del títere. Es curioso, el propio García Vega reconoce lo diferente, incluso informe, inacabado, de estos textos en El oficio de perder. Esta crítica le hizo un efecto enorme a Lorenzo. Como le sucedió a Zequeira con Buenaventura Pascual Ferrer, el hiperestésico joven idealista de principios de los setenta, que leía incluso a Marx, y que había apostado por la utopía de la revolución, por su visión casi nadaísta de la República, y que, por edad, aunque formado a la vera de Orígenes, pertenecía a esta generación, se sintió profundamente defraudado, como me escribe en algunos correos. Luego, en Los años de Orígenes, será implacable con sus congeneracionales.

Él se sentía en la época de Orígenes como un vanguardista anacrónico, y lo era ciertamente. Él mismo ha sometido a Espirales del cuje a una severa crítica. Luego, también se sintió como fuera de lugar y tiempo con la siguiente. Eso explica en parte que en 1968 abandonara el país, cuando, ya desencantado del proyecto político, escuchó la conversión de Vitier al castrismo en su conferencia “El violín”. Ese fue el punto de no retorno. Le dio incluso la coartada que necesitaba. Luego, en España, se sintió de nuevo como un descentrado, anacrónico intelectual, ninguneado por la llamada izquierda internacional[14].

Pero, hay que reconocer que aquella crítica, su incomprensión, a la misma vez que lo desasosegó tanto, lo ayudó a seguir buscando su propia expresión. Porque no es que entonces rectificara o normalizara su naturaleza, sino que profundizaba su extrañeza. Reparemos en que todo ese proceso sirvió a la postre para que García Vega, cuando escribe Los años de Orígenes, se liberara de su anacronismo, insistiendo en él, y pudiera, a partir de entonces, reconciliarse con su propia singularidad creadora.

Acaso el texto más interesante que escribió García Vega en la época de la Revolución fue “La opereta cubana de Julián del Casal” (1963), que luego incluyó en Los años de Orígenes. Todavía, muy recientemente, este texto sigue despertando perplejidades. No me interesa detenerme en esta polémica. Es inútil. Los reparos que se le han hecho a este texto o a otros son legítimos desde una crítica que privilegia la literalidad historicista u otros miradores críticos. Sólo que no nos sirven para comprender la naturaleza de la llamada crítica lorenziana, tan consustanciada con su vocación neovanguardista y con la expresión de su propia poética creadora. Pero también es un ensayo, como ya comenté, que expresa un profundo síntoma. Ya en Kaleidoscopio abordé en parte esta problemática[15].

Los textos que terminaron por conformar el tipo de crítica que prefería Lorenzo son, por ejemplo, los que reúne en Collages de un notario (Miami, 1993), publicados antes en la revista escandalar (Nueva York, 1878-1884)[16], dirigida por Octavio Armand, y en la que Lorenzo pertenece a su consejo de redacción, junto a Octavio Paz, Guillermo Sucre, Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Julio Ramón Ribeyro, entre otros. En ella comenzó la experimentación neovanguardista, que después continuó en la sección Artes y Letras de El Nuevo Herald (Miami, 2001-2009). Repárese en que ese cambio coincide con el que sucede también, después de la escritura definitiva de Rostros del reverso (Caracas, 1977) –porque esta comenzó en la etapa origenista- y Los años de Orígenes (Caracas, 1979), en su obra poética y narrativa (aunque después incluso esta frontera genérica se confunda). Algunas zonas de estos dos libros son concurrentes con la forma de expresión definitiva de Lorenzo García Vega.

Hay acaso un matiz que diferencia en parte sus textos de escandalar de algunos publicados en El Nuevo Herald. Mientras que los publicados en escandalar (luego publicados como libro) expresan su más libre disposición autoral, los del periódico estadounidense también atienden a necesidades editoriales (aniversarios, por ejemplo); en general responden a su libre albedrío, aunque a veces se queja de algunas correcciones que le hace o le propone el periódico, antes las cuales, aunque no cede, pudieron limitar en parte su escritura, amén de que no es lo mismo escribir para una revista de escritores que para un periódico.

