Rafael Rojas: Auge y declive del latinoamericanismo soviético

Autores | DD.HH. | 2 de diciembre de 2022

Los estudios sobre los debates intelectuales de la Guerra Fría, en América Latina y el Caribe, destacan el papel decisivo del campo académico de Estados Unidos, con su poderosa red de universidades y fundaciones. Como observa el historiador y arquitecto argentino Adrián Gorelik, en un libro reciente, nombres como los de Richard Morse, Robert Redfield u Oscar Lewis –o Frank Tannenbaum, Stanley R. Ross o John Womack Jr. en el caso específico de México– son ineludibles a la hora de pensar la reconfiguración del latinoamericanismo durante la Guerra Fría.

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Raras veces se repara en el hecho de que la Unión Soviética también contó con su propio latinoamericanismo académico.

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La muerte de Stalin en 1953 y el discurso ante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) de Nikita Jrushchov en 1956 habían acelerado la reorientación de la política de la URSS hacia América Latina. Poco antes de que el nuevo líder soviético cuestionara el culto a la personalidad y otros “errores” del estalinismo, se celebró la Conferencia de Bandung, impulsada por Indonesia, Birmania, India, Pakistán y Sri Lanka, que reunió a más de una veintena de países de Asia y África y propició la creación del Movimiento de Países No Alineados. China y Yugoslavia estuvieron en el centro de aquella empresa geopolítica, que en 1961 volvió a reunirse en Belgrado, donde se incorporó a Cuba. Los soviéticos se propusieron rebasar a Mao y a Tito en el liderazgo del tercermundismo.

Patrick Iber, Eric Zolov, Renata Keller y otros historiadores han advertido la relevancia que América Latina y, específicamente, México, adquirieron para Moscú en aquel arranque de la Guerra Fría. Un lugar de privilegio que, a partir de 1961, con el giro socialista de la Revolución cubana, debería someterse a una relación de equilibrio y rivalidad, no siempre favorable a México, desde la perspectiva soviética. Mientras Cuba era esgrimida por los historiadores soviéticos como paradigma del verdadero cambio socialista en América Latina, un flanco del saber académico en Estados Unidos y México se volcaba al estudio de la Revolución mexicana y el sistema político que derivó de la misma.

Aunque los partidos comunistas latinoamericanos habían perdido, para entonces, el foro de coordinación del Comintern, preservaban la línea frentista creada desde los años treinta. Los comunistas cultivaban una, por momentos, agria coexistencia con los gobiernos del PRI en México y habían respaldado las revoluciones boliviana y guatemalteca, no así al peronismo argentino y al varguismo brasileiro, si bien Luís Carlos Prestes apoyó al presidente Juscelino Kubitschek a fines de los cincuenta y, en menor medida, a João Goulart a principios de los sesenta.

Con la Guerra Fría y la reavivación del interés por el tercer mundo en el Kremlin, el latinoamericanismo soviético entraría en una fase de profesionalización expansiva. A diferencia de algunos estudios sobre la Revolución mexicana del periodo bolchevique, como el de Stanisław Pestkowski, embajador de Moscú en México durante el callismo, firmado con el pseudónimo de Andréi Volski, donde se reconocía críticamente la diversidad de movimientos revolucionarios, los nuevos historiadores de la Guerra Fría (Alperóvich, Rudenko, Lavrov, Zubok, Shifrin…) tendían a comprender la Revolución de 1910 a 1917 dentro de un largo periodo “democrático burgués” o “antifeudal” de “formación de la nación mexicana”, iniciado con el grito de Dolores un siglo antes.

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En un conocido ensayo sobre la guerra de independencia, M. S. Alperóvich aseguraba que Hidalgo y Morelos “dominaban la historia de la revolución burguesa en Francia”, de la cual tomaban las principales ideas.

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Con más citas de Lucas Alamán que de José María Luis Mora, Alperóvich sostenía que, con el Plan de Iguala, Agustín de Iturbide había creado “una plataforma para impedir el desarrollo de la revolución y asegurar la conservación de la dominación y los privilegios” de los “grandes terratenientes y comerciantes, el alto clero y la élite burocrático-militar”.

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De acuerdo con aquel relato, la estructura económica y social de México no “había sufrido alteraciones sustanciales” durante el siglo XIX.

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Según otro historiador soviético, V. Ermolaev, el fracaso de la Reforma se debió a que el presidente Benito Juárez murió “inesperadamente” en 1872 y lo reemplazó Sebastián Lerdo de Tejada, que “pertenecía al ala derecha del Partido Liberal”, que “buscaba el compromiso con los terratenientes y el clero”.

