José Azel: Nuestra personalidad autoritaria

DD.HH. | 18 de noviembre de 2022

Hannah Arendt se considera una de las pensadoras políticas más importantes del siglo XX, y con frecuencia se cita su libro de 1951, The Origins of Totalitarianism, como uno de los mejores libros de la época. Es memorable la identificación que hace en él de la “personalidad autoritaria”. Otros estudiosos, como la economista del comportamiento, Karen Stenner, han investigado el rasgo de personalidad “predisposición autoritaria”.

La predisposición autoritaria es aquella que favorece la homogeneidad y el orden. Esto contrasta con la preferencia “libertaria”, que favorece la diversidad y la diferencia. En la terminología de Stenner, el autoritarismo no es político. El autoritarismo atrae a las personas que tienen dificultades con la complejidad, y esto no se relaciona con políticas de “izquierda” o “derecha”. El autoritarismo es una estructura mental, no un conjunto de ideas.

Stenner afirma que alrededor de un tercio de la población de cualquier país tiene una predisposición autoritaria. Argumenta que “…para los autoritarios los elementos centrales de la democracia no es que sean anatemas, sino que son insensibles. Desde la perspectiva autoritaria los conceptos desacuerdo, disentimiento, desobediencia, así como la determinación del bien común mediante el debate y la negociación no son comprensibles…”.

Stenner es australiana. En su trabajo no he encontrado investigaciones específicas sobre las predisposiciones autoritarias en América Latina. Sin embargo, el fenómeno de la predisposición autoritaria es abundante en esa región y específicamente dentro de mi tribu cubana, donde el autoritarismo del hombre fuerte no parece perder atractivo.

La meritocracia fue una de las grandes innovaciones derivadas de la Revolución Francesa. En América del Norte y Europa, la mayoría de las personas creen que la democracia, la meritocracia y la competencia económica son preferibles al poder heredado o decretado. Pero no tanto en América Latina.

En The Federalists, Madison escribió: “El primer objetivo del gobierno es la protección de las facultades diferentes y desiguales para adquirir propiedad”. Pero la democracia y el libre mercado a menudo producen resultados decepcionantes.

Inevitablemente, quienes no avancen en un modelo competitivo cuestionarán la utilidad de la meritocracia y la competencia. El dictado de Madison no encaja bien con la predisposición autoritaria en la cultura latinoamericana.

En su libro, The Twilight of Democracy, Anne Applebaum señala que “…a menudo las personas se sienten atraídas por las ideas autoritarias porque les incomoda la complejidad. Prefieren la unidad a la división. Una súbita aparición de la diversidad —opiniones, experiencias, etc. — los enoja. Buscan soluciones en un nuevo lenguaje político que les haga sentir más seguros y protegidos”.

Applebaum, autora de tres historias laureadas sobre la Unión Soviética, añade que: “Sabemos desde hace tiempo que, en sociedades cerradas, la llegada de la democracia, con su enfrentamiento de voces y opiniones puede ser demasiado compleja y aterradora para personas no acostumbradas a la disidencia pública. El ruido de los argumentos y el constante zumbido del desacuerdo pueden irritar a las personas que prefieren vivir atadas a una sola narrativa”.

El gobierno democrático y el libre mercado son las condiciones en las que la estabilidad, libertad e igualdad social han coexistido con mayor frecuencia. Aun así, para las personalidades autoritarias, el éxito político de un proyecto suele considerarse más importante que su éxito práctico. En América Latina se suele invocar el autoritarismo del hombre fuerte como la solución a los problemas del país.

He sostenido anteriormente que los políticos latinoamericanos, y los intelectuales de izquierda en particular, se han convertido en “coleccionistas de heridas” que siempre culpan a Estados Unidos o a las empresas multinacionales de todos los males que aquejan a la región. La predisposición autoritaria es siempre culpar a otros de sus problemas.

En Réquiem por una monja, William Faulkner escribió una exquisita frase que siempre me viene a la mente cuando contemplo un futuro para Cuba o América Latina a la luz del autoritarismo de nuestra historia: “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”.