Confieso que sobre todo ante sus textos de escandalar y que republica en Collages de un notario, el lector puede quedarse desconcertado. Lorenzo recurre a la técnica del collage –se decía a sí mismo colachero-, de antigua utilización por los simultaneístas (Apollinaire, Reverdy, et al.) y luego por los surrealistas y otras tendencias vanguardistas, pero que alguien como Ezra Pound, que conformó su imaginismo bebiendo directamente en esas fuentes, luego reutiliza con más profundidad, y en cierto modo enseña a T. S. Eliot a instrumentarla eficazmente en La tierra baldía. Incluso, deriva hasta una teoría poética del procedimiento, pues preconiza que la disposición sucesiva de versos que aparentemente no tienen que ver entre sí (además de dar por sentado la fe antigua que, por ejemplo, defiende Paz, de una armonía, conexión cósmica, que se expresa en una analogía universal, que acaso fue el aporte más perdurable de un vanguardismo profundo cuando retoma y desenvuelve esa fe), cobra su sentido final en la mente del lector, que es quien tiene que descubrir (imaginar) las conexiones invisibles. Pound está de paso reclamando el advenimiento de un nuevo lector. Pues bien, esto está implícito en la reutilización del collage por parte de Lorenzo, sólo que lo utiliza en esos textos críticos. Pero ¿cómo llamarlos? ¿Artefactos plásticos? Hay una mezcla de noticias periodísticas que remiten a acontecimientos históricos de la inmediata actualidad, citas diversas de otros autores, microrrelatos de su propia vida (suerte de memorias o apuntes diarísticos), y, claro, también valoraciones suyas, como hay en un ensayo o incluso en la referida crítica tradicional, también acompañadas por un sugestivo despliegue de reflexiones metapoéticas. Es obvio entonces que es muy importante la epifanía y presencia (valga el oxímoron) de lo omitido, pues es el lector quien debe, desde ese dispositivo previo de índole colachera que ha construido (estructurado) el crítico, establecer las analogías pertinentes. Un ejemplo paradigmático sería la entrevista que realiza a Lydia Cabrera[17] y que no reproduce literalmente, pues somete al texto original al proceso aquí descrito. No puedo detenerme ahora en el comentario puntual de estos textos, pero creo que son pertinentes estas aclaraciones generales.

Se nota la presencia de procedimientos que ya había ensayado en Los años de Orígenes y sobre los que había reflexionado en Rostros del reverso, pues, este último, como ya dije, es como el magma, el laboratorio creador de su obra. Además, el propio Lorenzo reconoce que Collages de un notario es como una continuidad de Rostros del reverso. Hay mucha ironía, mucha parodia, mucho juego mental y textual. Esto último, por ejemplo, en “Pavos reales de Juan en diccionario autista”[18]. Se me ocurrió, mientras lo releía, que aquí está, por ejemplo, como el protoplasma de una posterior derivación crítica, la de los textos del inefable Fermín Gabor y hasta del diccionario de Antonio José Ponte…

El punto de partida de este artefacto o “visión plástica” (como escribe), es un poemario del venezolano Juan Sánchez Peláez, Por cuál causa o nostalgia. Quien espere una descripción crítica tradicional del poemario, no la encontrará. El texto de Lorenzo es una segregación, una recreación del texto original, dentro del caleidoscopio mental suyo. Está precedido por esta significativa introducción metapoética del autor:

Notar, apuntar, lo que va intentando en estos pobres días. O sea restos, rostros, fragmentos. ¿También paisaje? Pero hablar de un paisaje, donde sólo está lo híbrido, sería volver a machacar sobre el martinete de un desleído telón de fondo.

Trabajar, entonces, con esbozos, teniendo como contexto un fondo que no es fondo. Construir, pues, con fragmentos, aunque con la advertencia de que en estos días, en que se transparenta lo pobre y como fantasmal, sólo cabe repasar pedazos como quien recorre restos de un naufragio.