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Alperóvich diría que el régimen porfirista y sus artífices, los “científicos” (Limantour, Pineda, Casasús, Macedo), “agentes directos de capitalistas extranjeros”, se encargaron de llevar el capitalismo mexicano a su “fase superior imperialista”.

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Los historiadores soviéticos tenían diferencias de matices sobre la gesta revolucionaria mexicana. Ermolaev y Lavrov no le daban demasiada importancia a los magonistas, pero Alperóvich y Rudenko los glosaban bajo la definición de “movimiento de la pequeña burguesía urbana” o de la “intelectualidad pequeñoburguesa”, dados “a la tarea de difundir las ideas de Bakunin, Kropotkin y Sorel”.

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Los juicios de cada uno de ellos sobre los cuatro grandes líderes revolucionarios y sus corrientes políticas (Madero, Zapata, Villa y Carranza) también podían ser divergentes, aunque coincidían en lo esencial.

Según Alperóvich y Rudenko el proyecto de Madero era “burgués-terrateniente”.

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En cambio, Lavrov destacaba el carácter profundamente popular de los movimientos zapatista y villista y reconocía el sentido de la soberanía nacional en Carranza, al enfrentarse a la intervención estadounidense en Veracruz.

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Pero era justamente Lavrov, el más generoso en su valoración de Zapata y Villa, quien formulaba de manera más tajante la subestimación teórica en la historiografía soviética: la de 1910-1917 era, esencialmente, una revolución campesina que, por no haber sido encabezada por una “jefatura del proletariado”, fue traicionada por la “reacción feudal-clerical” y ni siquiera triunfó como proyecto “democrático burgués”.

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Aquellos historiadores escribieron sus ensayos sobre México durante los años cincuenta y los publicaron en revistas del Instituto de Historia de la Academia de Ciencias de la URSS como Voprosy IstoriiNovaia i Noveichaia Istoria y Otchety i Novosti. El comunista mexicano Arnoldo Martínez Verdugo, quien en los años cincuenta era dirigente de ese partido en el Distrito Federal y que en 1963 fuera ascendido a la Secretaría General, sería el traductor de algunos de aquellos ensayos, junto con su colega Alejo Méndez García. Otros traductores de los historiadores soviéticos, hasta principios de los años sesenta, como Makedonio Garza, Armén Ohanián y María Teresa Francés, trabajaron directamente en ediciones en español de la Editorial de Literatura Económica y Social de Moscú.

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Desde Estados Unidos y México, varios historiadores (Daniel Cosío Villegas, Stanley R. Ross, Juan A. Ortega y Medina, J. Gregory Oswald, Lucila Flamand) reaccionaron de muy diversa manera al nuevo latinoamericanismo soviético en artículos en Hispanic American Historical Review Historia Mexicana o en monografías independientes. Ese debate es fácilmente rastreable: más difícil es localizar las múltiples reacciones a la historiografía académica mexicana y estadounidense que se acumularon, durante los años sesenta, en el propio latinoamericanismo soviético, nuevamente relanzado a partir de la experiencia cubana.

El mexicanista Y. G. Mashbits, por ejemplo, arremetía contra “los sociólogos mexicanos que contraponen en forma obsesionante la Revolución mexicana a la cubana”.

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¿A quiénes se refería? Una vez más, al exiliado republicano Ortega y Medina, que había refutado puntualmente la que llamaba “historiografía sovietista”, a Víctor Alba, militante del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) refugiado en México, pero también a Jesús Silva Herzog y la revista Cuadernos Americanos y al sociólogo yucateco Carlos Echánove Trujillo, discípulo de Antonio Caso.

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Las tesis que insistían en el carácter heterogéneo o inconcluso de la nación mexicana o sobre la excepcionalidad del nacionalismo revolucionario incomodaban al latinoamericanismo soviético.

Alperóvich y Mashbits hostilizaban el diálogo de los académicos estadounidenses con sus colegas mexicanos. Admiraban profundamente la obra de un historiador hispanófilo como Carlos Pereyra, pero desdeñaban la de Daniel Cosío Villegas. Valoraban positivamente la historiografía antiexpansionista de Scott Nearing, Joseph Freeman, Ludwig Denny y T. P. Munn, pero descartaban la de Lesley Byrd Simpson, Frank Tannenbaum, Stanley R. Ross y John Womack Jr.

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Mashbits era especialmente agresivo cuando se refería a la obra del economista P. C. M. Teichert o del politólogo William P. Tucker porque el primero ponía la industrialización de México como ejemplo para América Latina y el segundo enfatizaba la irreductible diversidad regional del país.