Inmediatamente comienza su texto (también como narrativo) con una pregunta: “¿Dibujar la espectralidad?”. Me detengo en este detalle porque no es baladí. Tiene que ver con los comentarios que he hecho anteriormente en este ensayo sobre la crítica fantasmática de Lorenzo García Vega. Como una excepción, y para que se aprecie más en acto la raigambre plástica tan aludida, transcribo un fragmento más:

Así como diciéndome que, aunque aparezca en blanco y negro, vuélvesele colorido lo tangible a Juan, ya que podemos sorprender, en medio de cualquier fantasmismo, un “abrir y cerrar de ojos / el abismo de piedras sólidas”. Aureo, colorinesco mundo de láminas, pues Aureo, mundo de láminas (poesía para ser vista), que se fija, recorta, hasta quedar estática frente a nuestra mirada…[19]

Habría que relacionar esta manera de escribir, de percibir y construir una metarrealidad, con la poética que Lorenzo despliega por estos años en su estancia venezolana en Fantasma juega al juego (y en la que me detengo en Kaleidoscopio)[20].

Remito al lector al “diccionario autista” final. Sobre todo, a la luz de lo que vengo insistiendo en este rápido ensayo de aproximación a la índole de la crítica fantasmática lorenziana. Véanse las entradas “Lápiz”[21], “Luz”[22] y “Petrificación”; esta última se deja leer así:

Petrificación. –Tentación de convertir lo narrativo en lo plástico. ¿Tentación que enmascara lo tanático? Este es uno de los puntos donde se sitúan los juegos del reverso.

Se nota también la apertura hacia el contexto latino y norteamericano, sin abandonar el substrato insular, algo que va a incrementarse posteriormente y que responde a una intención consciente suya, y que desplegará en la etapa de El Nuevo Herald.

10.

Porque hay como tres etapas de sus textos: la de Orígenes, la de escandalar y la de El Nuevo Herald, esta última coincidente con su relación argentina (Diario de poesía, Tse-Tse, y Estación Alógena, entre otras), que es muy peculiar, ya que Lorenzo siempre prefirió la tradición literaria argentina a la cubana.

Podría intercalarse otra etapa entre la de Orígenes y la de escandalar, que sería, ya en la primera época de la revolución, la de sus textos sobre la narrativa cubana. Pero habría que acotar que eso lo hizo Lorenzo por mandato de su maestro. Sería una continuidad con Espirales del cuje, sobre la que Lorenzo, salvo algunas aristas que salvó en El oficio de perder, no se cansó de declarar que allí fue víctima de un “lenguaje enfermo” (el que se autoimpuso desde el origenismo). No por casualidad Lorenzo siempre invocó la posibilidad de escribir una novela “suya”. Esta fue finalmente Devastación en el Hotel San Luis, que nada tiene que ver con la tradición narrativa insular. Además de la inevitable extrañeza de su mirada, los comentarios que hizo a cada autor en Antología de la novela cubana, tuvieron tan mala crítica porque, en última instancia, Lorenzo no se reconocía en esa tradición y hacía de ella «una mala lectura».

Sin pretender, en esta primera aproximación a su pensamiento reflexivo, ser exhaustivo[23], repárese simplemente en muchos autores sobre los que Lorenzo eligió escribir para que se pueda tener una idea tanto de sus preferencias como de su linaje literario, muy acentuadamente dentro de la tradición neovanguardista, aunque no solo esta.

Cuando reconstruí bibliográficamente en Kaleidoscopio esa producción crítica suya, me asombré: era muy numerosa, por un lado; y, por otro, casi siempre refrendaba su propio linaje creador: el pivote (hay decirlo de algún modo) neovanguardista. Ya en el libro citado esbocé una breve aproximación a esta zona de la literatura ibero y latinoamericana, “El grupo Diáspora(s) y otras relaciones con el neovanguardismo contemporáneo”.

Por ejemplo, ya en la introducción a Collages de un notario, “Túnel con rey desnudo”, hace como una declaración de su poética, donde desdeña la llamada prosa poética tradicional, y luego da vueltas en torno a la relación entre la luz, “el juego del texto”, el posible relato (“La luz tenía un piel, una textura. ¡La luz era un texto! Podría, si me compenetraba con ella, abriéndome a sus peripecias, intentar después, su relato”, p. 5). Luego escribe “Un esquema plástico para un posible relato”. El libro comienza propiamente con un típico collage a partir de la poeta norteamericana Sylvia Plath, “Discurso desde un exilio o Silvia Plath con telón de ghetto” que se entrevera con referencias diversas a César Vallejo, Fidel Castro, Fray Luis de León, José Eduardo Cirlot (Diccionario de símbolos), Cintio Vitier (Lo cubano en la poesía), Severo Sarduy, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Octavio Paz, citas de Sylvia Plath, y referencia al Doctor Fantasma ya aludido… En el siguiente, “La muerte de John Lennon”, aparecen referencias al músico junto a otras sobre Martín Luther King, Clarise Lispector, Macedonio Fernández, Agustín Acosta, Alejo Carpentier, Hernando de Soto, Bioy Casares, etc., etc. En “La carne de los héroes o en un jardín pastan René” todo gira en torno a Heberto Padilla y Virgilio Piñera, pero comparecen Che Guevara, Octavio Paz, Juan Pérez de Moya, Gastón Bachelard, Charles Dickens, Witold Gombrowicz, Manuel de Zequeira, Julián Marías, George Simmel, Enrique Krauze, Frank Kafka, Ernest Becker, Cintio Vitier, Eliseo Diego, Severo Sarduy, entre otros. Lo mismo ocurre en los demás textos.

Cuando a partir de 2001 comienza su colaboración como columnista de la sección “Artes y Letras” de El Nuevo Herald, está más obligado a hacer crítica propiamente, sin abandonar, eso sí, su singular escritura. Es entonces cuando construye poco a poco como un canon personal. Juzgue el lector por sí mismo cuál es la naturaleza predominante de ese canon.

Junto a textos sobre clásicos de diversa índole: Alejandro Dumas, Anais Nin, Vargas Vila, Salvador Dalí, Kurt Vonnegut, Jean Baudrillard, Alain Robbe-Grillet, el autor escribe sobre los cubanos Lino Novás Calvo, Carlos Enríquez, Carlos M. Luis, Fernando Palenzuela, Rogelio Saunders, Alessandra Molina, Pedro Marqués de Armas, Soleida Ríos, Reina María Rodríguez, Juan Carlos Flores, Lina de Feria, José Kozer, Carlos A. Aguilera, Damaris Calderón, Fernando Villaverde, Carlos A. Díaz Barrios, Carlos Victoria, Rafael López Pedraza… De Ibero y Latinoamérica, escribe sobre los argentinos Alejandra Pizarnik, Norah Lange, Olga Orozco, Edgar Bayley, Juan Salzano, Mercedes Roffé, Francisco Garamona, Liliana García Carrill, Héctor Libertella, Daniel Samoilovich; los mexicanos José Gorostiza, Manuel José Othón, Vicente Rojo; los peruanos Emilio Adolfo Westphalen, César Moro; el chileno Rosamel del Valle; los brasileños Clarise Lispector y Wilson Bueno; el venezolano Juan Sánchez Peláez; los uruguayos Felisberto Hernández e Ida Vitale; los colombianos Fernando Chary Lara y Raúl Henao; el español José-Miguel Ullán; el dominicano León Félix Batista. Y algunos más; por ejemplo, también escribe sobre una antología de la poesía peruana contemporánea.