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A principios de los años setenta, el mexicanismo soviético, renovado por los estudios de una nueva generación de académicos (Klesmet, Sizonenko, Shugolski, Kovalev, Visgunova), comenzó a hilvanar de un modo más explícito las tesis del Partido Comunista Mexicano (PCM), el Partido Popular Socialista lombardista (PPS) y el PRI, del nacionalismo revolucionario y las diversas variantes del marxismo-leninismo local. Historiadores de la generación anterior, como Lavrov y Rudenko, aligeraron su celo ideológico y se volvieron más permeables a las tesis de Silva Herzog, Cosío Villegas y, sobre todo, de nuevos científicos sociales de izquierda como Pablo González Casanova, Alonso Aguilar Monteverde, Gerardo Unzueta o José Luis Ceceña. De las largas citas de discursos de Lombardo Toledano e informes de Martínez Verdugo a los sucesivos congresos del PCM se pasó, en estudios del propio Rudenko o de Kovalev, a una mayor familiaridad con la producción académica mexicana.

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Los nuevos mexicanistas soviéticos de los setenta, a tono con la détente inaugurada por Leonid Brézhnev, sumaban al relato una visión del México posrevolucionario, que actualizaba el maniqueísmo aplicado a la Independencia, la Reforma y la Revolución. La “ruta progresista”, aún dentro de un esquema “democrático burgués”, había avanzado bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, pero se estancó bajo la de Manuel Ávila Camacho, a pesar del restablecimiento de vínculos diplomáticos con la URSS en 1942. Ese hilo histórico, según los historiadores soviéticos, fue recobrado con Adolfo López Mateos, pero volvió a cortarse con Gustavo Díaz Ordaz, aunque en 1968 el canciller Antonio Carrillo Flores viajó a Moscú y firmó varios convenios con Andréi Gromiko.

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Momento revelador en el mexicanismo soviético fue cuando Kovalev, después de exaltar el papel del PCM y el PPS, sostuvo que, sin dejar de ser “burgués”, el sistema político mexicano “se diferenciaba cardinalmente de la democracia burguesa tradicional”.

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A la defensa de la integración social de las comunidades indígenas, el mestizaje, la subvaloración del mundo campesino, se sumaban una imagen favorable de los procesos de industrialización y urbanización del país y un silenciamiento de la represión contra la resistencia sindical magisterial y ferrocarrilera, el movimiento estudiantil y las guerrillas.

La constitución de la hegemonía transexenal del PRI, basada en un diseño presidencialista de poder y una ideología nacionalista-revolucionaria, era una virtud para los soviéticos. La diferenciación entre aquel sistema y la democracia liberal aportaba ventajas geopolíticas, ya que México se distanciaba de las dictaduras militares anticomunistas del Cono Sur, se acercaba a la Cuba revolucionaria, al Chile de Allende y luego al sandinismo nicaragüense, sin perder la interlocución con los estadounidenses y los soviéticos.

Aquella fue la plataforma de relanzamiento de las relaciones entre la URSS y el México de Luis Echeverría y José López Portillo, que ha estudiado recientemente Hanna Deikun.

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En la primavera de 1973, Echeverría fue el primer presidente mexicano en funciones en visitar Moscú –Cárdenas había viajado en 1958–, donde fue recibido por Kosyguin, Podgorny y Gromiko, quienes lo condujeron al apoteósico agasajo que le ofreció Leonid Brézhnev en el Kremlin. Los mandatarios firmaron acuerdos de colaboración comercial, científica y técnica, hablaron de la paz mundial y de la causa del tercer mundo, pero un año antes, en la Casa Blanca, Echeverría había ofrecido a Richard Nixon desplazar a Cuba y a Fidel Castro como referentes del altermundismo de izquierda.

Poco a poco la disputa por la “revolución preferida” y el contraste entre el modelo mexicano y el cubano fue desapareciendo de la historiografía soviética y estadounidense, en buena medida porque en México avanzaba el consenso en torno a la superación histórica del periodo revolucionario y Cuba entraba en un proceso de institucionalización inspirado en los socialismos reales de Europa del Este. Durante los setenta, la Academia de Ciencias de la URSS consolidó su propio grupo de cubanistas (Darusénkov, Larin, Sliozkin, Okuneva, Zórina…), que sostenían ya no que la Revolución cubana había transitado de una fase “democrática, burguesa, agraria y antimperialista” a otra socialista, como en los sesenta, sino que Fidel Castro y los asaltantes del cuartel Moncada eran marxistas y leninistas desde 1953.