Simultáneamente, escribe “Prólogo sin credenciales” para Memorias de la clase muerta. Poesía cubana 1988-2001 (2002), compilada por Carlos A. Aguilera, donde comparecen junto a los diaspóricos Pedro Marqués de Armas, Ricardo Alberto Pérez, Rolando Sánchez Mejías, Rogelio Saunders, Ismael González Castañer y Carlos A. Aguilera, los poetas Omar Pérez, Rito Ramón Aroche y Juan Carlos Flores.

Indudablemente, un estudio de toda esta vasta producción crítica, está por hacer. En cierto modo, significó el regreso de Lorenzo García Vega a la tradición más creadora de la poesía contemporánea insular, así como su imbricación con la poesía latinoamericana, siempre, eso sí, desde su peculiar filiación y proyección estéticas y a través de su singular práctica escritural ya descrita. Quería regresar, y ciertamente lo consiguió, a la tradición insular de la que había sido expulsado.

Como se comprenderá, no puedo detenerme aquí en el comentario de todos esos textos, pero advierto que significan una de las aventuras críticas más incitante y significativa de comienzo del siglo XXI en nuestra lengua.

11.

Resulta hasta cierto punto muy problemático, dada la índole descrita de sus textos críticos, precisar a veces cuál es la frontera entre los que pueden considerarse como parte de su corpus crítico y los que no. Me refiero a aquellos textos que tienen una naturaleza poderosamente metapoética: ocurre en sus diarios, en sus sueños transcritos (reimaginados), en sus memorias, incluso en sus extraños relatos y poemas (o en sus no relatos o no poemas), y a través incluso de tres aventuras digitales[24]. Esto es algo que una crítica futura debe considerar. Porque la promiscuidad genérica que alcanzó finalmente la obra de Lorenzo no tiene ni antecedentes ni equivalentes en toda la tradición de la literatura insular. Habría que proyectarse hacia otras tradiciones para encontrarle pariguales. Cierto Borges, pero, sobre todo, por supuesto, su maestro confeso, Macedonio Fernández, o por ejemplo, su amigo tan afín, Héctor Libertella[25], entre otros.

12.

Si la crítica es un movimiento de la imaginación que se hace para comprender al otro, lo otro, también es un acto de amor, pero, aunque Martí escribiera: “Criticar es amar”, “Amar: he ahí la crítica”, “Es el amor quien ve”, ello, con ser cierto, no resuelve una ambivalencia importante. Él mismo dijo que prefería callar a censurar, a no ser que no hubiera otra opción, e hizo en su mayor parte una crítica de simpatía. Pero amar no es exactamente elogiar, o admirar, ni siquiera coincidir. Se puede amar, es decir, tratar de comprender al otro, lo otro (algo ciertamente imposible en última instancia, porque existe un límite: nunca podremos ser el otro, lo otro) y luego disentir. Incluso, la crítica por simpatía, donde se da por sentado la admiración y la coincidencia, puede producir un efecto en reverso. Sabemos que no podremos ser eso (o que eso ya ha sido creado, diría Bloom), y entonces tratamos de desviarnos. Es un movimiento parecido al que describe Patrick Harpur sobre la memoria y el olvido: que cuando queremos conservar algo verdaderamente importante, lo olvidamos, lo sumergimos… Lo plástico en Lorenzo tiene mucho que ver con un mecanismo para fijar, conservar lo onírico, lo inconsciente… Es un procedimiento para arañar lo imposible, e indecible.

Porque no podemos imitar: tenemos que regresar a nosotros mismos y tratar de hallar un sendero propio. Y entonces surge Quevedo, surge Parra, surge Piñera, surge García Vega… Hasta Vallejo quiso diferenciarse (y sus opiniones son hasta cierto punto injustas o innecesarias a no ser como expresión de su propia singularidad) nada menos que de Neruda, de Borges, de Mistral, de Huidobro y del vanguardismo, o del surrealismo, la llamada poesía nueva, en general… Y surgen los anti, los reversos, los post. Muchas de las ansiedades de Borges se resolvieron así.

Además, la imaginación, por definición, no conoce fronteras, porque incluso nos contiene y a la vez nos rebasa. La imaginación no puede reproducir: es inevitablemente singular. No tiene principio, tampoco final, porque viene de una fuente ignota y se proyecta hacia lo desconocido. Y lo desconocido, que existe como una poderosa realidad, no está solo desmesuradamente afuera sino dentro de nosotros mismos. Es ese abismo que, como decía Nietzsche, cuando lo miramos, también nos mira… La imaginación es daimónica.

Tampoco es fácil ese movimiento de sustitución por el otro, o lo otro. Ya se sabe que Louis Massignon estuvo a punto de suicidarse. Porque si la comunión con el otro o lo otro es, a la postre, imposible (solo existe como aproximación imaginal), entonces para ser el otro o lo otro tendríamos que borrar nuestra propia identidad o naturaleza imaginativas.

Y además, la imaginación es siempre libre e imprevisible: Lezama diría: incondicionada. Así es la crítica de Lorenzo García Vega.

Cuando uno lee muchos de sus textos sobre otras obras y escritores, además de constatar que se apartan ostensiblemente de los producidos por la llamada crítica académica, esa que por lo general presume de objetividad, de cierto cientificismo, uno comprende su sensación de no lugar, su excentricidad o anacronismo, aunque es muy probable que la recepción de esos textos por parte de esos escritores suela ser diferente a su evaluación por la crítica profesional. El escritor, por lo general, agradece una recepción imaginativa más que una recepción pretendidamente objetiva; prefiere que la crítica sea como una prolongación (un rizoma, un caleidoscopio, pensaba Lorenzo) creadora de su obra más que una constatación de sensateces. No importa que el escritor pueda sentir que en esa lectura parece que se habla de un escritor desconocido para él mismo, porque eso es exactamente lo que más agradece. Que su obra ensanche una dimensión desconocida. Recuérdese lo que comentó Juan Ramón Jiménez cuando leyó los comentarios que Lezama sencillamente imaginó y le atribuyó al poeta andaluz en su Coloquio con Juan Ramón Jiménez, que claro que él no había dicho nada de lo allí expuesto en su nombre, pero que era tan maravilloso que estaba muy satisfecho.

Los grandes críticos en nuestra lengua (Borges, Paz, Lezama), ¿cuál crítica practicaban?

Pero si, además, sabemos que Lorenzo no pretendió nunca ser un gran crítico (a no ser de sí mismo), entonces sus lecturas adquieren un valor adicional[26]. Tal vez, incluso, por ello mismo, la mirada crítica de Lorenzo García Vega sea tan singular, no sólo dentro de la tradición insular, sino dentro de toda la tradición crítica en nuestra lengua. Incluso, cuando Lorenzo era implacable, debe recordarse que también lo fue consigo mismo; y que cuando se adentra en regiones delicadas políticas o moralmente y expone en cierto modo al aludido, debe recordarse que también se expuso él mismo siempre, porque hizo del autoconocimiento su mayor esperanza: la del perdedor. Reitero lo que escribió Piglia: “El genio es la invalidez”[27].

San Carlos de Bariloche, 11 de noviembre, 2022


[1] Piglia, Ricardo, Los diarios de Emilio Renzi, Barcelona: Anagrama, 2015, 2016, 2017.

[2] Arcos, Jorge Luis, Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega, Madrid: Colibrí, 2012.

[3] García Vega, Lorenzo, “Rostros del reverso”, Orígenes, La Habana, VI (31), 1952; Rostros del reverso, Caracas: Monte Ávila Editores, 1977.

[4] García Vega, Lorenzo, “Maestro por penúltima vez”, Encuentro de la cultura cubana, Madrid, (53/54): 5-24, verano/otoño, 2009. Publicado íntegramente en Aguilera, Carlos A. (ed). La patria albina: exilio, escritura y conversación en Lorenzo García Vega. Leiden: Almenara, 2016.

[5] Arcos, Jorge Luis, ”Lezama y Orígenes”, Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega, Ed. cit.