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Mexicanistas y cubanistas terminaron conformando dos núcleos diferentes dentro del latinoamericanismo académico soviético, que se conectaban en la cúpula. Papel clave en aquella última etapa de las ciencias sociales de la URSS sobre América Latina y el Caribe jugaría Iósif R. Grigulévich, agente retirado del NKVD y el KGB, que intervino en el asesinato de Andreu Nin en Barcelona, secundó a David Alfaro Siqueiros en su atentado contra León Trotski en México, fue embajador de la URSS en Costa Rica y el Vaticano y estuvo involucrado en una tentativa de magnicidio del mariscal Josip Broz Tito en Yugoslavia. Grigulévich, que desde los años cuarenta había incursionado en la historia latinoamericana con el pseudónimo de I. R. Lavretski, popularizó un tipo de narrativa biográfica sobre próceres de la región (Francisco Miranda, Simón Bolívar, Pancho Villa, el Che Guevara, Salvador Allende), cuyas semejanzas con las genealogías heroicas del latinoamericanismo fidelista y chavista son más que evidentes.

El Bolívar de Grigulévich era un precursor del antimperialismo de Fidel Castro y el Che Guevara, convencido de que la identidad cultural latinoamericana, ajena a los conflictos de raza, era incompatible con Estados Unidos.

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Su Pancho Villa, aunque limitado por una indefinición ideológica similar a la de Emiliano Zapata, que les impedía comprender que el liderazgo máximo de la Revolución debía estar en manos de la clase obrera, también era, a su juicio, un tenaz antimperialista que se opuso a la invasión de Veracruz y atacó Columbus, convencido de que Estados Unidos quería hacer de México un protectorado gringo.

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En un ensayo dedicado a la “cultura nacional cubana” en la primera mitad del siglo XX, Grigulévich condensó la tesis central del latinoamericanismo soviético en la etapa final de la Guerra Fría: en cualquier país latinoamericano, la ideología nacionalista-revolucionaria, debidamente orientada contra el antimperialismo, podía producir el advenimiento del sistema socialista.

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El nacionalismo revolucionario, el populismo reformista, el militarismo progresista, todas esas corrientes de la izquierda latinoamericana que, desde la Academia de Ciencias de la URSS, habían sido rechazadas por “idealistas” y “democrático-burguesas”, demandaban una nueva lectura de los ideólogos y burócratas soviéticos.

Algunos de aquellos libros, publicados entre los años setenta y ochenta por la editorial Progreso de Moscú y Casa de las Américas de Cuba, fueron cuestionados en Hispanic American Historical Review por historiadores académicos estadounidenses como David Bushnell, Robert Alexander y William H. Richardson.

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Bushnell argumentaba que el Bolívar de Grigulévich era un antimperialista anacrónico, que ocultaba sus elogios a Gran Bretaña y exageraba sus críticas a Estados Unidos.

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Alexander hacía notar que, en el extraño libro colectivo soviético La Iglesia y la sociedad en América Latina (1983), los autores reunidos por Grigulévich reafirmaban sus afinidades con el viejo hispanismo colonial y mostraban una visión positiva del papa Juan XXIII, cuya convocatoria al Concilio Vaticano II veían en las antípodas de la estrategia pastoral de Juan Pablo II.

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Durante las dos últimas décadas de la Guerra Fría, este exagente de los servicios secretos soviéticos fue miembro de la jerarquía máxima de la Academia de Ciencias de la URSS. Unas veces fue vicepresidente, bajo el mando de P. Fedosev, otras fue el verdadero capo de las ciencias sociales soviéticas. Falleció en 1988, un año antes de la caída del Muro de Berlín. Tras la desintegración de la URSS, algunos de sus excolaboradores, como M. S. Alperóvich, tuvieron la honestidad y el coraje de denunciar sus malinterpretaciones, documentadas en las sucesivas ediciones de los informes de Vasili Mitrojin, exarchivista del KGB en Lubianka.

En un artículo de Alperóvich, aparecido en la revista Historia Mexicana, del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, en 1995, se revelaba que Grigulévich había sido el artífice de gran parte de los equívocos sobre la historia de América Latina y el Caribe en el campo académico soviético.

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La premisa de la superioridad teórica y metodológica del marxismo soviético había creado un sistema de autorización política, que se reflejaba en aquellos errores de interpretación pero también en una torcida ética del debate, que recurría al escamoteo y la descalificación de sus pares latinoamericanos y estadounidenses.

Publicado originalmente en Letras Libres.