[6] Zambrano, María, “VI. Los seres de la Aurora. 1. Ortega y Gasset”, De la Aurora, Madrid: Tabla Rasa, 2004, p. 187. Escribe M. Zambrano: “Es un logos órfico, aunque Ortega no lo presentara nunca así, y aun rechazase el lamento de Eurídice. La senda que yo he seguido, que no sin verdad puede ser llamada órfico-pitagórica, no debe ser, en modo alguno, atribuida a Ortega. Sin embargo, él, con su concepción del logos (expresa en el “logos del Manzanares), me abrió la posibilidad de aventurarme por una tal senda en la que me encontré con la razón poética…”, p. 187.

[7] El primer texto crítico que publicó L. G. V. fue una reseña de un libro de Julián Marías sobre Unamuno: “Julián Marías: Miguel de Unamuno”, Orígenes, L. H., II (7), otoño de 1945; el siguiente, dentro del “Homenaje a Arístides Fernández (1904-1934)”, Orígenes, L. H., V (26), 1950, tema éste que le obsesiona y que regresa en su “Rostros del reverso”, publicado en la misma revista.

[8] García Vega, Lorenzo, “Variaciones”, Orígenes, L. H., II (10), verano de1946.

[9] Ya se anotó que su primer texto crítico publicado fue sobre Miguel de Unamuno. Después, durante la década del 50, por ejemplo, leerá a Sartre, y, a principio de los 60, incluso a ¡Marx! Pero desde la década de los 40 tuvo que leer a María Zambrano, “la sacerdotisa de Orígenes”, le decía. Después leerá sobre el zen, y a Paul Johannes Tillich, en Nueva York; y a Deleuze y Guattari, al onirólogo Hugo Hiriart, en Playa Albina, entre otros muchos. Terminará sus días leyendo regocijado a Patrick Harpur…

[10] García Vega, Lorenzo, Antología de la novela cubana, La Habana, Dirección Nacional de Cultura, Ministerio de Educación, 1960. Además del prólogo, incluye notas críticas sobre Cirilo Villaverde, Gertrudis Gómez de Avellaneda, José Antonio Echevarría, Anselmo Suárez y Romero, José Martí, Ramón Meza y Suárez Inclán, Nicolás Heredia, Jesús Castellanos, Miguel de Carrión, Luis Felipe Rodríguez, José Antonio Ramos”, Carlos Loveira, Enrique Serpa, Carlos Montenegro, Lino Novás Calvo, Carlos Enríquez, Enrique Labrador Ruíz, Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Alcides Iznaga y Nivaria Tejera. Inmediatamente después, todavía en Cuba, como una prolongación de estas lecturas de la narrativa insular, escribió otros textos: “Prologo”, Ramón Meza, Mi tío el empleado, La Habana, Departamento Nacional de Cultura, 1960, “Campo y paisaje en la literatura cubana”, Islas. Las Villas, (2-3), enero-agosto, 1960, “Carrión en la metáfora”, Cuba en la UNESCO, La Habana, año 2 (3), septiembre, 1961.

[11] Sobre todo El espejo que vuelve, de Alain Robbe-Grillet. También, entre otros los Diarios, de Clarise Lispector. ¿Habrá leído Lorenzo el diario de César Pavese, lectura tan decisiva para Piglia?

[12] Sigmund Freud, Melanie Klein, Otto Rank, Ernest Becker, Georg Groddeck, Norman O. Brown, Carl Gustav Jung, entre otros muchos.

[13] A todos los simultaneístas y surrealistas, primero, por supuesto (Apollinaire, Reverdy, Breton, Prevert, etc., etc.). Luego, a todos los llamados neovanguardistas latinoamericanos, que citaré después. Y ya se conoce que algunos de sus gurús primordiales fueron Macedonio Fernández, Witold Gombrowicz, y Trilce, de Vallejo. Es muy significativo que su Curso Délfico lezamiano comience con Lautreamont… En definitiva, para Enrique Saínz, quien lo conoció muy bien, y se benefició de sus recomendaciones de lecturas, L. G. V. fue uno de los lectores más vastos de la cultura cubana. Algo interesante que se pudiera agregar es la cercanía que tuvo L. G. V. con algunas de las filiaciones estéticas de la generación de Ciclón. En fin, como me dice en algunos correos, él era, en el fondo, un “literatoso”. Y un colachero –también expresión suya-, puede agregarse.

[14] Véase Rostros del reverso, Ed. cit.

[15] Arcos, Jorge Luis, “La grandeza perdida o venida a menos”, Kaleidoscopio, Ed. cit., pp. 106-126.

[16] Ver edición facsimilar preparada por Johan Gotera en inCUBAdora: escandalar. 1978-1980 y escandalar 1980-1984, Colección Samsa, Ebook: inCUBAdora. En línea: https://in-cubadora.com/2018/12/29/ebook-%c2%b7revista-escandalar-edicion-facsimilar-1978-1980-tomo-i%c2%b7/ y https://in-cubadora.com/2019/03/27/ebook-%c2%b7revista-escandalar-edicion-facsimilar-1980-1984-tomo-ii%c2%b7/

[17] “Entrevistando a Lydia Cabrera”, Collages de un notario, Ed. cit.

[18] Collages de un notario, Ed. cit.

[19] Insisto en otro fragmento: “Es decir, que aun con el silencio aparece lo visual, que aun con el silencio aparece lo colorinesco. Pues en el Juan, el silencio se rompe, paradójicamente, con este otro silencio que es la mudez de la visión plástica, y esto, porque en él, el colorido siempre es un decir, así como el decir es siempre un colorido”, p. 84.

[20] Arcos, Jorge Luis, “La poética de Fantasma juega al juego”, Kaleidoscopio…, Ed. cit.

[21]Lápiz. –Me sueño, con esta palabra, un rostro de constructor estructuralista. Refresca comprender que el lápiz, a la manera del dibujante con las líneas, sirve para tazar las letras”, p. 90.

[22] “Luz. –Luz que se pueda convertir en manchón (solidificación de la imagen). En el mediodía una luz se hizo mancha en la pared, con una como promesa de paisaje futuro. ¿de dónde procederá esa luz? Pero sé que lo proustiano no basta. / Hay que precaverse cuando se inquiere por la iluminación: la búsqueda pueda resolverse en convertir una idea platónica de la luz en un mosaico simbolista donde los fragmentos sean estereotipos de la nostalgia”, p. 91.

[23] El texto presente es un work in progress, una primera versión del texto que deberá acompañar la compilación que preparamos Carlos A. Aguilera y yo, y que incluirá toda la labor “crítica” de Lorenzo García Vega.

[24] Ping-Pong Zuihitsu (Proyecto de novela epistolar), 2011, con Margarita Pintado Burgos; La nieta del prócer. Lorenzo García Vega / Mauro Cesari, 2011; y La pata sobre el huevo. Diarios oníricos de Lorenzo García Vega, 2012.

[25] Lorenzo escribió varias veces sobre Héctor Libertella, además de implicarlo en su novela Desvastación en el Hotel San Luis y cartearse con él.

[26] También, como ejemplo de una actitud, más que como una certidumbre, escribió muchas veces que era un notario no escritor, que era un apátrida, etc. Se sentía más cómodo (más estimulado) al situarse en el reverso de todo gran relato, y de todo lo previsible. Que se propuso ser ateo (que no es lo mismo que serlo); que le interesaba la mística negativa, a lo Miguel de Molinos… Contra el sentido, prefería el without thinking, incluso el nonsense. Que quería conservar la inmadurez, a lo Gombrowicz. Que era un fantasma albino. Poética del reverso, siempre. Y una imagen, para mí suprema: que prefería el rugido de King Kong en Disney World que a todo el mundo histórico.

[27] Piglia, Ricardo, Los diarios de Emilio Renzi, Ed. cit., Tomo 3, p. 294.